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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (12 page)

BOOK: La radio de Darwin
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—¡Tonterías! —dijo feliz, y se levantó para contestar.

11. Innsbruck, Austria

El hospital trasladó a Mitch a una habitación individual como muestra de respeto a su reciente notoriedad. Se alegró de perder de vista a los alpinistas, aunque apenas importaba lo que sintiese o pensase.

Un entumecimiento emocional, casi completo, se había apoderado de él durante los últimos dos días. Ver su foto en los telediarios, en la BBC y en
Sky World
, y en los periódicos locales, le había demostrado lo que ya sabía: todo había terminado. Estaba acabado.

Según la prensa de Zürich, era el «único superviviente de una expedición de ladrones de cuerpos». En Munich era el «secuestrador de un antiguo Bebé de los Hielos». En Innsbruck le llamaban simplemente «científico/ladrón». Todos comentaban su ridícula historia sobre momias neandertales, amablemente divulgada por la policía de Innsbruck. Todos hablaban de su robo de «huesos de indios americanos», en el «noroeste de Estados Unidos».

Lo describían extensamente como un americano estrafalario, pasando una mala racha y desesperado por conseguir publicidad.

El Bebé de los Hielos había sido trasladado a la Universidad de Innsbruck, donde iba a ser estudiado por un equipo dirigido por
Herr Doktor Professor
Emiliano Luria. El propio Luria iría esa tarde para hablar con Mitch sobre el hallazgo.

Mientras necesitasen la información que tenía Mitch lo mantendrían al tanto, todavía lo considerarían en cierto modo un científico, investigador o antropólogo. Sería algo más que un ladrón. Cuando dejase de serles de utilidad, entonces llegaría el vacío más profundo y oscuro.

Contempló la pared con mirada vacía, mientras una voluntaria de edad avanzada introducía un carrito con ruedas en la habitación, repartiendo la comida. Era una sonriente mujer enana, de un metro y medio de altura, setenta y tantos años y la cara como una manzana arrugada, que hablaba apresuradamente en alemán con suave acento vienés. Mitch no entendía mucho de lo que decía.

La anciana voluntaria extendió la servilleta y se la colocó. Frunció los labios y se apartó para examinarle.

—Coma —aconsejó.

Frunció el ceño y añadió,

—Un maldito joven americano,
¿nein?
No me importa quién es usted. Coma o se pondrá enfermo.

Mitch alzó el tenedor de plástico, la saludó con él y empezó a picotear el pollo y el puré de patatas del plato. Al salir, la vieja encendió el televisor que se encontraba en la pared frente a la cama.

—Demasiado silencio —dijo, agitando la mano adelante y atrás en su dirección, reprendiéndole con una bofetada a distancia. A continuación salió por la puerta, empujando el carrito.

El televisor sintonizaba
Sky News
. Primero vino un reportaje sobre la destrucción final, pospuesta durante años, de un gran satélite militar. Un vídeo espectacular, desde la isla Sajalín, siguió los llameantes últimos momentos del objeto. Mitch contempló las imágenes ampliadas de la oscilante y centelleante bola de fuego. Obsoleto, inútil, derribado envuelto en llamas.

Agarró el mando a distancia y estaba a punto de apagar el televisor de nuevo cuando el recuadro de una atractiva joven, con el pelo corto y oscuro cayéndole en ondas sobre la cara y ojos grandes, ilustró una historia sobre un importante descubrimiento biológico en Estados Unidos.

—Un provirus humano, oculto clandestinamente en nuestro ADN durante millones de años, ha sido asociado a un nuevo tipo de gripe que ataca sólo a las mujeres —comenzó el presentador—. A la doctora Kaye Lang de Long Island, Nueva York, bióloga molecular, se le atribuye el haber predicho este increíble invasor que procede del pasado de la humanidad. Michael Hertz está en Long Island en estos momentos.

Hertz se mostró solemnemente sincero y respetuoso durante la conversación con la joven, en el exterior de una casa grande y elegante, verde y blanca.

Lang mostraba cierta desconfianza hacia la cámara.

—Nos hemos enterado por el Centro para el Control de Enfermedades, y ahora por el Instituto Nacional de la Salud, de que esta nueva variedad de gripe ha sido identificada positivamente en San Francisco y en Chicago, y hay una identificación pendiente en Los Ángeles. ¿Piensa usted que ésta podría ser la epidemia de gripe que el mundo ha temido desde 1918?

Lang miró nerviosa a la cámara.

—En primer lugar, no es realmente una gripe. No se parece a ningún virus de la gripe, en realidad no se asemeja a ningún virus relacionado con resfriados o gripe... no es como ninguno de ellos. Y por el momento parece que sólo provoca síntomas en las mujeres.

—¿Podría describirnos usted este nuevo, o más bien muy antiguo, virus? —preguntó Hertz.

—Es grande, de unas ochenta kilobases, o sea...

—Más concretamente, ¿qué tipo de síntomas causa?

—Es un retrovirus, un virus que se reproduce transcribiendo su material genético ARN en ADN e insertándolo en el ADN de la célula anfitrión. Como el VIH. Parece bastante específico de los humanos...

Las cejas del periodista se alzaron con alarma.

—¿Es tan peligroso como el virus del sida?

—No he oído nada que me haga pensar que es peligroso. Lo hemos transportado en nuestro propio ADN durante millones de años; en ese sentido, al menos, no es como el retrovirus VIH.

—¿Cómo pueden saber nuestras espectadoras si tienen esta gripe?

—El CCE ha descrito los síntomas, y yo no sé nada más que lo que ellos han anunciado. Fiebre moderada, dolor de garganta, tos.

—Eso podría describir cientos de virus diferentes.

—Exacto —dijo Lang, y sonrió. Mitch estudió su rostro, su sonrisa, sintiendo una profunda punzada—. Mi consejo es que se mantengan atentas a las noticias.

—Entonces, ¿qué convierte a este virus en algo tan importante, si no mata y sus síntomas son tan suaves?

—Es el primer HERV, retrovirus endógeno humano, que se vuelve activo, el primero que escapa de los cromosomas humanos y se transmite lateralmente.

—¿Qué significa se transmite lateralmente?

—Significa que es infeccioso. Puede pasar de un humano a otro. Durante millones de años se ha transmitido verticalmente, pasando de padres a hijos a través de sus genes.

—¿Existen en nuestras células otros virus antiguos?

—Las estimaciones más recientes son que al menos un tercio de nuestro genoma podría consistir en retrovirus endógenos. En ocasiones forman partículas en el interior de las células, como si estuviesen tratando de salir de nuevo, pero ninguna de esas partículas había sido eficaz... hasta ahora.

—¿Es razonable decir que esos virus remanentes fueron domesticados o neutralizados hace mucho tiempo?

—Es algo complejo, pero podría decirse así.

—¿Cómo se introdujeron en nuestros genes?

—En algún momento de nuestro pasado, un retrovirus infectó células germinales, células sexuales como los óvulos o espermatozoides. No sabemos qué síntomas podría haber causado la enfermedad en aquel momento. De algún modo, a lo largo del tiempo, el provirus, la representación vírica enterrada en nuestro ADN, se fragmentó o mutó o simplemente se desactivó. Supuestamente, en la actualidad esas secuencias de ADN retrovírico son tan sólo chatarra. Pero hace tres años planteé que los fragmentos de provirus situados en diferentes cromosomas humanos podían representar en su conjunto un retrovirus activo. Todas las proteínas y el ARN necesarios que se encuentran flotando en el interior de la célula podrían combinarse para formar una partícula completa e infecciosa.

—Y así ha resultado ser. La ciencia especulativa marchando valientemente por delante de la ciencia real...

Mitch apenas oía lo que decía el periodista, en lugar de eso se fijaba en los ojos de Lang: grandes, todavía preocupados, pero sin perder detalle. Mirada intensa. Los ojos de una superviviente.

Apagó el televisor y se recostó para descansar, para olvidar. Le dolía la pierna dentro de la escayola.

Kaye Lang estaba a punto de conseguir una medalla de bronce, ganando una partida importante en el juego de la ciencia. Mitch, en cambio, había tenido en las manos la medalla de oro... y la había dejado caer, arrojándola al hielo, perdiéndola para siempre.

Una hora después le despertó un golpe autoritario en la puerta.

—Adelante —dijo, y se aclaró la garganta.

Un enfermero vestido de verde almidonado acompañaba a tres hombres y a una mujer, todos de mediana edad, todos con indumentaria conservadora. Entraron y ojearon la habitación como si estuviesen buscando posibles vías de huida. El más bajo de los tres hombres avanzó y se presentó. Le tendió la mano.

—Soy Emiliano Luria, del Instituto para Estudios Humanos. Estos son mis colegas de la Universidad de Innsbruck,
Herr Professor
Friedrich Brock...

Nombres que Mitch olvidó casi de inmediato. El enfermero trajo dos sillas más del pasillo y luego se quedó junto a la puerta en posición de descanso, con los brazos cruzados y elevando la nariz como un guarda de palacio.

Luria le dio la vuelta a la silla, el respaldo hacia delante, y se sentó. Los gruesos cristales redondos de sus gafas lanzaron destellos bajo la luz grisácea que se filtraba por las cortinas de la ventana.

Se fijó en Mitch con atención, emitió un débil hum y miró al enfermero.

—Estaremos bien solos —dijo—. Déjenos, por favor. ¡Nada de historias para los periódicos ni de malditas cacerías de cuerpos por los glaciares!

El enfermero asintió amablemente y salió de la habitación.

Luria le pidió a la mujer, delgada, de mediana edad, seria, con facciones fuertes y abundante pelo gris recogido en un moño, que se asegurase que el enfermero no estaba escuchando. Ella se acercó a la puerta y miró fuera.

—El inspector Haas de Viena me ha asegurado que no tienen mayor interés en este asunto —le dijo Luria a Mitch, después de haber cumplido esas formalidades—. Esto es entre usted y nosotros, y trabajaré con los italianos y suizos, si es preciso cruzar alguna frontera. —Sacó un gran mapa desplegable del bolsillo, y el doctor Block o Brock o como se llamase alargó una caja que contenía varias fotografías tomadas en los Alpes.

—Bien, joven —dijo Luria, con los ojos borrosos tras las gruesas lentes—, ayúdenos a reparar el daño que ha causado a la ciencia. Esas montañas, donde le encontraron, no nos resultan desconocidas. El verdadero Hombre de los Hielos fue hallado en una cordillera cercana. Han sido montañas muy transitadas durante miles de años, tal vez una ruta comercial, o sendas seguidas por los cazadores.

—No creo que siguiesen ninguna ruta comercial —dijo Mitch—. Creo que estaban huyendo.

Luria ojeó sus notas. La mujer se acercó más a la cama.

—Dos adultos, en muy buenas condiciones físicas, excepto por la herida que tenía la mujer en el abdomen.

—Una herida de lanza —dijo Mitch. La habitación quedó en silencio por un momento.

—He hecho algunas llamadas y he hablado con gente que le conoce. Me han dicho que su padre viene a sacarle del hospital y he hablado con su madre...

—Por favor,
Professor
, vaya al grano —dijo Mitch.

Luria arqueó las cejas y reordenó los papeles.

—Me han dicho que era usted un científico muy bueno, concienzudo, un experto en organizar y realizar excavaciones meticulosas. Usted encontró el esqueleto conocido como Hombre de Pasco. Cuando los nativos americanos protestaron y reclamaron al Hombre de Pasco como uno de sus antepasados, usted se llevó los huesos de allí.

—Para protegerlos. Habían aparecido en una ribera y estaban en la orilla del río. Los indios querían enterrarlos de nuevo. Los huesos eran demasiado importantes para la ciencia. No podía dejar que sucediese eso.

Luria se inclinó.

—Creo que el Hombre de Pasco murió de una herida de lanza infectada en el muslo, ¿no es así?

—Es posible.

—Parece tener olfato para antiguas tragedias —dijo Luria, rascándose la oreja con un dedo.

—La vida era muy dura entonces.

Luria asintió.

—En Europa, cuando encontramos un esqueleto, no tenemos esos problemas. —Sonrió a sus colegas—. No sentimos respeto por nuestros muertos... los desenterramos, los exponemos, les cobramos a los turistas por verlos. Así que para nosotros, esto no es necesariamente una mancha importante en su carrera, aunque parece haber provocado el fin de la relación con su institución.

—Corrección política —dijo Mitch, intentando no sonar demasiado cáustico.

—Es posible. Estoy encantado de escuchar a alguien con su experiencia... pero, doctor Rafelson, lamentablemente, lo que usted ha descrito es muy improbable. —Luria apuntó a Mitch con el bolígrafo—. ¿Qué parte de su historia es verdadera, y cuál es falsa?

—¿Por qué iba a mentir? —preguntó Mitch—. Mi vida ya se ha ido al infierno.

—¿Tal vez para mantener el contacto con la ciencia? ¿Para no verse apartado repentinamente de la antropología?

Mitch sonrío con tristeza.

—Puede que lo hiciese —dijo—, pero no me inventaría una locura como ésta. El hombre y la mujer de la cueva tenían claras características neandertales.

—¿En qué criterios basa la identificación? —preguntó Brock, interviniendo en la conversación por primera vez.

—El doctor Brock es un experto en neandertales —dijo Luria, respetuosamente.

Mitch describió los cuerpos lenta y cuidadosamente. Podía cerrar los ojos y verlos como si estuviesen flotando sobre la cama.

—Es consciente de que diferentes investigadores utilizan criterios diferentes para describir a los supuestos neandertales —dijo Brock—. Tempranos, tardíos, intermedios, de diferentes regiones, esbeltos o robustos, tal vez diferentes grupos raciales dentro de la subespecie. A veces las distinciones son tantas que un observador podría confundirse.

—No eran
Homo sapiens sapiens
. —Mitch se sirvió un vaso de agua y se ofreció a servir más vasos. Luria y la mujer aceptaron. Brock negó con la cabeza.

—Bien, si los encontramos, podremos resolver este problema fácilmente. Siento curiosidad por su opinión sobre la cronología en la evolución humana...

—No soy dogmático —dijo Mitch.

Luria meneó la cabeza,
comme ci
,
comme ça
, y revisó algunas páginas de notas.

—Clara, por favor, páseme ese libro grande de ahí. He marcado algunas fotos y planos, de dónde podría haber estado antes de que le encontrasen. ¿Le resulta familiar alguna de éstas?

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