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Authors: Francesc Miralles

La profecía 2013 (5 page)

—Aunque tuviera razón alguno de los dos —especulé—, no estamos hablando de ciencia exacta. Con tantos miles de días, no es difícil que los mayas se hayan descontado un par de semanas.

—He leído un poco sobre el tema —declaró tras dejar los cubiertos sobre el medio bistec que se había dejado— y les salen las cuentas. Para los mayas, la era actual se inició el 13 de agosto del 3114 antes de Cristo. Si le sumamos esos 144.000 días, nos lleva exactamente a esa fecha: el 21 de diciembre de 2012. Ese día termina un ciclo y empieza otro. En medio, la destrucción.

Había dicho esto último con especial pasión, como si casi deseara que aquella profecía tuviera su cumplimiento. Sin duda, sentía atracción por lo trágico.

—Bueno, supongamos que esa Navidad el mundo empieza a desmoronarse —empecé jugando con la hipótesis—. Diez días me parece un tiempo razonable para consumar la destrucción del planeta y el fin de nuestra era. Por lo tanto, el cálculo de Caravida también sería correcto: en el 2013, todos al garete.

A Elsa pareció divertirle que un extranjero empleara aquella expresión coloquial, ya que por primera vez en toda la noche sonrió abiertamente. Luego alzó el vaso de cerveza y declaró:

—Todo lo bueno se acaba algún día. Es ley de vida. Brindo por el fin del mundo.

9

Salí de Le Bistrot con la mente algo turbia por la sidra. Aunque había dormido toda la tarde, el sueño volvía a envolverme como una mortaja. Estaba a punto de despedirme de Elsa en la placita donde había aparcado, cuando ella me tomó la mano con sus dedos largos y fríos.

—El mundo es viejo, pero la noche es joven —dijo seductora—. ¿No quieres tomar una copa? Conozco un café con vistas al río.

Estaba ensayando mentalmente la excusa que iba a darle, cuando de improviso Elsa se abalanzó sobre mí con todo su cuerpo; caí de espaldas y di con la nuca contra el pavimento. Un instante después sentí que el suelo temblaba bajo el paso de un vehículo de gran tonelaje. Había intentado embestirnos.

—Me has salvado la vida —declaré mientras me incorporaba con la nuca empapada de sangre.

Elsa estaba a mi lado de rodillas y temblaba perceptiblemente.

—Hemos tenido suerte —dijo con un hilo de voz.

Seguí caminando junto a ella con el sentimiento de irrealidad de quien ha estado a punto de pasar al otro lado. Mi acompañante, sin embargo, parecía haberse recuperado del susto asombrosamente bien, exceptuando una leve cojera producto de la caída.

Tras un par de minutos de reflexivo silencio, respondí:

—Tal vez sí, pero la suerte no se puede tentar. Este atropellamiento fallido significa que alguien no quiere que nos metamos en el asunto de las cartas. Para mí es aviso suficiente.

—No mezcles las cosas —repuso mientras volvíamos a entrar en el coche—. Lo que acaba de suceder, mejor dicho, lo que podría haber sucedido, no tiene nada que ver con las cartas.

Elsa pisó suavemente el acelerador mientras yo le contestaba:

—No lo veo así. Es más, podría tratarse perfectamente de la misma furgoneta que reventó el escaparate de tu padre. Los ladrones aún andan por aquí y querían librarse de nosotros.

—Eso sería demasiado arriesgado por su parte, ya que la policía los está buscando ahora mismo. Además, conozco al hombre que iba en esa furgoneta.

Al oír esto me quedé petrificado. Esperé en silencio que la propia Elsa se explicara:

—Hará unos seis meses que metieron a mi novio en la cárcel. Yo no tenía ni idea de que traficaba con drogas y no he querido saber nada más de él. Sin embargo, él no acepta que hayamos cortado. Ha enviado a un amigo suyo, el de la furgoneta, para que me vigile.

—Para que te mate, diría yo —añadí atónito—, y de paso a mí contigo. Menuda pieza te buscaste como novio.

—Eso lo he comprendido demasiado tarde. Voy a tener que largarme de la ciudad una buena temporada.

—Tal vez sea lo mejor. Por lo que a mí respecta, mañana mismo me despediré de tu padre y volveré a casa. Éste ha sido un mal inicio.

—Es una lástima —suspiró al detener el descapotable delante del hotel—. Empezabas a caerme simpático.

Me despedí de ella alzando la mano y salí del coche a paso tranquilo. Cuando estaba a punto de llegar a la puerta del hotel, dos bocinazos entrecortados hicieron que me volviera hacia ella. Era Elsa, que me gritó:

—¿Qué haces mañana?

—Te lo acabo de decir: me marcho.

—¡Eso ya lo veremos! —respondió antes de arrancar el motor y salir de estampida.

Excitado por lo que había sucedido, tras cerrar con llave mi habitación, me senté en la cama con un libro de leyendas y misterios de Gerona que había tomado en la recepción.

Para un profano como yo era sorprendente saber, por ejemplo, que en 1286 un ejército de moscas habían salido furiosas del cuerpo de san Narciso para picar mortalmente a los soldados franceses que lo estaban profanando.

Tras el milagro de las moscas, pasé velozmente por otros temas peregrinos hasta detenerme en el capítulo dedicado a
El libro del fin del mundo
que se guarda en la catedral. No pude evitar relacionarlo con los estudios de Jung y Caravida, quien sin duda debía de conocer aquella obra.

Leí que se trataba de un códex —un libro escrito y pintado a mano— con comentarios del Beato de Liébana sobre el Apocalipsis de san Juan. Al parecer estaba profusamente ilustrado con toda clase de monstruos aterradores, infiernos terribles y ciudades imaginarias.

De pequeño me habían aterrado aquellas estampas con hombres lanzados a las llamas, demonios heridos y ángeles trompetistas anunciando el juicio final. Sin duda, era un argumento intimidador para que niños crédulos como yo fueran obedientes.

Así había descrito san Juan el fin del mundo, fruto de una revelación. Otra cosa sería el aspecto que realmente tomaran las cosas si efectivamente en el 2013 había que asistir a la debacle final. ¿Cómo sería? Las películas catastrofistas habían mostrado desde hecatombes nucleares —el anunciado fuego de la condenación— a olas gigantes que se tragaban ciudades enteras, pasando por plagas y guerras hasta llegar a la devastación.

Tal vez, al fin y al cabo, la épica del fin del mundo no fuera muy diferente de la bíblica. Otra cosa era por qué un personaje como Jung se había interesado en conocer una fecha que no viviría, y por qué un millonario excéntrico estaba dispuesto a pagar un dineral por unas cartas que no pasaban de ser puras especulaciones.

Para acabar de animarme, leí al final del libro de misterios y leyendas el extracto de un relato de Joaquim Ruyra titulado justamente
El fin del mundo en Gerona:

Y mientras tanto, las calles de Gerona caían inevitablemente, como aquellas cartas curvadas que los niños ponen una tras otra y las hacen caer de un soplido. Todo se hundía con un sordo rumor: casas, torres, murallas... Al pie de nuestra escalinata ya sólo había un cúmulo de ruinas, por entre las cuales se derramaban en loca cascada las aguas del Ter y del Onyar. Todo crujía, todo se derrumbaba...

Cerré el libro con mal cuerpo. Luego me desnudé y me metí en la cama sin imaginar que antes de 48 horas también mi vida estaría en ruinas.

10

Pese a haber dormido casi doce horas entre la siesta y la noche, desperté como si me hubieran apaleado. Un hormigueo que me irradiaba verticalmente por la nuca me hizo revivir el incidente con la furgoneta del que había salido vivo de puro milagro. Este recuerdo doloroso me acabó de convencer de que era el momento de dar por cerrada aquella absurda aventura. La cortesía mandaba que me despidiera de Alfred Desmestre, pero ya había decidido decirle que no podía ocuparme del caso porque me reclamaban asuntos familiares, lo cual por otro lado era cierto. Era algo frustrante volver con los bolsillos vacíos —entre autopista, gasolina y el restaurante, del pago inicial sólo quedaban cien euros—, pero siempre podía incrementar las clases de inglés que daba por la comarca a quince euros la hora.

Bajé al hall con el amargo convencimiento de haber fracasado a mis cuarenta y dos años. Tras dejar nuevamente el libro de leyendas en recepción, entré en un luminoso comedor donde unos cuantos hombres solos tomaban su desayuno. Supuse que eran comerciales llegados a Gerona para enseñar su aburrido catálogo de productos.

Eran las nueve de la mañana y deseaba regresar a casa cuanto antes.

Al llegar a la tienda del anticuario, vi con fastidio que había dejado en la puerta una nota para mí:

Señor Vidal: volveré a las 12.30.

Tenemos novedades.

Este mensaje, que dejaría indiferente a todo aquel que pasara por el portal, a mí me irritó sobremanera; por una parte, porque retrasaba mi partida al menos tres horas —eran las diez de la mañana—, por la otra, porque me enojaba que Desmestre se empeñara en hablar en plural, cuando yo en ningún momento había aceptado colaborar con él.

Bajé la calle de la Força dudando de si debía esperar a despedirme, o si lo mejor era recoger mi coche en el párking y dar media vuelta. La balanza ya se había inclinado por esta segunda opción cuando un cartel en el exterior de una tienda me llamó la atención.

LA CAJA DEL FIN DEL MUNDO

profesor J. M. de la Fuente

Librería 22, martes 10.30

Más allá de la sincronicidad —parecía que el fin del mundo me acechaba en cada esquina—, aquel título me parecía intrigante, así que decidí acercarme sólo para averiguar de qué se trataba.

Pregunté por la 22 y no resultó estar muy lejos. Sólo tuve que cruzar el río, el cual parecía llevar aún menos agua que el día anterior, y perderme por un par de calles comerciales hasta llegar a una amplia librería de diseño moderno.

En el escaparate había varios ejemplares de
La caja del fin del mundo,
un libro que se presentaba aquella mañana. La práctica totalidad de las sillas para la presentación estaban llenas de adolescentes que gritaban y se daban codazos, ante la mirada de reprobación de un par de profesoras con ojeras. Estaba claro que los habían llevado allí por la fuerza y no sería fácil mantenerlos quietos durante el acto.

Me disponía a dar media vuelta, cuando un hombre maduro de expresión jovial, al parecer el dueño de la 22, me indicó una silla libre en la primera fila. Tomé asiento sin estar muy convencido. Un minuto después el autor del libro hacía su aparición provocando un inesperado silencio.

De aquel hombre joven emanaba una sutil autoridad, incluso para un rebaño de adolescentes revolucionados por las hormonas. Su cabeza perfectamente rasurada y una camisa de algodón blanco le acababan de dar un aire entre místico y aristocrático. En cualquier caso, había algo en su postura corporal que transmitía que allí se iba a decir algo importante.

Tras saludar al dueño de la librería que me había acomodado, el profesor De la Fuente tocó dos veces el micrófono. Una vez comprobado que funcionaba, inició así su charla:

—Los que tenéis mi libro en la mano, tal vez porque os lo han hecho leer en el instituto, veréis que se ha publicado en un sello de ficción para jóvenes. Y ése es el drama. Me gustaría que el contenido de
La caja del fin del mundo
fuera una ficción. Desgraciadamente, lo que cuenta no es una novela, sino realidad pura y dura, y nos precipitamos hacia ella a menos que seamos capaces de reaccionar en breve.

La presentación se cerró con un sonoro aplauso, tras el cual la mayoría de los estudiantes salieron a la calle en tromba. Tal vez por la perspectiva de la catástrofe inminente, varios de ellos encendieron cigarrillos ante las narices de sus profesoras. Es bien sabido que los vicios suelen experimentar un nuevo auge cada vez que se anuncia una hecatombe.

Un par de chicas aplicadas se habían quedado para que el autor les dedicara el libro. Me puse en pie y ya estaba a punto de salir cuando el profesor De la Fuente dijo:

—Le ruego que no se vaya.

Me detuve dudando de si me había hablado a mí. Al volverme hacia él, me miró y asintió suavemente con la cabeza.

Esperé a que terminara la firma preguntándome por qué debía esperar a alguien a quien no conocía, aunque fuera el autor del libro. Él mismo se encargó de aclararlo, ya que mientras me tendía la mano me dijo:

—Cuesta ver a un periodista en la presentación de un libro para jóvenes. Permítame que le invite a un café como muestra de agradecimiento.

Que aquel profesor estuviera enterado de que yo era periodista me puso inmediatamente en guardia.

—Al parecer, Desmestre ha publicado mi foto en algún boletín de la ciudad —dije escamado.

—¿Desmestre? —repitió él—. ¿Quién es? No sé de qué me habla.

—Pues ya somos dos, porque no sé quién le ha informado de que yo soy periodista —contraataqué.

—Nadie, era sólo una suposición. Las únicas personas como usted que suelen acudir a las presentaciones matinales son los periodistas. El resto se supone que están trabajando.

—Pues ha acertado —repuse ruborizado por mi falta de deducción, como ya había apuntado Elsa—. Le acepto ese café.

Antes de salir de la 22, De la Fuente compró un ensayo de Alan Weisman titulado
El mundo sin nosotros.
Luego me indicó con un leve movimiento de cabeza que le siguiera.

Entramos en un café acristalado en el mismo callejón de la librería. El profesor dejó caer el libro sobre la mesa y pidió al camarero una infusión de hierbas. Yo pedí un agua mineral.

—¿Y bien? —me preguntó—. ¿En qué medio saldrá la reseña?

De repente entendí lo que me había querido decir anteriormente: pensaba que yo era un periodista de cultura enviado a regañadientes por su diario. También entendí que aquella mañana yo estaba un poco lento de reflejos.

—Siento decepcionarle —expliqué—, pero que yo sea periodista es sólo casualidad. Nadie me ha mandado aquí. De hecho, apenas ejerzo mi profesión.

—Mejor así —sonrió afable mientras se servía la infusión—, porque podremos hablar sin ser políticamente correctos. Uno siempre se ve obligado a medir lo que dice delante de la prensa.

—Ha sido una presentación inquietante —confesé—. Y eso que me conozco el tergal: últimamente sólo oigo hablar del fin del mundo.

—Lógico. ¿De qué más se podría hablar?

No supe qué contestar. Ciertamente, estaba algo espeso desde que casi me había desnucado.

—Que esto se acaba es un hecho —prosiguió— y cualquier otro tema es secundario en comparación. ¿Está al corriente de las últimas previsiones?

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