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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (58 page)

BOOK: La radio de Darwin
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—¿Qué ponen en estas cosas? —preguntó, mientras masticaba el último trozo.

—Son buenos —dijo Merton.

—No debí haber dicho nada —dijo Maria a modo de disculpa, sintiendo todavía la emoción del relato de la camarera.

—Todos creemos en el futuro —dijo Mitch—. No estaríamos aquí si nos hubiésemos quedado encerrados en nuestras chozas.

—Tenemos que decidir qué podemos decir, cuáles son nuestras limitaciones —dijo Wendell—. Tengo muy poco trecho antes de salirme de mis conocimientos de experto y de lo que el departamento tolerará, incluso si afirmo hablar desde una posición estrictamente personal.

—Valor, Wendell —dijo Merton—. ¿Un frente sólido, Freddie?

Brock bebió del espumoso vaso de cerveza. Lo miró con expresión perruna.

—No puedo creer que estemos todos aquí, que hayamos llegado tan lejos —dijo—. Los cambios se encuentran tan cercanos que siento miedo. ¿Sabéis qué va a suceder cuando presentemos nuestros descubrimientos?

—Vamos a ser crucificados en casi todas las revistas científicas del mundo —dijo Packer y se echó a reír.

—No en
Nature
—dijo Merton—. He estado haciendo algo de trabajo de zapa. Un golpe de estado periodístico y científico. —Sonrió.

—No, por favor, amigos —dijo Brock—. Dad un paso atrás por un momento y pensad. Acabamos de superar el cambio de milenio y ahora estamos a punto de descubrir cómo llegamos a ser humanos. —Se quitó las gruesas gafas y se las limpió con la servilleta. Tenía unos ojos distantes y muy redondos—. En Innsbruck tenemos nuestras momias, atrapadas en el último periodo de cambio, que se produjo hace decenas de miles de años. La mujer debió de haber sido más valiente y dura de lo que podemos imaginar, pero sabía muy poco. Doctora Lang, usted sabe muchas cosas pero aún así sigue adelante. Su valor es quizás aún más maravilloso. —Levantó el vaso de cerveza—. Lo menos que puedo hacer es ofrecerle un brindis de todo corazón.

Todos levantaron las copas. Kaye sintió que el estómago le daba la vuelta otra vez, pero no se trataba de una sensación desagradable.

—A Kaye —dijo Friedrich Brock—, La nueva Eva.

77. Seattle

12 DE AGOSTO

Kaye se quedó sentada en el viejo Buick para protegerse de la lluvia. Mitch paseaba por entre las filas de coches buscando uno del tipo que ella le había especificado: pequeño, de finales de los noventa, japonés o Volvo, quizás azul o verde, y miraba hacia donde ella estaba esperándole, con la ventanilla bajada para tomar aire.

Se quitó el sombrero mojado y sonrió.

—¿Qué tal esta belleza? —señaló a un Caprice negro.

—No —dijo Kaye con seriedad. A Mitch le encantaban los viejos coches grandes americanos. Se sentía como en casa en sus espaciosos interiores. Podía llevar herramientas y trozos de roca en el portaequipaje. Le hubiese encantado comprar un camión, y lo habían discutido durante días. Kaye no se oponía a la tracción en las cuatro ruedas, pero no habían visto nada que se pudiesen permitir. Quería tener una buena reserva en el banco en caso de emergencia. Había fijado un límite de doce mil dólares.

—Soy un hombre mantenido —dijo, sosteniendo con tristeza el sombrero e inclinando la cabeza frente al Caprice.

Kaye hizo ver que no le oía. Por alguna razón, llevaba toda la mañana de mal humor... Durante el desayuno le había respondido con brusquedad al pobre, castigo que Mitch aceptaba con enfurecedora conmiseración. Lo que ella buscaba era una pelea de verdad, para poner en marcha la sangre y las ideas... para poner en marcha el cuerpo. Estaba harta de la sensación insistente que tenía en el vientre desde hacía tres días. Estaba harta de esperar, de intentar aceptar lo que llevaba.

Lo que Kaye deseaba más que nada era castigar a Mitch por estar de acuerdo en que ella se quedase embarazada, y haber iniciado así todo aquel lento y terrible proceso.

Mitch se acercó a la segunda fila y miró las pegatinas. Una mujer bajó los escalones de madera del trailer que servía de oficina y habló con él.

Kaye los observó con suspicacia. Se odiaba, odiaba sus malditas y caóticas emociones. Nada de lo que pensaba tenía sentido.

Mitch señaló un Lexus usado.

—Demasiado caro —murmuró Kaye para sí mientras se mordía las cutículas—. Mierda y mierda. —Le pareció que se había mojado los panties. El flujo continuaba, pero no venía de la vejiga. Lo sentía entre las piernas.

—¡Mitch! —gritó.

Él volvió corriendo, abrió de un golpe la puerta del conductor, se metió dentro de un salto y arrancó cuando el primer puñetazo de dolor se hundió en el cuerpo de Kaye, obligándola a doblarse. Estuvo a punto de golpearse contra el salpicadero. Él la ayudó a enderezarse con una mano.

—¡Oh, Dios! —rugió Kaye.

—Nos vamos —dijo Mitch. Se dirigió por Roosevelt y torció al oeste en la 45, esquivando a los coches en el paso elevado y metiéndose en la autopista de un volantazo a la izquierda.

El dolor ya no era intenso. Parecía que tenía el estómago lleno de agua helada y se le estremecían las caderas.

—¿Cómo va? —preguntó Mitch.

—Da miedo —respondió ella—. Es tan extraño.

Mitch llegó a los ciento treinta.

Kaye sintió como un pequeño movimiento interno. Tan súbito, tan natural, tan inexpresable. Intentó apretar las piernas. No estaba segura de saber qué sentía, qué había sucedido exactamente. El dolor casi había desaparecido.

Para cuando llegaron a la entrada de emergencia del Marine Pacific, Kaye estaba razonablemente segura de que todo había pasado.

Maria Konig les había recomendado a la doctora Felicity Galbreath después de que Kaye se enfrentase a la resistencia de varios obstetras renuentes a ocuparse de un embarazo SHEVA. Su propia compañía le había cancelado el seguro médico; SHEVA venía cubierto como enfermedad y no como un embarazo natural.

La doctora Galbreath trabajaba en varios hospitales, pero tenía la oficina en el Marine Pacific, el enorme hospital marrón y Art Déco construido durante la depresión, que miraba a la autopista, el lago Union y a gran parte del oeste de Seattle. También daba clases dos días por semana en la Universidad Western Washington, y Kaye se preguntaba de dónde sacaba el tiempo para tener otra vida.

Galbreath, alta y rolliza, de hombros redondeados, un rostro agradable y corriente, y una cabeza pequeña cubierta de pelo rubio pardusco, llegó a la habitación de Kaye veinte minutos después de que la ingresasen. La enfermera residente y un médico general la habían limpiado y reconocido. Una comadrona que Kaye no conocía también la examinó; había sabido del caso de Kaye por un breve artículo en el
Seattle Weekly
.

Kaye estaba sentada en la cama con la espalda arqueada, pero por lo demás se sentía cómoda y bebía un vaso de zumo de naranja.

—Bien, ya ha sucedido —dijo Galbreath.

—Sucedió —fue el débil eco de Kaye.

—Me han contado que te va bien.

—Ahora me siento mejor.

—Lamento mucho no haber llegado antes. Me encontraba en el Centro Médico de la UW.

—Creo que todo pasó antes de que me ingresasen —dijo Kaye.

—¿Cómo te sientes?

—Fatal. Con buena salud, pero fatal.

—¿Dónde está Mitch?

—Le dije que me trajese el bebé. El feto.

Galbreath la miró con una mezcla de irritación y asombro.

—¿No estás llevando el aspecto científico demasiado lejos?

—Tonterías —respondió Kaye con furia.

—Podrías sufrir un trauma emocional.

—Más tonterías. Se lo llevaron sin decirme nada. Necesito verlo. Necesito saber qué ha sucedido.

—Una rechazo de primera fase. Ya sabes el aspecto que tienen —dijo Galbreath con voz tranquila, comprobando el pulso de Kaye y observando el monitor. Por precaución, le habían puesto un gotero de solución salina.

Mitch regresó con una pequeña bandeja metálica cubierta con un trapo.

—Iban a enviarlo a... —Levantó la vista, tenía el rostro pálido como una sábana—. No sé dónde. Tuve que lanzar algunos gritos.

Galbreath los miró con expresión de total autocontrol.

—Son sólo tejidos, Kaye. El hospital debe enviarlo al centro de autopsia del Equipo Especial. Es la ley.

—Es mi hija —dijo Kaye mientras se le derramaban las lágrimas por las mejillas—. Quiero verla antes de que se la lleven. —Empezó a sollozar sin control. La enfermera metió la cabeza, vio a Galbreath y se quedó plantada en el quicio con expresión de impotencia y de preocupación.

Galbreath le quitó la bandeja a Mitch, quien se alegró de cedérsela. Esperó hasta que Kaye se calmase.

—Por favor —dijo Kaye. Galbreath le colocó la bandeja suavemente en el regazo.

La enfermera se fue cerrando la puerta.

Mitch se volvió cuando Kaye retiró la tela.

Descansando sobre una superficie de hielo picado, metido dentro de una bolsa de plástico con cierre, no mayor que un ratoncillo de laboratorio, se encontraba la hija intermedia. Su hija. Kaye la había estado alimentando, llevando y protegiendo durante más de noventa días.

Durante un momento, se sintió extrañamente incómoda. Alargó un dedo para dibujar el contorno de la bolsa, la corta y doblaba espina más allá del límite del roto y diminuto amnios. Acarició la cabeza, comparativamente grande, sin rostro, descubriendo pequeñas rendijas para los ojos, una boca arrugada como la de un conejo y bien cerrada, y pequeños salientes donde podrían ir brazos y piernas. La pequeña placenta púrpura se encontraba bajo el amnios.

—Gracias —le dijo al feto.

Cubrió la bandeja. Galbreath intentó retirarla, pero Kaye le agarró la mano.

—Déjamela unos minutos —dijo—. Quiero asegurarme de que no está sola. Allá donde vaya.

Galbreath se reunió con Mitch en la sala de espera. Él estaba sentado, con la cabeza entre las manos, en una pálida silla de roble blanqueado ante un fondo marino pastel enmarcado en fresno.

—Tienes aspecto de necesitar una copa —le dijo.

—¿Sigue dormida Kaye? —preguntó Mitch—. Quiero estar con ella.

Galbreath asintió.

—Puedes entrar cuando quieras. La he examinado. ¿Quieres conocer los detalles?

—Por favor —le dijo Mitch mientras se frotaba la cara—. No sabía que iba a reaccionar de esa forma. Lo siento.

—No es necesario. Es una mujer valiente que cree saber lo que quiere. Bien, todavía está embarazada. El tapón mucoso secundario parece estar en posición. No se produjo ningún trauma, ni hemorragia; una separación de libro de texto, si alguien se hubiese tomado la molestia de escribir un libro sobre estas cosas. El hospital realizó una biopsia rápida. Se trata definitivamente de un rechazo SHEVA de primera fase. Se ha confirmado el número de cromosomas.

—¿Cincuenta y dos? —preguntó Mitch.

Galbreath asintió.

—Como en todos los demás casos. Deberían ser cuarenta y seis. Una gran anormalidad cromosómica.

—Se trata de un tipo diferente de normalidad —dijo Mitch.

Galbreath se sentó a su lado y cruzó las piernas.

—Esperemos que así sea. Haremos más pruebas en unos meses.

—No sé qué siente una mujer tras algo así —dijo él lentamente, cruzando y descruzando los brazos—. ¿Qué le puedo decir?

—Déjala dormir. Cuando se despierte, dile que la quieres y que es valiente y maravillosa. Esta parte probablemente le acabará pareciendo un mal sueño.

Mitch la miró fijamente.

—¿Qué le digo si el siguiente tampoco llega a buen término?

Galbreath inclinó la cabeza hacia un lado y se pasó un dedo por la mejilla.

—No lo sé, señor Rafelson.

Mitch rellenó los formularios de alta y repasó el informe médico adjunto, firmado por Galbreath. Kaye dobló el camisón y lo metió en una pequeña maleta, luego se dirigió con rigidez hacia el baño y guardó el cepillo de dientes.

—Me duele todo —dijo con una voz que resonaba a través de la puerta abierta.

—Puedo conseguirte una silla de ruedas —comentó Mitch. Ya casi había salido por la puerta cuando Kaye salió del baño y lo detuvo poniéndole una mano en el hombro.

—Puedo caminar. Ya hemos terminado con esta parte, y la idea me hace sentir mucho mejor. Pero... cincuenta y dos cromosomas, Mitch. Desearía saber qué significa.

—Todavía hay tiempo —dijo Mitch.

El primer impulso de Kaye fue dirigirle una mirada de reprimenda, pero la expresión de Mitch le indicó que no sería justo, que él se sentía tan vulnerable como ella.

—No —dijo, con calma.

Galbreath llamó en el marco de la puerta.

—Pasa —dijo Kaye. Cerró la maleta. La doctora entró acompañada de un joven, con aspecto de sentirse incómodo, vestido con un traje gris.

—Kaye, éste es Ed Gianelli. Es el representante legal de la Situación de Emergencia para Marina Pacific.

—Señora Lang, señor Rafelson. Lamento las molestias. Debo obtener algunos datos personales y una firma, según el acuerdo del estado de Washington para cumplir la Ley de Emergencia federal, según acuerdo de la legislatura del estado el 22 de julio de este año, y firmado por el gobernado el 26 de julio. Pido disculpa por los inconvenientes en una hora tan dolorosa...

—¿Qué es? —preguntó Mitch—. ¿Qué tenemos que hacer?

—Todas las mujeres que porten fetos SHEVA de segunda fase deben registrarse con la Oficina de Situación de Emergencia y aceptar someterse a un seguimiento médico. Puede aceptar tener esas visitas con la doctora Galbreath, siendo la obstetra que figura en el informe, y ella realizará las pruebas estándar.

—No vamos a registrarnos —dijo Mitch—. ¿Estás lista para irte? —le preguntó a Kaye pasándole el brazo por encima.

Gianelli se agitó incómodo.

—No voy a repasar las razones, señor Rafelson, pero el registro y el seguimiento han sido ordenados por el Comité de Sanidad del Condado de King, en acuerdo con las leyes federales y estatales.

—No reconozco esa ley —dijo Mitch con firmeza.

—La multa es de quinientos dólares por cada semana de negativa —dijo Gianelli.

—Es mejor no darle demasiada importancia —dijo Galbreath—. Es una especie de suplemento al certificado de nacimiento.

—El niño no ha nacido todavía.

—Entonces considérenlo un suplemento al informe médico postrechazo —dijo Gianelli levantando los hombros.

—No hubo rechazo —dijo Kaye—. Lo que hacemos es natural.

Gianelli levantó las manos exasperado.

—Todo lo que necesito es su dirección actual y un permiso para acceder a sus informes médicos, con la doctora Galbreath y su abogado, si lo desean, controlando lo que vemos.

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