Authors: Francesc Miralles
—Así lo haré —repuse sin saber de dónde sacaría el dinero—. Me parece una buena idea que pases el verano con ella. Igual cuidando de tía Jenny aprendes a ser más responsable.
—¿Más aún?
Como no tenía contrapunto para esa pregunta, la obvié y pasamos a los detalles prácticos.
—¿Y cuándo sale el vuelo?
—Mañana.
Me había quedado solo. De regreso del aeropuerto, al entrar de nuevo en casa me di cuenta de que aquello se había convertido en un cascarón vacío de personas e ilusiones.
Había dejado a Ingrid con la promesa de reunirme con ella en agosto para volver juntos a Barcelona, si es que aún tenía sentido para nosotros vivir fuera de los Estados Unidos. Lo que yo podía ganar aquí no bastaba ni en sueños para costear la única escuela donde la tendrían bajo cierto control. De hecho, ni siquiera sabía cómo pagaría su factura del móvil, que pese a mis continuos avisos seguía sin bajar de los 150 euros al mes.
Revisando mil problemas menores como éste —juntos formaban una enorme bola de nieve que amenazaba con sepultarme—, intentaba no pensar en la gran herida que se había abierto en mi vida desde la marcha de Aina. Durante el trayecto en coche, Ingrid había intentado disculparse de su actitud; me había mostrado incluso un correo electrónico donde le pedía perdón a su manera.
—Si te quiere de verdad, volverá —me había dicho para calmar sus remordimientos al despedirnos junto a la puerta de embarque.
Sentado ahora a la mesa del salón, me sentía tan confuso que no me había dado cuenta de que el contestador del teléfono fijo parpadeaba desde mi llegada. Lo que contenía aquella grabadora digital acabaría dando tal vuelta de tuerca a mi situación que, en comparación, todo lo que había vivido hasta entonces serían problemas de índole menor.
Aprovechando que no soplaba viento y que la temperatura era suave, a media tarde salí a pasear mis penas. Llevaba media hora dando vueltas entre arboledas y chalets en construcción, cuando recibí la primera llamada de Aina desde hacía tres días. Al ver su nombre en el monitor del móvil, respiré profundamente para frenar las pulsaciones que martilleaban implacables mi pecho. Al llevarme el auricular al oído noté que me temblaba ligeramente la mano.
—¿Leo?
—Estoy aquí —dije simulando aplomo.
—Ya lo oigo. ¿Cómo estás?
—Ni te cuento. ¿Y tú? ¿Desde dónde me hablas? Suena como si estuvieras aquí mismo.
—Pues estoy algo lejos: en Valencia, si te interesa saberlo. Necesitaba estar apartada de todo unos días.
—Lo entiendo —repuse animado por el tono distendido que estaba tomando la conversación—. Han sido unos días terribles, y yo no estuve a tu lado como debería.
—Eso ahora no importa.
—Sí que importa. Siento que no he estado a la altura, pero pienso hacerlo mejor a partir de ahora.
—Tú siempre quieres hacerlo bien, el problema es que nunca lo consigues —repuso cortante—. ¿Cómo está Ingrid?
Aquella pregunta me dio un poco de esperanza. Si se interesaba por la salvaje que casi la había agredido, aún se podía salvar lo nuestro.
—Está camino de Boston. Vivirá dos meses allí con su tía abuela. Será bueno para ella, porque tendrá que cuidar de una persona a la que quiere mucho. Seguro que vuelve más madura, ya verás. A estas edades dos meses suponen una eternidad.
—También puede volver peor de lo que está. Dudo que una mujer de 75 años con artritis crónica vigile mucho sus entradas y salidas.
—Vamos a darle una oportunidad. También tú y yo nos la merecemos, ¿no crees? Ahora que Ingrid estará con la familia, si vienes a casa podemos volverlo a intentar. Intentarlo en serio, quiero decir.
Al otro lado se hizo un silencio sepulcral.
—¿Me has oído, Aina? ¿Estás ahí?
—Lo estoy —respondió con voz inexpresiva.
—¿Y qué me dices?
La voz le tembló ligeramente antes de decir:
—No voy a volver.
Noté con gran congoja como Aina tomaba aire antes de proseguir, ya más serena:
—Al menos por ahora. Necesito estar lejos de ti una temporada. Más adelante ya veremos: tal vez encontremos una ocasión mejor para intentarlo de nuevo.
—No te entiendo. Al fin y al cabo, aparte de las barrabasadas de Ingrid, no ha sucedido nada grave que impida que nosotros...
—Eso es lo que tú te crees —me interrumpió nerviosa.
Mientras Aina contenía un sollozo, me pregunté qué podía haber pasado que impidiera la reconciliación. Como sucede en estos casos, la respuesta era tan obvia que me había pasado por alto.
—¿Tienes a alguien? —pregunté alarmado.
De repente recordé que Aina se había visto últimamente con su novio de juventud, quien le hacía de paño de lágrimas porque continuaba enamorado de ella.
—¿Es...?
—Sí —dijo con un hilo de voz antes de cortar la comunicación.
Estuve hasta el anochecer tumbado en un trozo de prado, viendo cómo el resplandor uniforme del cielo se extinguía para dar paso a las primeras estrellas. Mientras sentía el vértigo de tener el firmamento debajo de mí —ésa era la sensación que siempre experimentaba cuando dormía al raso—, me dije que Aina había preferido la seguridad del pasado, un hombre previsible con el que fundar una familia normal, a un pobre diablo como yo sin oficio ni beneficio y con una hija dispuesta a boicotear cualquier amago de felicidad.
Podía entenderlo, pero no por ello me sentía menos decepcionado. Mientras observaba el curso de una débil y lejana estrella fugaz, me prometí mantenerme alejado de cualquier romance como mínimo un año. Si quería salvar lo que quedaba de mi mundo, en especial a Ingrid, tendría que hacer vida monástica y volcarme en sacar dinero de donde fuera para asegurar su futuro.
Esta resolución con el cosmos como testigo me infundió ánimos para ponerme en pie y emprender el camino de vuelta a casa. Me sentía extrañamente sereno, aunque podía ser sólo un espejismo después del golpe, con la depresión a la vuelta de la esquina.
Al regresar a la casa ya del todo deshabitada, percibí la luz roja del contestador parpadeando como un faro en la oscuridad.
Cerré la puerta tras de mí y me aproximé a la cajita digital con más recelo que esperanza. Pulsé la reproducción de mensajes. Del microaltavoz surgió una voz conocida, pero su tono era de una tristeza sobrecogedora:
Han matado a mi padre. Leo, tienes que venir. Ha dejado un sobre para ti, con mucho dinero y...
En este punto, la voz ronca de Elsa se había afinado hasta convertirse en un sollozo antes de interrumpirse el mensaje.
Oí aturdido el pitido final del contestador con la impresión de que cerraba una etapa y daba inicio a otra tan imprevisible como tenebrosa.
Mientras surcaba de noche la carretera desierta me dije que, visto el grado de catástrofe, si me mataban, casi podía dar las gracias por ello. Me había decidido a salir aquella misma noche porque necesitaba dinero desesperadamente. Si era cierto que había algo que ganar en la última voluntad de Desmestre, prefería arriesgarme a pudrirme solo en una casa donde ya no pintaba nada.
Entré en Gerona a la una de la madrugada como un forajido. Saber que Ingrid ya debía de estar a salvo en Boston y el desierto en el que se había convertido mi vida me daban fuerzas para avanzar sin miedo hacia lo desconocido. Al menos mientras me mantuviera en movimiento tendría la sensación de que iba a alguna parte. Aunque fuera de cabeza al infierno, prefería un infierno nuevo al que dejaba atrás.
Gracias a la hora intempestiva pude aparcar el coche en la calle, tras lo cual me encaminé hacia la tienda del anticuario. Me había parecido entender que su vivienda estaba en el piso superior. Si Elsa no me esperaba allí, estaría velando a su padre en las pompas fúnebres, a no ser que la policía estuviera haciendo la autopsia al muerto, que era lo precedente en caso de asesinato.
Mientras pensaba en todo esto, con el eco de mis pasos de fondo en las calles vacías, me dije que empezaba a razonar como un buscavidas, y tal vez fuera lo mejor en mi situación. Sólo esperaba que la policía no me relacionara con el difunto antes de poder hablar con la hija acerca del sobre.
Me sorprendí llegando a la calle de la Força sin perderme una sola vez. Al parecer, en mi inconsciente había quedado la huella de mis paseos por Gerona.
Al pulsar brevemente el timbre del primer piso —justo encima de la tienda—, recordé que Elsa me había hecho besar el trasero de la leona. Ciertamente había regresado a Gerona, como auguraba el ritual, sólo que no pensaba que eso sucediera en unas circunstancias tan funestas.
—Sube —susurró Elsa en el interfono antes de que la puerta se abriera con un zumbido.
Dudé un instante antes de empujar la puerta y pasar al interior de una escalera estrecha y oscura. Una bombilla desnuda de cuarenta vatios daba al edificio una atmósfera lóbrega que no se adivinaba por la nobleza de la fachada.
Al subir los escalones de piedra gastada tuve la certeza de que estaba a punto de meterme en un lío sin salida, pero eso no me frenó.
Cuando llegué al piso, no dudé en golpear suavemente la madera para anunciar mi llegada. La puerta se abrió de inmediato y distinguí la sombra de Elsa, que me indicó que la siguiera hasta el interior en penumbra.
—¿Dónde está el cuerpo? —le pregunté en un susurro.
—Lo tiene el forense —dijo tirando de mí hasta un salón de techos altos sin ninguna iluminación.
Pese a que por la ventana apenas llegaba la luz mortecina de una farola, pude ver que Elsa llevaba un vaporoso vestido negro y se había recogido el pelo en una trenza. Debían de gustarle los atuendos de época, pensé, efectos colaterales de ser hija —ahora huérfana— de un anticuario.
—¿Por qué no enciendes la luz?
—No quiero que los vecinos piensen que monto una fiesta. Si ven actividad pueden imaginar cualquier cosa: aquí todo el mundo me conoce.
Aunque ya tenía asumido que Elsa era una excéntrica, la templanza de su tono de voz me decía que allí había gato encerrado, y no sólo el ejemplar de persa que dormitaba en el sofá en el que acababa de sentarme.
—¿Es
García?
—pregunté para disimular mi inquietud.
Sin que ella dijera nada, el animal respondió con un breve maullido al oír pronunciar su nombre.
Elsa acarició su cabeza con las yemas de los dedos antes de ocupar una mecedora que crujió levemente bajo su peso. A medida que me acostumbraba a la penumbra pude leer una leve sonrisa en sus labios, lo que me puso todavía más en guardia. Algo estaba pasando allí que se me escapaba.
Al parecer, mi anfitriona disfrutaba con esta inquietud, ya que empezó a mecerse suavemente mientras cruzaba las piernas, lo que dejó al descubierto la silueta de una rodilla muy bien formada. No había que ser ningún lince para adivinar que aquella atractiva mujer era sólo un anzuelo en una trama más opaca de lo que parecía.
—Te veo muy relajada en esta mecedora —dije—. Yo no estaría así si se acabaran de cargar a mi padre.
—Eso nunca lo sabes. Los momentos límite son altamente reveladores: hacen que aflore la esencia de cada persona.
—¿Y estamos ahora en uno de estos momentos?
—Puede que sí, puede que no. A menudo sólo los identificamos a posteriori.
—Así somos los humanos —añadí con frialdad—, pero no quiero pensar que he venido hasta aquí en plena noche para filosofar contigo. Cuéntame lo que ha pasado.
—Al final encontró la maldita cómoda —explicó Elsa mientras dejaba caer al suelo el zapato derecho.
—En mi última conversación con él, habló de unas catacumbas que hay bajo este barrio. ¿Estaba allí?
—No, aunque hubiera sido más romántico. ¿Sabes? Bajo la judería hay un mundo misterioso lleno de pasadizos y criptas. Y sólo se conoce una parte muy pequeña. En el convento de Sant Doménec, por ejemplo, hay una antigua cisterna con una escalera que lleva circularmente hasta el fondo. Desde abajo ves que el techo está formado por lápidas funerarias. Tienes la impresión de vivir en un mundo al revés, de caminar bajo los muertos. ¿No es tremendo?
Mientras decía esto, se ayudó con el pie descalzo para quitarse el otro zapato. Luego apoyó los pies sobre mis rodillas.
Sin hacer ningún comentario, me desplacé lateralmente dejando sus pies sobre el sofá. Elsa parecía divertida con aquella situación. Debía de sentirse orgullosa de sus largas piernas de bailarina, que flexionaba ligeramente para que las admirara.
—Así pues, ¿dónde estaba la cómoda? —pregunté en un tono forzadamente neutro.
—Mucho más cerca de lo que pensábamos: en una calle cerrada del Call. Al parecer, tras el robo los ladrones descargaron algunos muebles allí. Habían conseguido la llave de la verja de acceso, que nadie abría hacía años.
—Parece muy arriesgado dejar lo robado tan cerca del lugar del golpe.
—No tanto: es el último lugar donde miraría la policía. Lo que está cerca a menudo nos resulta invisible.
—Pero tu padre encontró el lugar —dije con escepticismo—. ¿Cómo lo descubrió si la calle estaba cerrada?
—Fue avisado por un vecino que había visto desde una ventana trasera cómo metían los muebles —explicó replegando las piernas sobre la mecedora.
—Y al ir a recuperar lo suyo, lo mataron.
—Exacto. ¿Vendrás al funeral?
—Espero no ir al mío. Sabes perfectamente que no me creo ni media palabra de esta historia.
Tras decir esto, se encendieron las luces. Alfred Desmestre ocupaba triunfalmente el centro de la sala con su americana de pana con coderas y el pelo negro engominado, como si acudiera a una recepción de poca monta. Y de algún modo era así.
—Menos mal —declaró con voz cantarina—. Empezaba a dudar de que fuera usted el hombre adecuado.
Me hallaba en aquella sala vetusta, acompañado de Desmestre y su hija, con la impresión de haber sido víctima de una humillante tomadura de pelo.
—Le ruego que nos disculpe por esta pequeña escenificación —dijo el anticuario mientras apartaba al gato para sentarse a mi lado—. Yo era partidario de exponer las cosas tal como son, pero Elsa me decía que eso no bastaría para hacerle venir. Por eso jugó la carta de la huerfanita asustada, pero lo del dinero va en serio.
García
había saltado ahora sobre el regazo de su ama, que se mecía relajada mientras peinaba la cola del animal con un movimiento que podría tomarse por obsceno.