Authors: Francesc Miralles
Antes de llegar a la Rambla que conduce al casco viejo, donde antaño había estado la Judería, me detuve en un puente sobre el río Onyar. El panorama de casas de colores que se reflejaban en el agua me devolvió a la melancolía de Dowland. Los bajos lamidos por la humedad hablaban de tiempos en los que el curso del río debía de haber puesto en peligro estas edificaciones de belleza decadente. Abandonado el panorama desde el puente, avancé entre cafés y tiendas cerradas a aquella hora de la mañana. La Rambla desembocaba en un callejón que torcía a la derecha hasta la cuesta de entrada al Barrio Judío, que parecía impecablemente restaurado.
Me interné en lo que debía de haber sido la arteria principal de la Judería, justamente la calle de la Força donde tenía su negocio el anticuario. Tal vez llegaba demasiado pronto, ya que todos los establecimientos estaban cerrados, pero el romanticismo de aquella calle flanqueada de edificios nobles me hizo olvidar el motivo que me había llevado hasta allí.
Al llegar al final de la cuesta me di cuenta de que no había prestado atención al número del anticuario. Esto me obligó a bajar nuevamente mientras curioseaba en los escaparates de las tiendas. Pasé por el Museo de Historia de los Judíos, con una librería dedicada también a la cultura hebraica.
Mientras me preguntaba si quedarían familias judías en la ciudad, llegué al número 2. El rótulo correspondía efectivamente a una tienda de antigüedades. Sin embargo, el escaparate estaba tapado con tela de saco como si el local estuviera en obras.
Llamé al timbre sin demasiada convicción de encontrar a alguien, a fin de cuentas, aún no eran las diez de la mañana, pero pocos segundos después se abrió una puerta lateral. Al ver a un hombre moreno de nariz aguileña, con una chaqueta de pana sobre los hombros caídos, tuve la certeza de que me hallaba ante Alfred Desmestre. Aunque tendría poco más de cincuenta años, su mirada cansada pero sagaz me decía que era alguien acostumbrado a fijar al momento el valor de las cosas. Y en aquel momento me estaba tasando a mí.
—Si usted es Leo Vidal —dijo con suave voz cantarina—, ha llamado al timbre correcto.
—Espero no llegar demasiado pronto —me disculpé—. Lo cierto es que me gustaría estar de vuelta antes de la tarde.
—Me temo que no va a ser posible —replicó el anticuario.
Esta aseveración me irritó y mi interlocutor lo advirtió enseguida, ya que se apresuró a añadir:
—Quiero decir si le interesa el encargo, por supuesto. Considere lo que ha cobrado como una simple compensación por el viaje, luego hablaremos de cifras.
—Creo que es prematuro hablar de cifras antes de conocer de qué se trata. Es muy posible que no sea la persona adecuada para...
—Mejor dicho —me interrumpió el tal Desmestre—, vamos a hablar de
una
cifra. Tiene sólo cuatro dígitos, pero si le añadimos tres más, podemos ganar una fortuna.
—¿Podemos? —repetí lamentando ya haber acudido a la cita con aquel iluminado.
—Eso mismo he dicho: usted y yo podemos ganar una pequeña fortuna si tiramos del hilo adecuado.
—Yo que usted, no utilizaría el plural antes de saber si me interesa el asunto —dije poniéndome a la defensiva.
—Le interesará, no lo dude.
El anticuario cerró estas palabras poniéndose las manos en los bolsillos mientras arqueaba ligeramente las cejas canosas. Tenía el aspecto de ser un lince de los chanchullos. Por los rasgos angulosos de su cara, probablemente era de ascendencia judía, como yo.
—Ya veremos —repuse—. Lo mejor es que pongamos en claro desde ahora de qué va el asunto.
—Estoy con usted, pero permítame que primero le enseñe un poco el barrio. Nos sentará bien un paseo antes de hablar de negocios.
Subimos por el empedrado de la calle de la Força mientras un cúmulo de nubes bajas ahogaba el cielo.
Desmestre había interrumpido su cháchara y, por su mirada tensa, parecía estar entregado a complicados cálculos. Por mi parte, no podía dejar de admirar los callejones estrechos y sombríos que ascendían lateralmente de aquella vía noble.
Para un americano siempre es excitante hallarse en un escenario medieval, así que interpelé a mi acompañante:
—¿Quedan judíos en el barrio?
El anticuario se detuvo como si le acabara de formular una pregunta absurda a todas luces. Luego contestó:
—Ya no. Exceptuando a Elsa y a mí, no queda ninguno, aparte de los turistas que vienen a conocer el Call Jueu, que es como se conoce este barrio. Ella le dará más datos si le interesa la historia.
—No quisiera hacer perder tiempo a su esposa por una simple curiosidad —dije obviando mis propios orígenes.
—Es mi hija. Mi esposa regresó a Israel hace ya diez años. Apenas tenemos contacto. Pero Elsa estará encantada de que la saque usted a cenar. Dice que esta ciudad la asfixia, no se siente integrada.
Estuve a punto de replicar «No pienso sacar a cenar a nadie, si es que decido quedarme hoy aquí», pero antes de que pudiera hacerlo, Desmestre completó su reflexión:
—Yo creo que la culpa es suya, que es un poco rara.
Tras callejear unos minutos, llegamos a una amplísima escalinata coronada por la catedral, una mole de mármol que se erguía orgullosa dominando la ciudad. Tenía un inquietante ángel negro en lo alto de la torre.
Sonriendo ante mi sorpresa —lo cierto era quelas dimensiones de aquella catedral superaban mis expectativas—, el anticuario me palmeó suavemente la espalda para que subiéramos. En las escaleras tropecé con un borracho que empezó a insultarme en un idioma desconocido para mí, y siguió vociferando mientras ganábamos los últimos escalones.
Los gritos y el cielo plomizo que amenazaba lluvia no hacían más que imprimir a aquel escenario un aire de extraña hostilidad, como si las mismas piedras desaprobaran mi presencia allí. De repente me sentí fuera de lugar en aquella ciudad y en compañía de un tipo del que desconocía las intenciones. Al llegar arriba, le pregunté a bocajarro:
—¿Cómo ha logrado localizarme? ¿Por qué metió ayer en mi casa la documentación? —pregunté tocando el sobre ámbar que sobresalía de mi bolsa de cuero—. ¿No habría sido más fácil telefonearme? Al menos podría haber llamado a la puerta.
—Elsa es así —se limitó a decir mientras elevaba la mirada hacia la torre del ángel negro—. Aprovechando que ella estaba de retiro en Montserrat, le dije que se acercara en coche a dejarle el sobre con la nota. Me dieron su dirección en el consulado en Barcelona.
—Pensaba que esa información era confidencial —repuse irritado.
—Depende de quién la pida.
Sin aclarar nada más, el anticuario extendió el brazo para señalarme un rostro de piedra en la fachada de la catedral. De repente aquel hombre había perdido su aire severo. Estaba exultante.
—¡No me diga que no lo ve!
Miré nuevamente la cabeza de piedra entre los relieves de santos y ornamentos. Representaba un hombre de ojos muy saltones, con melena y bigotes larguísimos.
—Lo veo perfectamente —dije sin saber a qué se refería.
—¿No es extraordinario? Quiero decir, que este hombre esté aquí, en una fachada del siglo XVII. Supongo que lo ha reconocido.
—Si le soy sincero, no.
—Es Dalí. ¡Salvador Dalí!
Confuso, examiné con más detención aquella cara que parecía surgir de la fachada. Conocía bien el rostro del pintor surrealista y ciertamente el parecido era asombroso.
—Esta cabeza de piedra ha provocado todo tipo de interpretaciones —explicó Desmestre—. Se dice que el escultor la realizó después de soñar con el advenimiento del genio tres siglos después. Una premonición extraordinaria, ¿no le parece? Aunque tiene sus detractores.
—¿Qué otras hipótesis hay?
—Los escépticos dicen que la cosa sucedió justamente al revés. Dalí, que conocía bien la catedral, se dejó el pelo y los bigotes largos imitando esta escultura para construir su propio mito. Replicó incluso su mirada alucinada.
Ya en el interior de la catedral, cuya nave era extraordinariamente amplia, el anticuario me ilustró en voz baja sobre los constructores de la catedral: masones que incluían entre la imaginería religiosa símbolos esotéricos, muchos relacionados con la Kábala y la alquimia, que sólo captaban los iniciados.
—Eso explica que haya tantos dragones por todas partes —concluyó—. Representan lo telúrico, el poder que surge de las profundidades de la tierra.
—Lo mismo me dijeron del emplazamiento del monasterio de Montserrat —comenté en referencia a una investigación anterior que deseaba olvidar cuanto antes.
—No le quepa duda. Si viajamos hacia atrás en el tiempo llegaremos allí. Esta catedral gótica se construyó sobre una edificación románica. A su vez, se ha descubierto que existió incluso una iglesia anterior. Y debajo de ésta, un templo romano. Si seguimos retrocediendo, seguro que daríamos con un lugar de culto pagano, muy anterior al cristianismo. Siempre en el mismo lugar. ¿Y sabe por qué?
Me limité a aguardar su respuesta con silencio expectante.
—Porque aquí abajo hay algo —concluyó—. Algo suficientemente poderoso para haber traído de cabeza a miles de artesanos durante tres milenios. No sabemos lo que es, pero se encuentra bajo nuestros pies.
—¿Se refiere a un nido de dragones? —dije tratando de ser gracioso.
El comentario no pareció agradar al anticuario, que acto seguido hizo un gesto con la cabeza para que abandonáramos el templo.
Al salir de la catedral nos recibió un potente trueno como preludio de una tormenta que tardaría en amainar. Antes de que tomáramos una calle descendente, Desmestre me sujetó por el hombro y me señaló una siniestra gárgola que emergía de un muro lateral. Era una figura femenina de rostro deforme que arrojaba agua por la boca. El escultor había dejado para ese fin un orificio de modo que la lluvia se filtrara creando ese efecto.
—Es la bruja de la catedral —comentó el anticuario, entusiasmado de poder mostrarle en acción—. Según la leyenda, por estos aledaños vivía una hechicera que odiaba tanto la religión cristiana que lanzaba injurias a los fieles y arrojaba piedras contra el templo. Hasta que un día, como castigo divino, quedó ella misma convertida en piedra y pegada a este muro. Ahora lo único que puede hacer es escupir agua.
Mientras explicaba esto, observé cómo las gotas de agua se deslizaban lentamente por sus hombros en forma de tienda de campaña. Finalmente dijo:
—Si le parece bien, propongo que tomemos un aperitivo en mi restaurante favorito. Estaremos solos y podremos hablar con discreción del asunto.
—Lo celebro —contesté feliz de que dejáramos de lado el folclore para ocuparnos de lo que me había traído hasta allí.
El restaurante se hallaba en la calle Calderers y tenía el insólito nombre de
El cul de la lleona
[1]
Como faltaban aún tres horas para el almuerzo, estaba cerrado, pero Desmestre sólo tuvo que dar unos suaves golpecitos al cristal para que acudiera un joven sonriente de cabellos rizados a abrir la puerta.
Por el tono aceitunado de su piel, supuse que era magrebí.
—Nos vendría bien algo caliente en esta mañana pasada por agua —anunció el anticuario en tono cantarín.
El camarero se limitó a llevarnos hasta una mesa cercana a la entrada y cerró la puerta del restaurante con llave. Luego corrió las cortinas.
—Vengo casi cada día a comer —aclaró el anticuario—. Permita que pida un tentempié para los dos. No es bueno hablar con el estómago vacío.
Cinco minutos después, el camarero trajo pan tostado con tomate y una fuente con embutidos locales. También dejó en la mesa un frasco con vino tinto.
—Hablemos ya de trabajo —dije tomando una rebanada de pan acompañada de embutido—. Ha mencionado una cifra de cuatro dígitos que puede tener siete. ¿A qué diablos se refiere?
—Explicado así, parece un acertijo. Pero trataré de simplificar la cuestión en lo posible. ¿Sabe usted algo de la Kábala? Es una ciencia que se desarrolló de manera extraordinaria en esta ciudad. Cuando el Call Jueu estaba en auge, aquí vivían los mejores kabalistas de Europa. Pero ya hablaremos de eso en otro momento.
—Sí, vayamos al grano —repuse impaciente.
—Explicado de forma breve y prosaica, hará unos veinte años que dejé Israel para abrir la tienda de antigüedades que ha visto.
De hecho, yo no había visto nada, porque el escaparate estaba cubierto con una lona, pero no quise interrumpirle.
—Desde que este barrio fue restaurado —continuó—, la ciudad se ha enriquecido de forma considerable. Y no sólo por el turismo ocasional. También hay extranjeros de cierto nivel que se han instalado aquí. Como su colega Lance Amstrong, el ciclista.
—Sé quién es. Siga, por favor.
—Bueno, digamos que me gano la vida razonablemente bien comprando el mobiliario de pisos y casas antiguas, aunque luego cuesta lo suyo dar con clientes interesados. Hay que reconocer, sin embargo, que Internet ha facilitado las cosas.
Apuré el vaso de vino rogando al cielo lluvioso que aquel hombre se dejara de preámbulos y soltara de una vez su propuesta. Me estaba agotando la paciencia. Desmestre debió de advertir mi inquietud, ya que de repente dijo:
—El caso es que he sido víctima de un terrible robo.
Tras esa declaración, se hizo un silencio incómodo en el restaurante, donde el camarero —o tal vez fuera el dueño— parecía haberse volatilizado.
—Con todos mis respetos, señor Desmestre —empecé, lamentando ya haber hecho el viaje—, debería poner este asunto en manos de la policía. Que yo escribiera sobre arte robado para millonarios californianos no significa...
—Significa mucho —replicó secamente—, al menos para mí. Ahora mismo usted es la única persona que me puede ayudar a que el dinero no se pierda. Y voy a ser muy generoso. Es más: nos repartiremos el beneficio a partes iguales.
—Insisto —dije anticipándome a los problemas—, éste es un caso para la policía, no para un periodista. Si no confía en las autoridades, contrate a un detective privado.
—La policía está al corriente del robo —puntualizó—, pero eso no me devolverá las cartas. Es más, ni siquiera les he informado de su existencia.
Tal como me temía, aquello tenía todos los visos de ser turbio. El sentido común aconsejaba que me desmarcara cuanto antes. No obstante, antes me dejé llevar por la curiosidad. Pregunté:
—¿De qué cartas habla? No entiendo nada.