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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (13 page)

BOOK: La radio de Darwin
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Mitch agarró el libro y lo sostuvo abierto con torpeza sobre su regazo. Las imágenes eran luminosas, claras, hermosas. La mayoría habían sido tomadas a plena luz del día con el cielo azul. Miró las páginas marcadas y sacudió la cabeza.

—No veo ninguna cascada helada.

—Ningún guía conoce una cascada helada por las cercanías del serac, ni tampoco a lo largo de la masa principal del glaciar. Tal vez pueda darnos alguna otra pista...

Mitch meneó la cabeza.

—Lo haría si pudiese,
Professor
.

Luria guardó los papeles con decisión.

—Creo que es usted un joven sincero, tal vez incluso un buen científico. Le diré algo, si no va contándoselo a los periódicos o a la televisión, ¿de acuerdo?

—No tengo ningún motivo para dirigirme a ellos.

—La niña nació muerta o gravemente herida. La parte posterior de su cabeza está destrozada, tal vez por el impacto de un palo afilado endurecido al fuego.

Niña. El bebé había sido una niña. Por algún motivo, eso le conmovió profundamente. Bebió otro sorbo de agua. Toda la emoción de su situación actual, la muerte de Tilde y Franco... la tristeza de esa antigua historia. Los ojos se le llenaron de lágrimas, a punto de desbordarse.

—Lo siento —dijo, y se secó la humedad con la manga del pijama.

Luria le observó comprensivo.

—Eso le confiere a su historia cierta credibilidad, ¿no? Pero... —El profesor levantó la mano y apuntó al techo, concluyendo—: Aún así es difícil de creer.

—La niña no es, definitivamente, un
Homo sapiens neandertalensis
—dijo Brock—. Tiene rasgos interesantes, pero es moderna en todos sus detalles. Sin embargo, no es específicamente europea, más bien anatolia o incluso turca, pero eso es sólo una suposición por ahora. Y no conozco ningún espécimen tan reciente de esa clase. Sería increíble.

—Debo de haberlo soñado —dijo Mitch, apartando la mirada.

Luria se encogió de hombros.

—Cuando se encuentre bien, ¿le gustaría acompañarnos al glaciar y buscar de nuevo la cueva?

Mitch no lo dudó.

—Por supuesto —dijo.

—Intentaré arreglarlo. Pero por ahora... —Luria miró la pierna de Mitch.

—Al menos cuatro meses —dijo Mitch.

—No será un buen momento para escalar, dentro de cuatro meses. A finales de la primavera, entonces, el año que viene. —Luria se puso en pie y la mujer, Clara, recogió los vasos y los colocó sobre la bandeja de Mitch.

—Gracias —dijo Brock—. Espero que tenga usted razón doctor Rafelson. Sería un hallazgo maravilloso.

Al salir, se inclinaron ligeramente, con formalidad.

12. Centro para el Control y Prevención de Enfermedades, Atlanta

SEPTIEMBRE

—Las vírgenes no pillan nuestra gripe —dijo Dicken, levantando la vista de los papeles y gráficas que estaban sobre la mesa—. ¿Es eso lo que me estás diciendo? —Arqueó las oscuras cejas hasta que su frente se llenó de arrugas.

Jane Salter se acercó y recogió los documentos de nuevo, nerviosa, extendiéndolos con solícita determinación sobre el escritorio. Las paredes de cemento de su despacho del sótano acentuaron el sonido crujiente. Muchas de las oficinas de los pisos inferiores de Edificio 1 del Centro para el Control y Prevención de Enfermedades habían sido anteriormente laboratorios de experimentación, con animales y jaulas. Terraplenes de cemento sobresalían cerca de las paredes.

En ocasiones, a Dicken le parecía que todavía podía oler el desinfectante y la mierda de mono.

—Es lo más sorprendente que puedo extraer de los datos —confirmó Salter.

Era una de las mejores especialistas en estadística que tenían, un genio con los diversos ordenadores que hacían la mayor parte del seguimiento, desarrollo de modelos y registro de datos.

—Los hombres se contagian a veces, o dan positivo en las pruebas, pero son asintomáticos. Se convierten en vectores para las mujeres, pero probablemente no para otros hombres. Y... —Tamborileó con los dedos sobre la mesa—. No podemos hacer que nadie se infecte a sí mismo.

—Así que el SHEVA es un especialista —dijo Dicken, agitando la cabeza—. ¿Cómo demonios lo sabemos?

—Mira la nota al pie de página, Christopher, y el texto. «Mujeres con relación de pareja estable o aquellas que han mantenido numerosas relaciones sexuales.»

—¿Cuántos casos hasta ahora? ¿Cinco mil?

—Seis mil doscientas mujeres y sólo unos sesenta o setenta hombres, todos ellos parejas de mujeres infectadas. El retrovirus se transmite sólo cuando existe exposición reiterada.

—Eso no es tan raro —dijo Dicken—. En ese caso, es similar al VIH.

—Exacto —dijo Salter; le palpitaba la boca—. Dios les tiene manía a las mujeres. La infección comienza en la mucosa de los conductos nasales y los bronquios, a continuación se desarrolla una inflamación leve de los alvéolos, entra en la corriente sanguínea, ligera inflamación de los ovarios... y desaparece. Molestias, algo de tos, dolor de barriga. Y si la mujer se queda embarazada, hay muchas posibilidades de que sufra un aborto.

—Esa información debería ser suficiente para Mark —dijo Dicken—. Pero vamos a reforzarlo más. Necesita asustar a un grupo de votantes más significativo que el de las mujeres jóvenes. ¿Qué hay de los viejos? —La miró esperanzado.

—Las mujeres de edad avanzada no se contagian —dijo—. Nadie menor de catorce años o mayor de sesenta. Mira la distribución. —Se inclinó y señaló un gráfico circular—. La edad media es treinta y uno.

—Es una locura. Mark pretende que le encuentre algún sentido a todo esto y que refuerce la presentación de la directora de los Servicios de Salud antes de las cuatro de la tarde.

—¿Otra reunión informativa? —preguntó Salter.

—Con el jefe del gabinete y el consejero científico. Esto es válido, y preocupante, pero conozco a Mark. Vamos a echar otro vistazo a los informes... Tal vez encontremos unos cuantos miles de ancianos muertos en el Zaire.

—¿Me estás pidiendo que falsifique los datos?

Dicken sonrió con malicia.

—Pues jódase, señor —dijo Salter suavemente, ladeando la cabeza—. No tenemos más estadísticas de Georgia. Tal vez podrías llamar a Tbilisi —sugirió—. O a Estambul.

—Parece que lleven candados en la boca —dijo Dicken—. No fui capaz de sacarles mucho, y se niegan a admitir que tengan algún caso en este momento. —Miró a Salter directamente.

Ella frunció la nariz.

—Por favor, me basta con un pasajero anciano saliendo de Tbilisi y derritiéndose en el avión —sugirió Dicken.

Salter dejó escapar una explosión de risa. Se quitó las gafas, las limpió y volvió a colocárselas.

—No tiene gracia. Las gráficas parecen graves.

—Mark quiere acentuar el dramatismo. Está llevando este asunto como si tuviese un pez en el anzuelo.

—No tengo mucha idea de política.

—Yo no pretendo tenerla —dijo Dicken—, pero cuanto más tiempo paso aquí, más aprendo.

Salter echó un vistazo en torno a la habitación como si fuera a derrumbarse sobre ella.

—¿Hemos terminado ya, Christopher?

Dicken sonrió.

—¿Empiezas a sentir claustrofobia?

—Es esta habitación —dijo Salter—. ¿No los oyes? —Se inclinó sobre la mesa con expresión tétrica. Dicken no siempre era capaz de saber si Jane Salter bromeaba o hablaba en serio—. Los chillidos de los monos.

—Sí —dijo Dicken con cara seria—. Trato de pasar fuera todo el tiempo que puedo.

En el despacho del director, en el Edificio 4, Augustine revisó rápidamente las estadísticas, ojeando las veinte páginas de números y gráficos generados por ordenador y dejándolas sobre la mesa.

—Muy tranquilizador —dijo—. A este paso habremos cerrado para finales de año. Ni siquiera sabemos si el SHEVA provoca abortos en todas las embarazadas, o si sólo es un teratógeno moderado. Dios. Pensé que esta vez lo teníamos, Christopher.

—Es válido, es preocupante y es público.

—Infravaloras el odio que sienten los republicanos hacia el CCE —dijo Augustine—. La Asociación Nacional del Rifle nos odia. Las compañías tabacaleras nos odian porque les pisamos los talones. ¿Has visto esos malditos carteles al final de la autopista? ¿Junto al aeropuerto? «Por fin un pito que vale la pena chupar.» ¿Qué era... Camel? ¿Marlboro?

Dicken se rió y agitó la cabeza.

—La directora de los Servicios de Salud se dirige a la boca del lobo. No está muy contenta conmigo, Christopher.

—Siempre están los resultados que traje de Turquía —dijo Dicken.

Augustine levantó las manos y se reclinó hacia atrás en el sillón, sujetándose con los dedos al borde de la mesa.

—Un hospital. Cinco abortos.

—Cinco, de cinco embarazos, señor.

Augustine se inclinó hacia delante.

—Fuiste a Turquía porque tu contacto te dijo que tenían un virus que provocaba abortos. Pero ¿por qué a Georgia?

—Hubo una escalada de abortos en Tbilisi hace cinco años. No pude conseguir ningún tipo de información en Tbilisi, nada oficial. Estuve tomando algo con el encargado de una funeraria... extraoficialmente. Me dijo que habían tenido un fuerte incremento de abortos en Gordi por la misma época.

Augustine no conocía esta parte. Dicken no lo había puesto en su informe.

—Sigue —dijo, sólo ligeramente interesado.

—Se produjo algún tipo de problema, no quiso decirme exactamente qué. Así que... fui hasta Gordi y encontré a la policía acordonando la zona. Hice algunas preguntas en bares locales y oí algo de una investigación de Naciones Unidas, con los rusos implicados. Llamé a Naciones Unidas. Me dijeron que le habían pedido a una americana que les ayudase.

—Y era...

—Kaye Lang.

—Vaya por Dios —dijo Augustine, frunciendo los labios en una breve sonrisa—. La mujer del momento. ¿Conocías su trabajo sobre los HERV?

—Claro.

—Así que... crees que alguien de Naciones Unidas se tropezó con algo y necesitó su asesoramiento.

—La idea pasó por mi mente, señor. Pero la llamaron porque conocía algo de patología forense.

—Ya, ¿en qué estabas pensando?

—Mutaciones. Defectos congénitos inducidos. Virus teratogénicos, tal vez. Y me preguntaba por qué los gobiernos querrían matar a los padres.

—Así que volvemos a estar igual —dijo Augustine—. Otra vez elucubrando.

Dicken hizo un gesto.

—Me conoces lo suficiente como para no pensar tal cosa, Mark.

—A veces no tengo ni la más mínima idea de cómo consigues tan buenos resultados.

—No había terminado el trabajo. Me hiciste volver y dijiste que teníamos algo consistente.

—Dios sabe que me he equivocado antes —dijo Augustine.

—No creo que estés equivocado. Probablemente esto es sólo el principio. Pronto tendremos más datos.

—¿Es lo que te dice tu instinto?

Dicken asintió.

Mark frunció el ceño y juntó las manos sobre la mesa.

—¿Recuerdas lo que sucedió en 1963?

—Sólo era un bebé entonces, señor. Pero he oído hablar de ello. Malaria.

—Yo tenía siete años. El Congreso cerró el grifo a toda la financiación para la eliminación de enfermedades causadas por insectos, incluida la malaria. La decisión más estúpida en toda la historia de la epidemiología. Millones de muertos por todo el mundo, nuevas cepas más resistentes... un desastre.

—De todas formas, el DDT no hubiese funcionado mucho tiempo más, señor.

—¿Quién sabe? —Augustine levantó dos dedos—. Los humanos se comportan como niños, saltando de una pasión a otra. De repente, la salud mundial ya no está de moda. Tal vez hemos exagerado el problema. Empezamos a no hacer caso de la muerte de los bosques tropicales, el calentamiento global todavía está más templado que hirviente. No ha habido ninguna plaga devastadora a escala mundial, y el norteamericano medio nunca se sintió realmente culpable por todo el asunto del Tercer Mundo. La gente se está cansando del Apocalipsis. Christopher, si en nuestro campo no surge pronto una crisis que se pueda justificar políticamente, nos aplastarán en el Congreso, y podría volver a suceder lo de 1963.

—Lo entiendo, señor.

Augustine expiró ruidosamente por la nariz y alzó los ojos para mirar las hileras de luces fluorescentes del techo.

—La DSS opina que nuestra manzana está todavía demasiado verde para ponerla sobre la mesa del presidente. Así que sufre una oportuna migraña. Ha aplazado la reunión de esta tarde para la semana próxima.

Dicken reprimió una sonrisa. La imagen de la directora de Salud fingiendo una jaqueca era impagable.

Augustine fijó la mirada en Dicken.

—Está bien, hueles algo, ve a por ello. Comprueba los registros de abortos en los hospitales de Estados Unidos durante el último año. Amenaza a Turquía y a Georgia con denunciarles ante la Organización Mundial de la Salud. Diles que les acusaremos de romper los tratados de cooperación. Te apoyaré. Descubre quién ha ido a Oriente próximo y Europa y ha vuelto con SHEVA y tal vez sufrido uno o dos abortos. Tenemos una semana, y si no es en ti y en un SHEVA más mortífero, tendré que apoyarme en una espiroqueta desconocida que afecta a unos cuantos pastores de Afganistán... que mantienen relaciones con ovejas. —Augustine fingió temor—. Sálvame, Christopher.

13. Cambridge, Massachussets

Kaye estaba exhausta. Se sentía como una reina, durante la última semana la habían tratado con el respeto y la adoración amistosa con que los científicos saludan a aquel a quien, después de ciertas adversidades, se le ha reconocido el haber sabido ver más lejos. No había sufrido el tipo de críticas e injusticias que otros en el campo de la biología habían experimentado durante los últimos ciento cincuenta años, desde luego nada como lo que su héroe, Charles Darwin, había tenido que afrontar. Ni siquiera como lo que Lynn Margulis había tenido que aguantar con la teoría de las células eucariotas. Pero sí había tenido sus problemillas...

Cartas escépticas e irritadas en las revistas, de los genetistas más conservadores, convencidos de que estaba persiguiendo una quimera; comentarios durante los congresos, de hombres sonrientes y paternalistas y mujeres convencidas de que estaban más cerca de un descubrimiento importante... Más arriba en la escalera del éxito, más cerca del pódium del Conocimiento y del Reconocimiento.

A Kaye no le importaba. Eso era la ciencia, demasiado humana y era mejor que fuese así. Pero entonces había surgido la pelea personal de Saul con el editor de
Cell
, torpedeando cualquier posibilidad que pudiese haber tenido de publicar allí. En vez de eso, había acudido a
Virology
, una buena revista, pero un peldaño más abajo. Nunca había conseguido llegar hasta
Science
o
Nature
. Había ascendido un buen tramo, y luego se había atascado.

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