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Authors: Francesc Miralles

La profecía 2013 (9 page)

—Pues no sabe cómo lamento haber picado —repliqué furioso.

—No lo lamente todavía —explicó Desmestre mientras sacaba una botella de licor de un bufet y dos copas—, porque cuando sepa lo que tenemos, va a celebrar haberme conocido. Incluso perdonará a Elsa por su travesura.

La hija del anticuario me dedicó una sonrisa mientras él me entregaba una copa y la llenaba con buen pulso.

—Es vino kosher. Vamos a brindar para que este negocio tenga un final feliz. Empezó algo flojo, pero ahora estamos sobre la pista.

—Brindemos por cualquier otra cosa, porque no pienso participar —me opuse—. Ya se lo advertí. Nada ha cambiado.

Desmestre aproximó su cara a la mía elevando las cejas mientras declaraba:


Todo
ha cambiado. Por eso le he hecho venir hasta aquí.

—¿Ha encontrado la cómoda modernista? —pregunté mientras sofocaba mi desesperación en un trago de vino.

—Sí —respondió eufórico.

—¿En la calle cerrada?

—Por raro que parezca, la abandonaron allí. Yo creo que la verja simplemente estaba rota y se deshicieron del mueble antes de meterse en más problemas. Puedo llevarle en persona si quiere ver dónde estaba.

—No tengo ningún interés —afirmé dando un nuevo sorbo al vino, que era denso y algo empalagoso—. Por cierto, ¿encontró las cartas en su interior?

—Desgraciadamente no. Y afortunadamente para usted, porque en ese caso se habría quedado sin trabajo.

Quise protestar, pero Desmestre me silenció levantando la palma de la mano mientras volvía a llenar mi copa de vino. Observé que Elsa contemplaba divertida la escena desde la mecedora.

—No le ha dado una copa —hice notar a mi anfitrión.

—Ella no puede —repuso el anticuario—. Toma medicación.

Dicho esto, salió del salón a grandes zancadas y regresó un minuto después con un sobre pequeño y alargado. Lo levantó como un árbitro de fútbol enseñando tarjeta y acto seguido lo dejó en mi regazo diciendo:

—Mire dentro. Si está de acuerdo, es suyo.

Abrí la solapa del sobre y vi que contenía un pequeño fajo de billetes de doscientos euros, además de una hoja mal impresa.

—Cuéntelo.

Con cierto rubor, empecé a contar los billetes nuevos de color amarillo sin la soltura del mafioso que se dedica a estos trapicheos. Había veinticinco en total.

—Son cinco mil euros —dije.

Elsa nos miraba ahora con expresión ausente, como si, acabado el teatro, hubiera dejado de interesarle todo aquello.

—Sólo cubre los gastos de viaje. Aparte de esto, desde mañana ingresaré cuatrocientos euros diarios en su cuenta corriente sólo por seguirle la pista a las cartas. Si en diez días no ha habido suerte, lo dejaremos estar. Tampoco quiero arruinarme.

Aquello cambiaba las cosas. Con cinco mil euros en mi bolsillo para un supuesto viaje —tal vez podía ahorrar la mitad— y otros cuatro mil que encontraría a mi vuelta, podría solucionar unas cuantas cosas. Merecía la pena escuchar al menos la propuesta.

—Es una retribución generosa por diez días de trabajo.

—No me lo agradezca a mí, sino a nuestro mecenas —dijo exultante—. Se ha decidido a intervenir para agilizar las gestiones. Con su inspiración y su apoyo económico seguro que llegaremos al final.

—¿Un mecenas? No entiendo nada. ¿De quién me habla?

Elsa se había soltado el pelo, que le caía frondoso sobre los hombros, y se abrazaba las rodillas, nuevamente atenta a la conversación.

—Mi cliente del norte de Europa, el de los 2.013.000 euros, ha decidido implicarse en la recuperación de las cartas. Al comunicarle por correo electrónico lo sucedido, ha mandado dinero para que entremos en acción sin más demora. Cuando llegue el momento de recomprar la mercancía, con una sola llamada proveerá los fondos necesarios. Una vez entregada a él, nos pagará la diferencia. Mantiene la oferta.

—Sin duda es un loco —añadí—. ¿Cómo se llama?

—Mantiene oculta su identidad. Es normal en personas de este nivel.

—Pero de algún modo se dirigirá a él —argumenté.

—Se hace llamar Kynops, un simple seudónimo. Lo importante es que paga bien y rápido. No podemos decepcionarle: hay demasiado en juego.

—Sin embargo, nos hallamos en el mismo punto que la última vez que hablamos: no sé por dónde empezar.

—Eso también ha cambiado —afirmó Desmestre con una llamarada de entusiasmo en los ojos—. Parece ser que los bandidos saben que va a haber negocio y nos tienden la mano. Mire el fax que le he adjuntado en el sobre.

Acerqué a la lámpara de pie la hoja mal impresa, donde se repetía simplemente la numeración del 0 al 3:

0123012301230123

0123012301230123

0123012301230123

0123012301230123

—No parece una gran pista. ¿Qué puedo hacer con eso?

—Abandone por un momento el pensamiento cartesiano, Vidal. ¿No se ha dado cuenta? La serie del 0 al 3 incluye todas las cifras del 2013. Tratan de ponerse en contacto en nosotros sin llamar la atención. Para el profano, parece una simple prueba de impresora.

—Aunque así fuera, no veo cómo podré contactar con ellos.

En este punto, Elsa salió de su silencioso letargo y exclamó:

—Por lo que más quieras, Leo, deja de hacerte el tonto.

Lo peor de todo era que no me estaba haciendo el tonto, sino que realmente no tenía ni idea de lo que me insinuaban.

—Sabes perfectamente dónde hay que mirar.

De repente advertí que detrás del fax había grapada otra hoja con la hora de la recepción del mismo y el número de teléfono emisor.

—Prefijo 355 —leí con fingida autoridad—. Esto viene de...

Desmestre y su hija completaron la frase a la vez:

—Albania.

18

Se podía deducir que la banda que había robado las cartas conocía su valor, al menos en parte. El chapucero robo de los muebles y su posterior abandono en la calle muerta indicaban que el descubrimiento del legajo había sido a posteriori. Un golpe de suerte, al igual que el de Desmestre. Eso explicaba también que los italianos hubieran renunciado a la furgoneta para salir del país cuanto antes con el botín.

—Quieren vender, pero sin correr riesgos —añadió el anticuario a mi reflexión—. Por eso han elegido ese país para realizar la transacción. Supongo que está lleno de italianos haciendo negocios dudosos.

—En ese caso, me parece poco dinero para ir a jugarme el tipo.

Desmestre me miró con incredulidad antes de arremeter:

—¿Medio millón de euros le parece poco? Eso es lo que puede sacar en limpio cuando todo termine.

—Prefiero pájaro en mano que ciento volando, como dicen aquí —declaré soñoliento mientras dejaba la copa en el suelo—. ¿Quién me asegura que nuestro mecenas anónimo cumplirá con su palabra, una vez tenga el legajo en sus manos?

—Hasta ahora ha dado muestras de gran solvencia —argumentó Desmestre poniéndose de pie—. Por eso aún tenemos margen para negociar. No quiero que usted se vaya a Tirana a disgusto.

Observé cómo aquel truhán se sacudía el polvo de la vieja americana, un gesto que debía de haber hecho miles de veces antes de cerrar un trato. Entendí que había recibido de Kynops un anticipo sustancioso del que me ofrecía sólo las migajas. Y nada me garantizaba que vería mi parte si lograba cerrar aquella rocambolesca operación.

—Tirana... —suspiré mientras barajaba qué cifra podía proponer—. No conozco a nadie que haya estado allí. ¿Cómo se llega?

Lo único que sabía de Albania era que había sido el último régimen estalinista del mundo y que, en la década de los noventa, un barco cargado de albaneses hasta la bandera había huido del país y pedido asilo a Italia.

—Pregúntelo mañana en el aeropuerto —se limitó a decir Desmestre, que esperaba tenso la cantidad.

—No se precipite —repuse para ganar tiempo—. Supongo que tendré que solicitar un visado de entrada, justificar mi estancia y todas estas cosas.

—Seguro que no. Desde que a su presidente George W. Bush se le ocurrió visitar Tirana, los americanos están muy bien vistos por allí.

No sabía si aquello iba en serio o si Desmestre se estaba burlando de mí. Para acabar de una vez con aquel tanteo —eran ya las cuatro de la madrugada— decidí poner sobre la mesa una cantidad abultada:

—Además de los cinco mil euros del viaje y los cuatrocientos diarios, quiero un depósito con diez mil euros en mi cuenta por los riesgos que voy a correr.

Mientras esperaba la respuesta, miré de reojo a Elsa, que se había dormido en el balancín y le caía la cabeza a un lado.

—Trato hecho —resolvió el anticuario tendiéndome la mano—. Me deja prácticamente sin liquidez, pero no podemos perder más tiempo.

—Estoy de acuerdo —repuse sorprendido mientras estrechaba su mano—, pero como debemos esperar a que abran los bancos, me retiraré al hotel a dormir algunas horas.

—No será necesario. Puedo ofrecerle una cama de campaña en esta misma casa. ¿Me sigue?

Llevaba algo más de una hora intentando dormir, entre estornudo y estornudo, en un trastero polvoriento cuando sentí una presencia en la oscuridad. Agotado por los últimos acontecimientos —y la partida no había hecho más que empezar—, me incorporé levemente y agucé la vista y el oído.

Segundos después, sentí como unos dedos fríos y suaves que ya conocía se posaban en mi frente y la empujaban hasta hundir mi cabeza en la almohada.

—¿Qué haces aquí? —pregunté adivinando la sonrisa de Elsa en las tinieblas.

—No me gusta dormir sola —dijo mientras se introducía en la cama, que ya era de por sí estrecha.

—Pues ve a dormir con tu padre.

—A veces lo hago, no creas. ¿Me estás rechazando?

Me había pegado a la pared para que nuestros cuerpos no se tocaran. Aunque Elsa me parecía una mujer poderosamente atractiva, lo último que quería era vengarme de Aina acostándome con una chiflada, y menos aún en casa de su padre.

—Esta noche tengo miedo —explicó con naturalidad, como si estuviera acostumbrada a invadir camas ajenas—. ¿Sabes que en el Call hay un fantasma? Es el espectro de una mujer joven que se llamaba Tolrana.

—¿No serás tú el fantasma? —protesté.

—Calla —dijo dándome una leve patada con el pie descalzo—. Al parecer, en los tiempos de la judería la encontraron decapitada. Desde entonces vaga por estas calles y deja oír sus lamentos y gemidos. Nadie la ha visto, pero todos hemos escuchado alguna vez su canción triste, que se acerca como si estuviera aquí mismo y luego se aleja sin más. ¿Te gustaría oírla?

No respondí. Bastante trabajo tenía en pegarme a la pared y escapar a los encantos de aquella lianta. Elsa acercó sus labios a mi oreja y empezó a canturrear una melodía entre lúgubre e infantil, como una nana siniestra. De repente sentí que todos mis músculos estaban en tensión.

—Ahora ya la conoces —concluyó alejando su aliento.

Acto seguido permaneció un rato en silencio, tendida a mi lado, y supuse que me estaba observando en la oscuridad. Luego susurró:

—Creo que no te has dado cuenta de algo importante.

—¿A qué te refieres? —respondí calculando que debían de ser ya las seis de la mañana y apenas había pegado ojo.

—Estoy completamente desnuda.

Antes de que pudiera responder nada, me dio un beso furtivo en la frente y se deslizó fuera de las sábanas. Me pareció entrever como su sombra dulce y fantasmal abandonaba la habitación.

19

Me desperté pasadas las diez de la mañana. La casa se veía aún más decrépita a la luz del día, con las paredes amarillentas y los sofás y sillas tapizadas hechos jirones. Aquello era, sin duda, obra de
García,
que maulló escuetamente a modo de saludo cuando crucé de nuevo el salón. Al parecer sus amos ya no estaban en casa.

De camino al baño descubrí con agrado que Desmestre era tan eficiente como cumplidor, ya que había dejado sobre la mesa un cheque a mi nombre de diez mil euros compulsado por el banco. Junto a éste, encontré un folio en blanco y un bolígrafo para que anotara mi número de cuenta.

Mientras disolvía el sueño de mi cara con agua caliente, me dije que aquel encargo podía salvarme lo que quedaba de año. Si las pesquisas se prolongaban diez días y lograba controlar los gastos, podría regresar a casa con dieciocho mil euros aunque no hubiera averiguado nada. Después de volar a Boston y pagarle la vuelta a Ingrid, quedaría suficiente dinero para costearle el primer semestre en la escuela y cubrir algunos meses de la hipoteca y otros créditos.

Ahora que me encontraba solo, estaba obligado a ser mucho más previsor en estos aspectos prácticos, porque nadie me auxiliaría si me quedaba en números rojos.

Animado con estas perspectivas de normalidad, bajé a la calle en busca de un banco. Una vez ingresado el cheque y parte de los billetes que me había entregado Desmestre, tenía que ocuparme de los detalles prácticos del viaje. En el coche había dejado una maleta con un poco de ropa para cambiarme si tenía que pasar la noche en el hotel. Tal vez bastara para una corta estancia en aquel país desconocido, pero al que le suponía un clima mediterráneo.

Con el pasaporte y el dinero en mi bolsillo, sólo quedaba procurarme alguna guía para organizar el vuelo y reservar un hotel en Tirana. Al pasar por la calle Ballesteries me había parecido ver una librería especializada en viajes, así que me encaminé hacia allí.

La Ulyssus ocupaba un local noble y espacioso con grandes ventanales sobre el río. Aquel miércoles por la mañana estaba deshabitada, a excepción de un hombre joven con gafas de pasta y la melena recogida en una cola que iba sacando libros de una caja.

Paseé la mirada por las estanterías llenas de literatura de viajeros, mapas y guías. Encontré la sección Europa del Este, pero tras mucho revolver no supe encontrar nada para mi viaje.

—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó el librero a mi espalda.

—Necesitaría una guía de Albania —dije con cierto rubor, como si temiera que me preguntara por el motivo.

—Sólo existe la edición inglesa de la casa Bradt.

Dicho esto, empezó a revolver eficientemente detrás de la primera fila de libros hasta extraer una guía de viaje. La cubierta mostraba una costa desierta y pedregosa. Allí había de dar yo con mis huesos.

Pagué en caja y salí nuevamente a la calle con una extraña idea en la cabeza: quería volver a besar el trasero de la leona. No porque yo fuera un amante de las tradiciones ni me hubiera enamorado de la ciudad, que ciertamente tenía una agradable escala humana. Lo bueno de regresar a Gerona después de aquella aventura incierta era que eso significaría que continuaba con vida.

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