—No dejamos que eso nos amargue la vida y nos limitamos a tratar de hacer nuestro trabajo.
—¿Y cuando nada da resultado?
—Bien, siempre queda el recurso de pegar un tiro a los muy cerdos.
Brunetti soltó una carcajada. En todo el tiempo que la había tratado, nunca le había sugerido, ni por asomo, cómo debía manejar a Scarpa; él era reacio a dar esta clase de consejos. Con los años, había aprendido que la mayoría de las situaciones profesionales y sociales eran como el agua sobre un terreno desigual, que siempre se nivela. Con el tiempo, la gente suele decidir quién es el Alfa y quién el Beta. A veces el grado ayuda a determinarlo, pero no siempre. Él estaba seguro de que, al fin, la comisaria Griffoni descubriría cómo controlar al teniente Scarpa, pero no dudaba de que el teniente hallaría la manera de hacérselo pagar.
—Él lleva aquí tanto tiempo como el
vicequestore,
¿no? —preguntó ella.
—Sí. Vinieron juntos.
—Comprendo que no debería decir esto, pero siempre he recelado de los sicilianos —en casa de Claudia Griffoni, al igual que en la de muchos napolitanos de clase alta, se hablaba italiano en lugar del dialecto, que ella había aprendido de las amigas y en la escuela. A veces, utilizaba expresiones napolitanas, pero siempre separándolas, con un entrecomillado de ironía, del italiano más exquisito que había oído Brunetti. Quien no la conociera supondría que ese recelo de los meridionales procedía de una persona del Norte, alguien de Florencia para arriba. Brunetti comprendía que, con esta observación, ella lo ponía a prueba: si se mostraba de acuerdo, ella lo clasificaría en una categoría y, si disentía, en otra. Como él no se identificaba con ninguna de las dos —o con ambas—, Brunetti optó por responder con una pregunta:
—¿Quiere decir con eso que piensa afiliarse a la Lega?
Ahora fue ella la que se rió y luego preguntó, como si no hubiera advertido su evasiva:
—¿Él tiene amigos aquí?
—Trabajaba con Alvise en cierto proyecto europeo, pero se suprimió la asignación antes de que hicieran gran cosa y antes de que alguien pudiera formarse una idea de qué era lo que debían hacer —Brunetti meditó un momento antes de añadir—: En cuanto a amigos, no estoy seguro. Es poco lo que se sabe de él. Lo que me consta es que prefiere no tratarse socialmente con nadie de aquí.
—Tampoco es que ustedes, los venecianos sean los seres más hospitalarios del mundo —dijo ella, sonriendo para quitar hierro a la observación.
Brunetti, sorprendiéndose a sí mismo, respondió en un tono más defensivo de lo que pretendía:
—Aquí no todos son venecianos.
—Lo sé, lo sé —dijo ella, alzando una mano en ademán conciliador—. Todo el mundo es muy amable y simpático, pero eso se acaba en la puerta cuando nos vamos a casa.
De no ser un hombre casado, Brunetti se habría mostrado a la altura de las circunstancias invitándola a cenar inmediatamente. Pero aquellos tiempos habían pasado, y todavía tenía muy fresca en la memoria la reacción de Paola a su actitud para con Franca Marinello como para pensar en invitar a algo a esta atractiva mujer.
Cortó las reflexiones de Brunetti la llegada de Vianello.
—Ah, estás aquí —dijo dirigiéndose al comisario al tiempo que acusaba la presencia de la mujer con un movimiento de la cabeza y un ademán que, en una vida anterior, podía haber sido un saludo. El inspector se detuvo a mitad de camino de la mesa de Brunetti—. Al entrar he visto a la
signorina
Elettra y me ha pedido que te diga que ha hablado con los médicos de San Marcuola y que ahora vendrá a informarte —Brunetti asintió en señal de agradecimiento y Vianello prosiguió—: Los hombres me han dicho que habías hablado con ellos —terminado el mensaje, Vianello separó los pies y cruzó los brazos, dando a entender que no tenía intención de salir del despacho de su superior hasta que le fuera revelado el significado del mensaje.
No menos evidente era la curiosidad de Griffoni, y Brunetti se sintió obligado a ofrecer asiento a Vianello.
—Esta mañana ha estado aquí un
carabiniere
—empezó, y les habló de la visita de Guarino, del asesinato de Ranzato y del hombre que vivía cerca de San Marcuola.
Sus oyentes se quedaron en silencio hasta que Griffoni exclamó:
—¡Por todos los santos! Por si no teníamos ya bastantes problemas con nuestra propia basura, ¿nos van a traer ahora la de otros países?
Los hombres se quedaron atónitos ante este exabrupto. Normalmente, Griffoni hablaba de la conducta criminal con ecuanimidad. El silencio se prolongó hasta que ella dijo, con una voz totalmente distinta:
—El año pasado, dos primas mías murieron de cáncer. Una tenía tres años menos que yo. Grazia vivía a menos de un kilómetro de la incineradora de Tarento.
—Lo lamento —dijo Brunetti con voz mesurada.
Ella alzó una mano y dijo:
—Yo trabajaba en eso antes de venir a Venecia. No puedes trabajar en Nápoles sin saber lo que pasa con la basura. Se amontona en las calles o tenemos que buscar vertederos ilegales: en el campo de los alrededores de Nápoles ves basura por todas partes.
Dirigiéndose a ella, Vianello dijo:
—He leído cosas sobre Tarento. He visto fotos de los corderos en el campo.
—Parece que también los corderos mueren de cáncer —dijo Griffoni con su voz habitual. Brunetti la vio menear la cabeza y mirarle—. ¿Hemos de ocuparnos de esto o es competencia de los
carabinieri?
—Oficialmente, es cosa de ellos —respondió Brunetti—. Pero, si se busca a ese hombre, entramos nosotros.
—¿Tiene que autorizarlo el
vicequestore?
—preguntó Griffoni con voz neutra.
Antes de que Brunetti pudiera contestar, entró en el despacho la
signorina
Elettra. Saludó a Brunetti, sonrió a Vianello e inclinó la cabeza en dirección a Griffoni. Brunetti recordó entonces a uno de los personajes de Dickens que Paola solía mencionar, el cual analizaba las situaciones según de dónde soplara el viento. Del Norte, supuso Brunetti.
—He hablado con uno de los médicos del barrio, comisario —dijo la joven con exagerada formalidad—. Pero no recuerda a nadie. Me ha dicho que preguntará a su compañero cuando llegue —era una suerte, pensó Brunetti, que siguieran llamándose de usted al cabo de los años: era el tratamiento más apropiado para esta glacial conversación.
—Gracias,
signorina.
Le agradeceré que, cuando él le diga algo, me lo comunique —dijo Brunetti.
Ella miró, uno a uno, a los tres y respondió:
—Por supuesto, comisario. Confío en que nada se me haya pasado por alto —lanzó una rápida mirada a la comisaria Griffoni, como desafiándola a contemplar tal posibilidad.
—Gracias,
signorina
—dijo Brunetti. Sonrió y miró su nuevo calendario de sobremesa mientras esperaba, y luego oyó el sonido de los pasos de ella que se alejaban y el de la puerta que se cerraba.
Tardó en levantar la mirada lo suficiente como para evitar toda complicidad en el gesto que intercambiaron Griffoni y Vianello. La comisaria se levantó diciendo:
—Me parece que volveré al aeropuerto —antes de que alguno de ellos pudiera preguntar, aclaró—: El caso, no el sitio.
—¿El personal de equipajes? —preguntó, con un suspiro de cansancio, Brunetti, que se había encargado de las investigaciones anteriores.
—Interrogar al personal de asistencia es como escuchar los Grandes Éxitos de Elvis: los has oído todos mil veces, en distintas versiones, y preferirías no volver a oírlos —dijo ella con gesto de resignación. Fue hasta la puerta, desde donde los miró y terminó—: Pero sabes que no podrás evitarlo.
Cuando ella se fue, Brunetti descubrió que aquel día, pasado escuchando a gente que le contaba cosas y trabajando poco en realidad, lo había fatigado. Dijo a Vianello que se hacía tarde y propuso volver a casa. Vianello, aunque miró el reloj, se levantó y dijo que le parecía una idea excelente. Cuando el
ispettore
se fue, Brunetti decidió bajar a la oficina de los agentes antes de irse a casa, para ver qué podía averiguar él sobre Cataldo. Los hombres estaban acostumbrados a estas visitas, en las que procuraban que uno de los agentes jóvenes permaneciera en la oficina mientras el comisario estaba allí, por si tenía que ayudar. Pero esta vez la búsqueda resultó relativamente fácil, y Brunetti no tardó en encontrar varios
links
con artículos de prensa.
Muy pocos contenían algo que no le hubiera dicho el
conte.
En un número de
Chi
encontró una foto de Cataldo dando el brazo a Franca Marinello antes de su matrimonio. Estaban en un balcón o una terraza, de espaldas al mar, Cataldo con la cara seria y la ancha figura vestida con traje de lino gris claro, y ella, con pantalón blanco y camiseta negra de manga corta y expresión de felicidad. La definición de la imagen era lo bastante nítida como para que Brunetti pudiera apreciar lo bonita que había sido: frisando los treinta, rubia y más alta que su futuro marido. Su cara parecía… —Brunetti tuvo que pensar un momento antes de encontrar la expresión—… sin complicaciones. La sonrisa era tímida; las facciones, regulares; y los ojos, tan azules como el mar que estaba a su espalda.
—Una chica bonita —dijo entre dientes. Pulsó una tecla para hacer avanzar el texto y la pantalla se borró.
Esto fue la última gota: él necesitaba su propio ordenador. Se levantó, dijo al hombre que estaba más cerca que la máquina no funcionaba y se fue a casa.
A la mañana siguiente, Brunetti llamó desde el despacho a los
carabinieri
de Marghera, preguntó por el
maggiore
Guarino y fue informado de que éste no se hallaba en el puesto, donde no se le esperaba hasta el final de la semana. Brunetti dejó de pensar en Guarino y volvió a la idea de solicitar un ordenador. Si lo conseguía, ¿podría seguir pidiendo a la
signorina
Elettra que encontrara lo imposible? ¿Esperaría ella que él hiciera lo más básico como… como encontrar números de teléfono y horarios de los
vaporetti?
Una vez pudiera hacer estas cosas, probablemente ella supondría que también era capaz de encontrar el historial médico de los sospechosos y localizar transferencias de fondos a y de cuentas numeradas. Por otra parte, además de buscar información, él podría leer periódicos
online:
tanto el del día de la fecha como los atrasados. Pero ¿y la sensación de tener en la mano
II Gazzettino,
y el olor a tinta, y el tizne que dejaba en el bolsillo derecho de todas sus americanas?
¿Y ese punto de orgullo, la conciencia le obligó a confesar, que sentía al abrir este diario en el
vapporetto,
con lo que manifestaba su pertenencia a este tranquilo pequeño mundo? ¿Qué persona que estuviera en su sano juicio leería
Il Gazzettino,
salvo un veneciano?
Il Giornale delle Serve,
el diario de las criadas, sí, ¿y qué? No estaban mejor escritos muchos diarios de circulación nacional, ni contenían menos inexactitudes, erratas y fotos con el pie cambiado.
La
signorina
Elettra eligió este momento para aparecer en la puerta del despacho. Él la miró y dijo:
—Adoro
Il Gazzettino.
—Siempre tiene a su disposición el Palazzo Boldu,
dottore
—dijo ella aludiendo al centro psiquiátrico—. Quizá le prescriban descanso y nada de lecturas, desde luego.
—Gracias,
signorina
—dijo él cortésmente, y fue a lo que le interesaba, sobre lo que había reflexionado durante la noche—. Me gustaría tener un ordenador en mi despacho.
Ella no trató de disimular la sorpresa.
—¿Usted? —preguntó—. Comisario —añadió, recordando los buenos modales.
—Sí, uno de esos planos, como el que tiene usted.
Esta explicación la hizo reflexionar.
—Son carísimos, comisario —objetó.
—No lo dudo —respondió él—. Pero estoy seguro de que habrá alguna manera de incluirlo en el presupuesto de material de oficina —cuanto más hablaba y más lo pensaba, mayor era su deseo de tener un ordenador, y uno como el de ella, no aquella antigualla con la que tenían que arreglárselas los agentes.
—Comisario, tendría que darme unos cuantos días para pensarlo. Y ver si hay manera de arreglarlo.
Brunetti intuyó victoria en su tono dubitativo.
—Desde luego —dijo sonriendo, expansivo—. ¿Qué deseaba?
—Se trata del
signor
Cataldo —dijo ella, levantando una carpeta azul.
—Ah, sí —dijo él, invitándola a acercarse con un ademán y levantándose a medias—. ¿Qué ha encontrado? —no dijo nada de su propia búsqueda.
—Verá, comisario —empezó ella acercándose a la silla. Con una soltura nacida de la práctica, tiró de la falda hacia un lado al sentarse. Puso la carpeta en la mesa y prosiguió—: Es muy rico, pero eso usted ya debe de saberlo —Brunetti sospechaba que eso lo sabía toda la ciudad, pero asintió para animarla a continuar—: Heredó una fortuna de su padre, que murió antes de que Cataldo cumpliera cuarenta años. De eso hace más de treinta, en pleno auge económico. Él se dedicó a hacer inversiones y ampliar sus negocios.
—¿Qué negocios?
Ella se acercó la carpeta y la abrió.
—Tiene una fábrica en las afueras de Longarone que hace paneles de madera. Al parecer, en Europa sólo hay dos empresas que los fabrican. Y, en la misma zona, posee una fábrica de cemento que, poco a poco, se va comiendo una montaña. En Trieste tiene una flota de barcos mercantes; y una empresa de transportes nacionales e internacionales. Una concesionaria de excavadoras y maquinaria pesada. Y también dragas. Grúas —como Brunetti no dijera nada, añadió—: En realidad, lo único que tengo es una lista de sus empresas; aún no he visto sus finanzas.
Brunetti levantó la mano derecha.
—Sólo si no es demasiado difícil,
signorina
—al verla sonreír ante tan improbable eventualidad, prosiguió—: ¿Y aquí, en la ciudad?
Ella volvió una hoja y dijo:
—Posee cuatro tiendas en Calle dei Fabbri y dos edificios en Strada Nuova. Dos restaurantes ocupan los bajos y encima hay cuatro apartamentos.
—¿Todo está alquilado?
—Desde luego. Una de las tiendas cambió de manos hace un año y corre el rumor de que el nuevo titular tuvo que pagar una
buonuscita
de un cuarto de millón de euros.
—¿Sólo por las llaves?