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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (60 page)

BOOK: La radio de Darwin
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ENERO

—Aquí tienes las reuniones para los próximos días. —Florence Leighton le pasó a Augustine una pequeña hoja de papel, que encajaba en el bolsillo de la camisa y podía así consultarse de inmediato, como a él le gustaba. La lista crecía y crecía; esa misma tarde iba a reunirse con el gobernador de Nebraska, y si le quedaba tiempo, se reuniría con un grupo de columnistas financieros.

Y luego cenaría a las siete con una encantadora dama a la que le importaba un carajo su importancia en las noticias y su fama de incansable adicto al trabajo. Mark Augustine cuadró los hombros y pasó el dedo por la lista antes de doblarla, gesto que era su forma de indicarle a la señora Leighton que daba su aprobación.

—Y aquí tienes algo extraño —añadió—. No tiene cita, pero dice que está seguro de que usted le recibirá. —Dejó caer una tarjeta de visita sobre la mesa y lo miró con ojos arqueados—. Un diablillo.

Augustine miró el nombre y sintió un ligero pinchazo de curiosidad.

—¿Le conoces? —preguntó la mujer.

—Es periodista —dijo Augustine—. Un reportero científico que ha metido los dedos en más de un pastel caliente.

—¿Pasteles de carne o fruta? —preguntó la señora Leighton.

Augustine sonrió.

—Vale. Responderé a su farol. Dile que tiene cinco minutos.

—¿Traigo café?

—Él tomará té.

Augustine ordenó la mesa y metió dos libros en un cajón. No quería que nadie supiese qué leía en esos momentos. Uno de los libros era una delgada monografía:
Elementos móviles como fuente de novedad genómica en las hierbas
. El otro era una novela popular de Robin Cook que acababa de publicarse, sobre el estallido de una importante e inexplicable enfermedad producida por un organismo nuevo, posiblemente venido del espacio. Normalmente, a Augustine le gustaban las novelas sobre epidemias, aunque durante el año pasado deliberadamente no había leído ninguna. Que ahora estuviese leyendo aquélla en concreto mostraba que estaba recuperando la confianza.

Se puso en pie y sonrió cuando entró Oliver Merton.

—Es agradable volver a verle, señor Merton.

—Gracias por recibirme, doctor Augustine —dijo Merton—. Me han puesto muchos problemas ahí fuera. Incluso se quedaron con mi libreta de notas.

Augustine puso cara de disculpa.

—Hay muy poco tiempo. Estoy seguro de que ha venido a contarme algo interesante.

—Así es. —Merton levantó la vista cuando entró la señora Leighton trayendo una bandeja con dos tazas.

—¿Té, señor Merton? —le preguntó la mujer.

Merton sonrió con vergüenza.

—Me gustaría tomar café. Llevo las últimas semanas en Seattle y he dejado de tomar té.

La señora Leighton sacó la lengua en dirección a Augustine y fue en busca de una taza de café.

—Es muy atrevida —comentó Merton.

—Hemos trabajado juntos durante momentos muy difíciles —le explicó Augustine—. Momentos muy intensos.

—Claro —respondió Merton—. En primer lugar, felicidades por conseguir que se retrasase la conferencia sobre el SHEVA en la Universidad de Washington.

Augustine parecía sorprendido.

—Algo relativo a retirar las becas del Instituto Nacional de Salud si se realizaba la conferencia, es todo lo que he conseguido sacar de mis fuentes en la universidad.

—No lo sabía —dijo Augustine.

—En lugar de eso, la vamos a celebrar en un pequeño motel en las afueras del campus. Y quizá la comida sea cortesía de un restaurante francés con un cocinero comprensivo. Para endulzar el chorro de limón. Si vamos a convertirnos definitivamente en bribones sin afiliación, al menos lo pasaremos bien.

—No suena muy objetivo, pero les deseo suerte —dijo Augustine.

La expresión de Merton se convirtió en una sonrisa de desafío.

—Me he enterado esta mañana por Friedrich Brock de que se han producidos muchos cambios en el personal que estudia las momias neandertales en la Universidad de Innsbruck. Una comisión científica interna llegó a la conclusión de que se estaban pasando por alto los hechos y que se había cometido un importante error científico.
Herr Professor
Brock ha sido llamado a Innsbruck. Ahora mismo está de camino.

—No sé por qué eso debería interesarme —dijo Augustine—. Nos quedan dos minutos.

La señora Leighton volvió con una taza de café. Merton dio un buen sorbo.

—Gracias. Van a tratar las tres momias como un grupo familiar, emparentado genéticamente. Y eso significa que van a reconocer la primera prueba sólida de especiación humana. Se ha detectado SHEVA en esos especímenes.

—Muy bien —comentó Augustine.

Merton unió las palmas. Florence lo observó con desinteresada curiosidad.

—Hemos llegado al punto más alto de un largo y rápido descenso a la verdad, doctor Augustine —dijo Merton—. Sentía curiosidad por saber cómo se tomaría la noticia.

Augustine tomo aire por la nariz.

—Lo que sucediese hace decenas de miles de años no afecta a nuestra evaluación sobre lo que sucede hoy. Ni un solo feto Herodes ha nacido vivo. Es más, ayer mismo, los científicos del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas nos han comunicado que esos fetos de segunda fase no sólo son proclives a un rechazo en el primer trimestre sino que son especialmente vulnerables a virtualmente todos los herpesvirus conocidos, incluyendo el Epstein-Barr. Mononucleosis. El noventa y cinco por ciento de todas las personas en la Tierra tiene el Epstein-Barr, señor Merton.

—¿Nada va a hacerle cambiar de opinión, doctor? —preguntó Merton.

—Todavía oigo un zumbido en el oído bueno después de la explosión de la bomba que mató a nuestro presidente. He lidiado con todos los ataques. Nada me hará cambiar de opinión excepto los hechos, actuales e importantes. —Augustine dio la vuelta a la mesa y se sentó en una esquina—. Les deseo lo mejor a la gente de Innsbruck, no importa quién lleve las investigaciones —dijo—. Hay misterios suficientes en biología para durarnos hasta el fin de los tiempos. Cuando venga por Washington de nuevo, pásese por aquí, señor Merton. Estoy seguro de que Florence lo recordará: té no, café.

Con la bandeja en equilibrio sobre el regazo, Dicken empujaba la silla de ruedas por la cafetería del Edificio Natcher, vio a Merton y se dirigió al extremo de la mesa.

Dejó la bandeja con una mano.

—¿Cómo fue el viaje en tren? —preguntó Dicken.

—Genial —dijo Merton—. Creo que deberías saber que Kaye Lang tiene una foto tuya sobre su mesa.

—Es un mensaje muy raro, Oliver —dijo Dicken—. ¿Por qué debería importarme?

—Porque creo que sentías por ella algo más que camaradería científica —dijo Merton—. Ella te escribió después de la bomba. No le contestaste.

—Si has venido a darme el coñazo, comeré en otro sitio —dijo Dicken y volvió a tomar la bandeja.

Merton levantó las manos.

—Lo siento. Es el instinto periodístico.

Dicken empujó la bandeja y colocó en posición la silla de ruedas.

—Paso la mitad del día esperando a sanar, temiendo que nunca volveré a recuperar el uso de las piernas y la mano... Intento tener fe en mi cuerpo. La otra mitad del día la paso en rehabilitación, empujando hasta que me duele. No tengo tiempo para lamentar las oportunidades perdidas. ¿Y tú?

—Mi novia de Leeds me dejó hace una semana. Nunca estoy en casa. Además, di positivo. Eso la asustó.

—Lo lamento —dijo Dicken.

—Acabo de pasar por el cubil de Augustine. Parece que se lo tiene muy creído.

—Las encuestas lo apoyan. La crisis sanitaria se ha convertido en política internacional. Los fanáticos nos hacen adoptar leyes represivas. Se trata de la ley marcial en todos sus detalles menos el nombre, y el Equipo Especial de Situación de Emergencia emite decretos médicos... Lo que significa que lo controlan casi todo. Ahora que Shawbeck lo ha dejado, Augustine es el número dos del país.

—Da miedo —dijo Merton.

—Muéstrame algo que no dé miedo —dijo Dicken.

Merton aceptó la respuesta.

—Estoy convencido de que Augustine está tirando de varios hilos para conseguir que se prohíba la conferencia del noroeste sobre el SHEVA.

—Es un burócrata consumado... Lo que significa que protegerá su posición usando todas las herramientas de que disponga.

—¿Qué hay de la verdad? —dijo Merton, arrugando la frente—. Simplemente no estoy acostumbrado a ver al gobierno decidiendo los debates científicos.

—Eres tan ingenuo, Oliver. Los británicos llevan años haciéndolo.

—Sí, sí, he tratado con suficientes ministros de gabinete para saberme la rutina. Pero ¿cuál es tu posición? Ayudaste a formar la coalición de Kaye... ¿Por qué Augustine no se limita a despedirte y sigue con sus cosas?

—Porque vi la luz —dijo Dicken desanimado—. O más bien, las tinieblas. Bebés muertos. Perdí la esperanza. Incluso antes, Augustine me manejó muy bien... Me mantuvo en un equilibrio aparente, dejándome implicarme en reuniones de política. Pero nunca me dio libertad suficiente para hacer ruido. Ahora... no puedo viajar, no puedo realizar las investigaciones que precisamos. Estoy incapacitado.

—¿Esterilizado? —se aventuró a decir Merton.

—Castrado —dijo Dicken.

—Al menos ¿no le susurras al oído, «Se trata de ciencia, gran César, podrías equivocarte»?

Dicken negó con la cabeza.

—El número de cromosomas es bastante claro. Cincuenta y dos cromosomas, en lugar de cuarenta y seis. Trisomal, tetrasomal... Podrían acabar teniendo síndrome de Down o algo peor. Si el Epstein-Barr no acaba con ellos.

Merton se había guardado lo mejor para el final. Le contó a Dicken los cambios en Innsbruck. Dicken lo escuchó con atención, entrecerrando el ojo ciego, luego apartó el ojo bueno para mirar a los ventanales y a la brillante luz del sol de primavera que se veía al otro lado.

Recordaba la conversación con Kaye antes de que ésta conociese a Rafelson.

—¿Así que Rafelson va a ir a Austria? —Dicken atacó con tenedor la suela guisada y el arroz de su plato.

—Si le invitan. Puede que siga siendo demasiado problemático.

—Esperaré el informe —dijo Dicken—. Pero no aguantaré la respiración.

—Crees que Kaye está arriesgando demasiado —le sugirió Merton.

—No sé por qué he pedido esta comida —dijo Dicken dejando el tenedor—. No tengo hambre.

81. Seattle

FEBRERO

—Parece que el bebé está bien —dijo la doctora Galbreath—. El desarrollo del tercer trimestre es normal. Hemos realizado los análisis y es lo que cabe esperar de un feto SHEVA de segunda fase.

A Kaye el comentario le pareció un poco frío.

—¿Niño o niña? —preguntó Kaye.

—Cincuenta y dos XX —dijo Galbreath. Abrió una carpeta marrón y le pasó a Kaye una copia del informe—. Una mujer cromosómicamente anormal.

Kaye miró el papel sintiendo los latidos del corazón. No se lo había contado a Mitch, pero había deseado una niña, para al menos eliminar algo de la distancia, de las diferencias con las que tendría que tratar.

—¿Hay duplicaciones o son cromosomas nuevos? —preguntó Kaye.

—Si supiésemos cómo decidir tal cosa, seríamos famosos —dijo Galbreath. Luego, con menos seriedad—. No lo sabemos. Un examen simple parece indicar que no hay duplicados.

—¿No hay un cromosoma 21 extra? —preguntó Kaye con calma, mirando la hoja de papel con sus filas de números y las pocas palabras explicativas.

—No creo que el feto padezca síndrome de Down —aventuró Galbreath—. Pero ya sabes lo que opino.

—Por los cromosomas extra.

Galbreath asintió.

—No tenemos forma de saber cuántos cromosomas tenían los neandertales —dijo Kaye.

—Si eran como nosotros, cuarenta y seis —dijo Galbreath.

—Pero no eran como nosotros. Sigue siendo un misterio. —Incluso esas palabras le sonaban frágiles a sí misma. Se puso en pie, con una mano en el vientre—. Por lo que puede ves, está sano.

Galbreath asintió.

—Pero la pregunta está ahí, ¿qué sé yo? Casi nada. Das positivos en herpes simples tipo uno, pero negativo en mono... es decir, Epstein-Barr. Nunca tuviste la varicela. Por amor de Dios, Kaye, mantente alejada de cualquiera que tenga varicela.

—Tendré cuidado —dijo Kaye.

—No sé qué más decirte.

—Deséame suerte.

—Te deseo toda la suerte del mundo, y del cielo. No hace que me sienta mejor como médico.

—Sigue siendo nuestra decisión, Felicity.

—Claro. —Galbreath hojeó más papeles hasta llegar al final de la carpeta—. Si fuese decisión mía, nunca verías lo que tengo que mostrarte. Hemos perdido nuestra apelación. Tenemos que registrar a todos nuestros pacientes SHEVA. Si no aceptas hacerlo, tendremos que registrarte nosotros.

—Entonces, hazlo —dijo Kaye con calma. Jugueteaba con uno de los pliegues del pantalón.

—Sé que os habéis mudado —dijo Galbreath—. Si entrego un registro incorrecto, Marine Pacific podría tener problemas, y a mí podrían convocarme ante una comisión de evaluación y encontrarme al final sin licencia. —Le ofreció a Kaye una mirada triste pero decidida—. Necesito vuestra dirección actual.

Kaye miró el formulario y luego negó con la cabeza.

—Te lo ruego, Kaye. Quiero seguir siendo tu médico hasta que esto termine.

—¿Termine?

—Hasta el parto.

Kaye volvió a negarse, con una mirada de fiera tozudez, como un conejo perseguido.

Galbreath bajó la vista a un extremo de la camilla de reconocimiento, con los ojos llenos de lágrimas.

—No tengo elección. Ninguno de nosotros la tiene.

—No quiero que nadie venga a llevarse a mi bebé —dijo Kaye fallándole el aliento y sintiendo las manos frías.

—Si no cooperas, no podré ser tu médico —dijo Galbreath. Se dio la vuelta bruscamente y salió de la sala. La enfermera vino a mirar segundos más tarde, vio a Kaye de pie, aturdida, y preguntó si necesitaba algo.

—No tengo médico —dijo Kaye.

La enfermera se hizo a un lado cuando Galbreath entró de nuevo.

—Por favor, dame tu nueva dirección. Sé que el Marine Pacific está resistiéndose a todos los intentos locales del Equipo Especial por ponerse en contacto con los pacientes. Pondré advertencias extras en tu historial. Estamos de tu parte, Kaye, créeme.

Kaye deseaba desesperadamente hablar con Mitch, pero él se encontraba en el distrito universitario, intentando completar las reservas de hotel para la conferencia. No deseaba interrumpirle.

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