Authors: Francesc Miralles
Antes de ir hasta el coche, pasé nuevamente por la tienda del anticuario para despedirme, pero no encontré a nadie ni en el local ni en el piso. Era como si, tras darme las instrucciones, ambos se hubieran volatilizado. Contaba únicamente con el teléfono fijo de Desmestre para dar noticias y solicitar el importe para la recompra de las cartas, si se daba el caso.
Sintiéndome doblemente solo —en aquella misión y en la vida—, comprobé que llevaba todo en mi bolsillo interior, incluido el fax albanés, y me dirigí sin más hacia el Seat Ibiza con las llaves en la mano.
Lo encontré en su lugar, aunque su aspecto era lamentable. Al parecer había servido de mesa para una sesión de botellón y parte de la cerveza había caído por el parabrisas pringándolo todo. Sin molestarme en limpiarlo, me puse en marcha en dirección a Barcelona, que pensaba rodear por la autovía marítima hasta llegar al aeropuerto de El Prat.
Unos pesados nubarrones que se habían aglomerado en el horizonte finalmente descargaron una tromba inesperada. El aguacero arrancó la suciedad del cristal, pero tuve que reducir la velocidad porque apenas podía ver nada.
Hipnotizado por el movimiento robótico del limpiaparabrisas, puse la radio para ver qué decían de aquella tempestad, más propia de abril o mayo que de los albores del verano. Antes de las noticias estaba sonando una canción de Antonia Font que me hacía cierta gracia, porque era el equivalente mallorquín del
Space Oditty
de Bowie.
Batiscafo Katiuscas,
por lo que podía entender, narraba la aventura de un solitario capitán que, sumergido a gran profundidad, intenta contactar con el control de tierra mientras se maravilla ante el mundo submarino del que tal vez jamás regrese.
Mientras escuchaba la canción surcando la tempestad, me dije que también yo era un navegante a punto de sumergirme en un abismo extraño y lleno de peligros, en las entrañas de un mundo que tal vez pronto dejaría de existir.
Batiscafo monoplaça
es teu focus a s'absime
de ses aigües insondables
només tu les averigües
Batiscafo socialista
redactant informe tràgic
camarada maquinista
a institut oceanogràfic
Batiscafo solitari...
[2]
Albania no parecía, a priori, el país más apropiado para curarme la depresión, tras lo sucedido con Aina.
Mientras hacía cola en el mostrador de Lufthansa —desde Barcelona existía una conexión diaria a Tirana vía Múnich—, leí en la guía Bradt que había sido el único país oficialmente ateo del mundo hasta que la Madre Teresa recibió el Nobel. Era de suponer que no querían desperdiciar la única celebridad internacional que había dado el país, aparte del dictador Hoxha, responsable de 45 años de aislamiento estalinista.
Por algo menos de tres cientos euros compré un vuelo con transbordo que suponía estar nueve horas de viaje, ya que en el aeropuerto Franz Josef Strauss de Múnich tendría que esperar cinco horas hasta la salida del avión a Tirana.
Ya en la cola de facturación, me pregunté cómo sería una ciudad que se llamara así. Había reservado por teléfono una habitación en el hotel California, que al parecer era el lugar donde se alojaban los viajeros informales o inesperados como yo.
Tuve que pensar en el disco de los Eagles con el mismo nombre. La leyenda urbana decía que si reproducías el vinilo al revés se escuchaba la voz de Satanás, el cual aparecía en el interior de la cubierta entre los invitados de una fiesta muy concurrida. Sin embargo, yo había hecho el experimento sin éxito. Al mover manualmente el plato de un tocadiscos hacia atrás, sólo había logrado un chirrido ensordecedor. Si aquello era el diablo, no hablábamos el mismo idioma.
El Airbus 319 con destino a Múnich estaba copado por hombres de negocios y algunos jóvenes latinos que —supuse— habían buscado un curso de idiomas bajo el suave clima bávaro.
Por mi parte, había hablado con Ingrid justo antes de subir al avión. Al principio me había reñido porque la había sacado de la cama a las ocho de la mañana, que era la hora local en Boston. Luego me había dicho que se aburría como una ostra y que tía Jenny la tenía todo el día ocupada arrancando hierbajos en el jardín, además de las tareas de la casa. Con la conciencia pacificada tras aquella conversación, me había entregado al placer de leer el periódico durante el vuelo.
Mientras el jet se elevaba sobre una Barcelona velada por la contaminación, leí una curiosa noticia con el titular «MI ESPOSA ES UNA PERRA». Al parecer, un indio de 33 años llamado Selva Kumar se había casado con un can para alejar una maldición. La sufría desde que había matado a pedradas a dos chuchos que copulaban en sus campos de arroz, y luego los había colgado de un árbol. El mal karma que le reportó esta mala acción no se hizo esperar: tres días después se quedó paralítico y sordo de un oído. Fracasados todos sus intentos de curación con la medicina tradicional y la ayurvédica, su astrólogo de cabecera le había recomendado: «Cásate con una perra».
La noticia iba ilustrada con una fotografía de las nupcias en la que se veía al novio con una túnica blanca sentado en el suelo; junto a él, una perra color crema adornada con un collar de flores entre la multitud festiva.
«Historias como éstas sólo te las crees porque salen en los periódicos», me dije mientras pedía a la azafata mi segundo té a nueve mil metros de altura.
Consumí cinco horas tediosas en el aeropuerto Franz Josef Strauss paseando entre tiendas de ropa y librerías. En una de ellas había comprado una introducción a Carl Gustav Jung por pura curiosidad, ya que —equivocadamente— no esperaba que los estudios de este psicólogo suizo me acercaran al paradero de las cartas.
Cuando me cansé de dar vueltas por aquellas galerías asépticas, fui a sentarme junto a mi sala de embarque, que empezaba a estar llena de familias con ganas de cháchara. En contraste con las expresiones desesperadas que había visto por televisión en el barco de refugiados, me pareció que en el pasaje primaban las personas sencillas y felices; jóvenes que habían encontrado trabajo en Alemania y se escapaban a su país siempre que podían.
Físicamente no eran muy diferentes de los italianos. Exceptuando un par de chicas de tez más oscura, su tono de piel era como la del resto de habitantes de la Europa mediterránea. Los jóvenes eran, eso sí, especialmente delgados y fibrosos, tal vez debido al trabajo físico que realizaban en almacenes o fábricas germanas.
Relajado con estas apreciaciones subjetivas, que nada tenían que ver con los peligros que me esperaban en Tirana, dediqué la hora que faltaba para la salida a leer la guía. Me interesaba la historia contemporánea del que probablemente fuera el país europeo más desconocido.
Dos años después de proclamarse la república socialista con Enver Hoxha como presidente, en 1948 Albania rompió relaciones con Yugoslavia, que aspiraba a asimilar el país en su federación. Tras colaborar estrechamente con la URSS, en 1961 cortó toda relación con el gigante soviético al conocer la pretensión de Krushev de construir una base de submarinos nucleares en el puerto de Vlora.
Hoxha decidió entonces dar un golpe brusco de timón y buscó amparo esta vez en el paraguas de la China maoísta, tal vez porque estaba lo suficientemente lejos para no causarles problemas. El modelo chino pareció gustar al mandamás vitalicio albanés, que durante 1966 y 1967 llevó a cabo una Revolución Cultural a la manera de Mao: los oficinistas de la Administración fueron exiliados de un día para otro a zonas rurales, mientras los puestos de responsabilidad eran ocupados por jóvenes comunistas inexpertos. Las religiones fueron estrictamente prohibidas.
La paranoia que condujo al aislamiento total de Albania se desató con la invasión soviética de Checoslovaquia, en 1968. Hoxha retiró el país del Pacto de Varsovia y se embarcó en un loco plan de autodefensa, que se traduciría en 700.000 búnkers de hormigón —uno para cada cuatro albaneses— y cañones antiaéreos en los tejados para repeler un ataque que nunca se produciría.
En 1978, dos años después de la muerte de Mao, Hoxha se desvinculó también de una China que empezaba a abrirse a la economía de mercado. Empobrecida y sin ningún tipo de ayuda externa, Albania se había quedado completamente sola.
Dejé el resumen histórico en este punto con intención de seguir más adelante. Quizás porque yo también me sentía aislado y expuesto a amenazas exteriores, tuve la impresión de que congeniaría con el país.
Los pasajeros del Múnich-Tirana ya se agolpaban, ansiosos, en una fila deseando regresar al bunker nacional. El vuelo era operado por un CR2, un avión pequeño de fabricación canadiense dispuesto a perforar el cielo nocturno de la Unión Europea para pasar al otro lado. Aunque ya no existiera el telón de acero, mientras avanzaba inseguro hacia el interior de la nave, no pude evitar pensar que me dirigía a territorio comanche.
Texto. Aterrizamos en suelo albanés en medio de una oscuridad casi absoluta. Tras una corta evolución sobre el asfalto, el aparato se detuvo de golpe como si se le hubiera terminado la pista. Un minuto después, el pasaje salía precipitadamente del avión.
Para mi sorpresa, el aeropuerto Nënë Tereza era pequeño pero de diseño impecable. Por una placa conmemorativa entendí que había sido un regalo del gobierno del Canadá.
Después de pagar un visado de entrada de diez euros, crucé un hall con un par de cafeterías llenas de curiosos que observaban a los recién llegados. Aquella moderna terminal me dio cierta confianza, así que salí a buscar un taxi sin tomar especiales precauciones.
El primero en la fila estaba conducido por un hombre minúsculo de unos sesenta años que sostenía un cigarrillo apagado en la boca. Le entregué mi única maleta y nos pusimos en marcha hacia lo que pudiera deparar Tirana.
En un principio permaneció en silencio mientras yo vigilaba desde la ventana la noche albanesa. En general había poca luz y muchas gasolineras —una detrás de otra—, cosa que no llegué a entender, dado el escaso tráfico de aquella autovía. También me llamó la atención que había muchos edificios en construcción, algunos de altura considerable, lo que parecía indicar que después de medio siglo de parálisis el país experimentaba cierto despegue.
Al llegar a la periferia de Tirana, de repente al taxista le dio por desengrasar su inglés elemental para preguntarme de dónde era. Le respondí que de Estados Unidos, pero que vivía cerca de Barcelona.
—Americano bueno —respondió a lo indio—. USA y Albania amigos. Bush bueno.
—No todos los americanos piensan así —le expliqué vocalizando mucho.
Pero el taxista seguía con su discurso:
—Rusia, Alemania, Francia...
Acto seguido se cargó estos tres países poniendo el pulgar hacia abajo. Luego dijo:
—América, Bush.
Y su pulgar dio un giro de 180 grados hasta apuntar al techo tapizado del coche.
El taxista parecía encantado con aquel diálogo de besugos, ya que lanzó una breve carcajada de satisfacción mientras aceleraba en dirección al centro de Tirana. Antes de que me llevara a algún establecimiento donde tuviera comisión, le recordé el nombre de mi hotel. Respondió meneando la cabeza en señal de desaprobación.
—Hotel California no bueno. ¡Caro!
—Me da igual. Tengo una reserva, así que lléveme allí y punto.
El hombrecillo no pareció enfadarse por mi puesta en firme. Se limitó a encogerse de hombros, como diciendo: «Si eres estúpido, no tengo la culpa».
A continuación entramos en una plaza presidida por dos edificios de estilo soviético, además de una modesta torre con un reloj y un minarete. Por la iluminación generosa del conjunto, entendí que aquello era la plaza Skanderbeg, el centro neurálgico de la capital albanesa. De no estar presenciando algunos adelantamientos suicidas en aquel mismo momento, me habría parecido un lugar bastante civilizado.
Sin embargo, desestimé del todo esta idea cuando pasamos junto a una pirámide de construcción moderna donde se leía en enormes letras:
WELCOME PRESIDENT BUSH
Lo más curioso de aquel mensaje de bienvenida era que hacía ya mucho tiempo de la visita del presidente republicano. Me propuse averiguar qué era aquella pirámide —parecía un enorme pastel de cumpleaños— y qué habría prometido Bush a los albaneses para lograr su estima. Más aún cuando, tras la caída del comunismo, aquél volvía a ser un país de mayoría musulmana.
En cualquier caso, cada vez tenía más claro que había llegado a un mundo extraño.
El hotel California de Tirana ocupaba un pequeño edificio de cinco plantas y exhibía tres estrellas. Sin embargo, ése era un dato de valor relativo, ya que la recepción estaba iluminada únicamente por un televisor y el recepcionista dormía profundamente en su asiento.
Tuve que hacerme notar golpeando el mostrador con el pasaporte, lo que hizo que el hombre emergiera del sueño con los ojos hinchados. Renegando algo en albanés, tras anotar mis datos en un recibo y cobrarme cuarenta euros por la primera noche, me dio la llave de la habitación 27. Acto seguido me señaló el ascensor y volvió a cerrar los ojos.
Mientras la cabina ascendía lentamente, me sentí súbitamente relajado y me dio por tararear la diabólica canción de los Eagles:
We are programmed to receive.
You can checkout any time you like,
But you can never leave!
Welcome to the Hotel California
Such a lovely place...
[3]
El interior de la habitación estaba forrado de moqueta vieja y eso me provocó un par de estornudos. Aparte de eso, era bastante correcta. Abrí la ventana para airearla un poco, mientras me dejaba caer sobre la cama vencido por el cansancio y la confusión. Con la llegada a Tirana terminaba la parte de aquella misión que yo controlaba. Una vez allí, no tenía nada claro lo que debía hacer.
Saqué del bolsillo de mi americana todo lo que tenía: el fax con la serie numérica del 0 al 3 y el teléfono emisor. Si aquello era una clave para contactar con nosotros y realizar la transacción, bastaría con mandar un mensaje a aquel número.
De repente entendí que había cometido un error de principiante, por no decir de idiota. Antes de viajar hasta Albania, debería haber mandado un fax para saber si aquel contacto nos aportaba algo, a no ser que Desmestre ya lo hubiera hecho y me estuviera ocultando información.