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Authors: Francesc Miralles

La profecía 2013 (4 page)

—Ciertamente.

—Pero ahora viene lo mejor. Cuando ya estaba a punto de cerrarse la operación, un particular lanzó una nueva oferta. Se trataba de alguien determinado a ganar la partida como fuera, porque hablamos de una cifra tan escandalosa que no admitía contraoferta.

—En California conocí a millonarios así. Supongo que su cliente doblaría la oferta para espantar a los competidores.

El anticuario respondió a mi suposición con un suspiro. Luego declaró solemne:

—Si sólo fuera eso, tal vez ahora mismo no estaríamos hablando.

Las proporciones que estaba tomando aquel asunto me habían hecho olvidar incluso el olor del disolvente. Como si ya estuviera metido en aquel juego, pregunté:

—¿Cuánto ofreció el particular?

—Agárrese fuerte: dos millones trece mil euros. La oferta se hizo en esta divisa desde el norte de Europa. ¿No le parece extraordinaria?

—Me parece sobre todo caprichosa. ¿Qué pintan esos trece mil euros?

—Cómo se nota que no ha tocado nunca la Kábala —añadió Desmestre en tono lúdico—. La oferta, además de desorbitada, es totalmente simbólica:

2,013 millones. Sin duda, la hacía alguien que conocía el contenido de las cartas.

—Pero eso es imposible —intervine—, a no ser que...

—Lo ha adivinado usted —me interrumpió emocionado—. Si mantiene engrasada la intuición, podremos llegar al final del asunto.

—A no ser que el comprador posea la otra parte de la correspondencia —terminé.

—Es decir —recapituló el anticuario—, alguien que consiguió las cartas que mandó Caravida, pero a quien le faltan las respuestas de Jung. El primero debía de hablar de la marcha del estudio kabalístico hasta llegar al 2013.

—Pero le faltan los comentarios de Jung —añadí—. Eso es lo que interesa al comprador, si es que realmente estaba dispuesto a pagar esa cifra.

—Puedo asegurarle que lo estaba. Era una oferta en firme.

—Se trata, sin duda, de un millonario excéntrico —argumenté—, porque con mucho menos se habría salido con la suya. Al parecer, le excitaba pagar exactamente esa cifra. Probablemente sea un fanático de Jung. O de los pronósticos del fin del mundo, quien sabe.

Un brillo inquietante apareció en los ojos cansados de Desmestre, que sabía más de lo que aparentaba, al concluir:

—O de ambas cosas.

7

Tras departir con Desmestre durante horas sin llegar a ningún acuerdo, al mediodía me retiré al hotel Carlemany, un establecimiento funcional reservado por mi inquietante anfitrión. El poco sueño y la larga conversación me habían agotado, así que decidí entregarme a una siesta sin ni siquiera almorzar.

Mi intención era dormir un par de horas y luego desvincularme del asunto de las cartas esa misma tarde. Si aquella historia de locos era tal como me la contaba el anticuario, meter las narices sólo me daría un pasaje a la tumba. Por mucho menos dinero una banda de delincuentes sería capaz de volar el hotel entero donde me alojaba.

Este pensamiento me desveló y estuve largo rato mirando el techo blanco de la habitación, que reflejaba de forma casi ofensiva la luz del ecuador de la jornada.

Aunque sólo llevaba medio día fuera de casa, de repente sentí nostalgia de Aina y de mi hija. Aquél era el primer lunes sin clases —había empezado las largas vacaciones de verano—, así que llamé primero al móvil de Ingrid para asegurarme de que todo iba bien.

Contrariamente a su costumbre, respondió segundos después, lo cual ya era una buena noticia.

—¿Dónde estás? —le pregunté ejerciendo de padre controlador.

—En casa, ¿dónde quieres que esté?

—¿Y qué haces?

—Nada especial: veo la tele. Para tu información, mientras tanto como una pizza que acabo de sacar del microondas.

—No es lo más sano del mundo.

—La vida tampoco es sana, papá —replicó irónica—. Fíjate si es mala que te acaba matando.

—En eso tienes razón —dije sonriendo para mis adentros—. ¿Cómo está Aina? No me gustó nada que ayer tú...

—Ya hemos hecho las paces —me interrumpió—. Se me fue un poco la olla, eso es todo.

—¿Eso es todo? —repetí—. ¿Ya te has disculpado?

—Sí, y ahora te tengo que dejar. Van a empezar las noticias.

—¿Desde cuándo te interesan las noticias? —pregunté asombrado.

Como toda respuesta, Ingrid cortó la comunicación.

Me quedé un rato pensativo, meditando si debía o no llamar a Aina al trabajo, pero finalmente no lo hice porque trabajaba en la biblioteca hasta las cuatro, y no era el lugar más adecuado para mantener una conversación telefónica, así que lo dejé para más tarde.

Mis preocupaciones volvieron a Ingrid, ya que pronto tendría que decidir qué hacer con ella cuando llegara septiembre. Desde que vivía con nosotros, se había adaptado mal al instituto —era demasiado perezosa para aprender idiomas— y no podía pasar otro año en blanco.

Si ella no cambiaba de actitud, la única opción era mandarla a una cara escuela americana de las afueras de Barcelona, un moderno internado donde entre semana vivían los hijos del personal diplomático del consulado. Sin embargo, costear esos estudios era inimaginable en mi actual estado de cuentas.

Eso me llevó a revisar, aunque con total escepticismo, la temeraria propuesta del anticuario. Aunque lograra contactar de algún modo con los ladrones, no sería nada fácil cerrar un trato que implicaba desembolsar una fortuna, si es que Desmestre estaba dispuesto a arriesgar el dinero.

Por lo que sabía de estos trapicheos, habría que contar con un intermediario que pediría una comisión equivalente a lo que se llevaran ellos. Y sin ninguna garantía. El montante total podía llegar a los 100.000 euros fácilmente. Luego habría que ver si el misterioso comprador mantenía la oferta de 2.013.000 euros. En este punto de la operación, si se trataba de una venta legal, entre la comisión de la casa de subastas y los impuestos se perdería la mitad de lo ganado.

Calculé que si salía todo a pedir de boca y no terminaba abatido a tiros, podía sacar en limpio a lo sumo 400.000 euros, lo mismo que Desmestre. No daba para vivir de rentas, pero pagaba una buena hipoteca. Y el colegio de la niña.

Un suave zumbido me arrancó del sueño en el que había caído después de hacer Kábalas —nunca mejor dicho— sobre un dinero que con toda probabilidad nunca estaría en mis manos.

Por la oscuridad de la habitación deduje que me había regalado una larguísima siesta. Ya era de noche y el teléfono seguía emitiendo su zumbido. Desorientado, lo levanté y me acerqué el auricular al oído. La voz inexpresiva del recepcionista anunció:

—Disculpe que le moleste, pero hay una señora que pregunta por usted.

—Ahora mismo bajo —respondí saltando de la cama sin saber muy bien dónde me encontraba.

Me calcé los zapatos y pasé velozmente por el baño para refrescarme la cara. Acto seguido, salí de la habitación preguntándome quién diablos podía saber que yo estaba alojado en aquel hotel.

Cuando el ascensor llegó a la planta baja y se abrieron las puertas, me quedé sin aliento. No podía creer lo que estaba viendo. Como si de una alucinación se tratara, allí estaba la joven del retrato antiguo. La misma que me había fascinado en el taller del anticuario. Iba vestida exactamente como en la foto y me escrutaba con su mirada oscura y turbadora.

O aquella dama había atravesado cien años para encontrarme o se trataba de alguien asombrosamente idéntico.

Me acerqué a ella con la precaución de quien va al encuentro con un fantasma.

8

—Vamos, no te embobes, que tengo el coche mal aparcado —dijo ella con descaro.

El hecho de que una desconocida, aunque fuera un fantasma, me abordara con aquellos modos me hizo reaccionar.

—Mis padres me enseñaron que nunca debo subir al coche de extraños —repuse haciéndome el gracioso.

—Ja, ja —respondió con voz ronca cruzando los brazos—. Si me ponen una multa, le diré a mi padre que te lo descuente de tus servicios.

Lleno de estupefacción, entendí que se trataba de Elsa y que la cena de la que había hablado Desmestre era un hecho consumado. Mientras la seguía hasta el BMW descapotable, me pregunté por qué una chica tan ruda vestía como una dama decimonónica. Y seguía sin entender lo del retrato de época. Al acomodarme a su lado en el coche le pregunté quién era la mujer de la foto.

—Soy yo misma. Resulta evidente, ¿no? ¡Vaya investigador estás hecho!

Dicho esto, pisó el acelerador y empezó a adelantar coches de forma poco civilizada. Estaba claro que quería impresionarme. Tal vez sólo fuera una distracción local: asustar al americano tonto recién llegado a la ciudad.

—No soy investigador —dije tratando de mantener la compostura—, sino periodista. Pero ¿y esa foto? La imagen está muy lograda.

—Lo que yo decía: tienes que engrasar tu capacidad de deducción. ¿No te has fijado en que había una cámara muy vieja al lado?

—¡Ahora lo entiendo! Te retrataste con ella.

—Pues sí. Encontré esta ropa en un baúl de la tienda y me pareció divertido hacerme un retrato con ella. Fue difícil encontrar una película que sirviera, pero al final salió bastante bien, ¿verdad?

—Y te has puesto la misma ropa para darme un susto.

—Tampoco es para tanto, a no ser que seas muy asustadizo. ¿Lo eres?

—Creo que no.

—Pues agárrate fuerte.

Acto seguido, pisó el acelerador y salimos de la vía principal para entrar en una bocacalle que nos devolvía nuevamente al Call Jueu. Aunque las calles estaban desiertas aquel lunes por la noche, temí que en cualquier momento nos llevaríamos a alguien por delante.

—Haz el favor de comportarte —le rogué—, ya no tienes veinte años.

Aquel comentario pareció herirla, ya que puso la radio mientras desaceleraba con expresión de fastidio. Por las ondas sonaba una canción de la Velvet Underground:
Femme Fatale.

Aproveché el silencio para estudiarla de reojo bajo la luz amarillenta que se derramaba sobre el coche. Tendría unos treinta y pocos años. Bajo aquella blusa recatada y la larga falda negra se adivinaba un cuerpo ágil y juvenil. La larga melena ondulada que le bajaba por los hombros le acababa de dar aquel aire clásico. Sin duda, formaba parte del atrezo. Entre sus ojos grandes y oscuros descendía una nariz griega, breve y recta; bajo ésta, sus labios carnosos expresaban todavía una mueca de disgusto.

—Lo he dicho sin intención de ofender —me disculpé—. Sólo trataba de que llegáramos al restaurante sin matar a nadie por el camino. Por cierto, ¿adónde me llevas?

En lugar de contestar a mi pregunta, Elsa detuvo el descapotable en una placita y salió del coche con desenvoltura, aunque estaba claro que allí estaba prohibido aparcar. Observé cómo sus botines, también de época, pisaban enérgicamente los adoquines.

Le Bistrot era un garito cálido y animado en el corazón del Barrio Judío. De hecho, se hallaba muy cerca de la tienda de antigüedades. Elsa estudiaba la carta con silencioso detenimiento, mientras yo contemplaba la clientela local: muchas parejas jóvenes y algún grupo de amigos que hacían correr el vino con alegría controlada.

Mi anfitriona detuvo al veloz camarero con su sola mirada. Con un tono mucho más suave del que había empleado conmigo, pidió un bistec ruso con salsa de foie y una cerveza. Yo me decanté por una pizza de payés acompañada de un vaso de sidra.

—Eres un raro —dijo obviando su propia vestimenta—. Son los efectos colaterales de no estar casado, supongo.

—¿Qué te lo hace pensar?

—Salta a la vista: no llevas anillo.

—Pues es como si lo estuviera —admití—. Y tengo además una hija de catorce años.

—Felicidades.

—¿Te has propuesto mofarte de mí toda la noche? —repliqué tratando de cambiar el tono de la conversación—. Además, no he venido aquí a hablar de mi vida.

—Lo sé. Has venido por la pasta. Yo sólo estoy adornando lo que en realidad es un sucio negocio. Eso si recuperas las cartas, claro.

—Si te soy sincero, no tengo ningún interés en recuperarlas. Así mismo se lo diré mañana a tu padre.

—Me juego lo que quieras a que te convence de lo contrario —dijo con un mohín de malicia en los labios.

—¿Dudas de lo que te digo? —le pregunté irritado.

—Digamos que no dudo de la capacidad de persuasión de mi padre. Necesita ese dinero. Es su oportunidad de cerrar la maldita tienda y volver a Israel con la vida resuelta. Por eso no te dejará marchar.

Mientras me explicaba esto, Elsa se desabrochó un par de botones de la blusa. Ahora su cuello blanco emergía orgulloso, mostrando un rostro bello y armónico a la luz de las velas. Entendí que debía ponerme a la defensiva.

—¿Forma parte esta cena de su... persuasión?

Su expresión sensual se volvió repentinamente dura. Sus ojos irradiaban indignación.

—¿Por quién me has tomado? —bramó.

A continuación liberó una carcajada que hizo callar a las mesas de nuestro alrededor. Empecé a sospechar que la tal Elsa estaba chiflada.

—Basta de tonterías —dije mientras empezaba a cortar la pizza, que tenía como base una gran rebanada de pan—. Háblame de esas cartas. ¿Llegaste a verlas?

—Por supuesto, yo misma las traduje.

—¿De verdad? —me sorprendí—.
¿Y
conservas la traducción?

—Lo hice de viva voz para mi padre. No llegamos a transcribirlas porque enseguida llegaron las ofertas, y había que hacer llegar las cartas a la casa de subastas para garantizar el pago.

—Y justo entonces os vaciaron la tienda.

—Exacto. Fue un golpe de mala suerte.

—Aun así —dije animado por un segundo vaso de sidra—, fuiste afortunada al poder leerlas. ¿De qué hablaban?

—De todo ese embrollo del 2013. ¿No te lo explicó mi padre? Discutían sobre la fecha exacta del apocalipsis. Al parecer, Jung le cuestionaba a Caravida la exactitud del 2013, ya que el calendario maya dice que el fin del mundo es el 2012. Más exactamente, el 21 de diciembre de 2012.

—Vaya, eso sí que es hilar fino. En todo caso, me asombra que un científico como Jung diera crédito a una superstición así.

—Es algo más que una superstición —me reprendió Elsa, que de repente hablaba con gran autoridad—. Según lo que los mayas llamaban «Cuenta Larga», el mundo se extinguirá 144.000 días después de iniciar su ciclo. Y eso sucederá diez días antes del cálculo kabalístico de Caravida.

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