—¿Por qué lo haría? —preguntó Brunetti impulsivamente.
—Guido —dijo el
conte
al cabo de un momento—, hace tiempo que he renunciado.
—¿Renunciado a qué?
—A tratar de comprender por qué la gente hace lo que hace. Por mucho que nos esforcemos, nunca lo conseguiremos. El chófer de mi madre solía decir: «Como sólo tenemos una cabeza, sólo podemos pensar en las cosas de una manera.» —el
conte
rió y dijo con súbita vivacidad—: Basta de cotilleo. Lo que quería saber es si te causó buena impresión.
—¿Sólo eso?
—No pensé que fueras a fugarte con ella, Guido —rió el
conte.
—Orazio, créeme, con una mujer amante de la lectura tengo más que suficiente.
—Te comprendo, te comprendo —y, en tono más serio—: Pero no has contestado a mi pregunta.
—Muy buena impresión.
—¿Te pareció una persona digna de confianza?
—Absolutamente —respondió Brunetti al instante, sin necesidad de pensarlo. Pero, después de meditar un momento, dijo—: ¿No es curioso? No sé casi nada de ella, pero me parece de fiar porque le gusta Cicerón.
El
conte
volvió a reír, pero ahora con más suavidad.
—Para mí tiene sentido.
El
conte
raramente mostraba tanto interés por una persona, lo que indujo a Brunetti a preguntar:
—¿Por qué esa curiosidad por saber si es digna de confianza?
—Porque, si ella se fía de su marido, tal vez él sea fiable.
—¿Y te parece que ella se fía?
—Anoche estuve observándolos y no vi falsedad en ellos. Se aman.
—Pero no es lo mismo amar que confiar, ¿verdad?
—Ah, qué bien me hace percibir el tono ecuánime de tu escepticismo, Guido. Vivimos en una época que da tanta importancia al sentimentalismo que a veces me olvido de mi instinto.
—¿Y qué te dice el instinto?
—Que un hombre puede sonreír y sonreír, y ser un bellaco.
—¿La Biblia?
—Shakespeare, me parece —dijo el
conte.
Brunetti creía que la conversación había terminado, pero su suegro dijo entonces:
—Quizá puedas hacerme un favor, Guido. Discretamente.
—¿Sí?
—Tú dispones de información mucho mejor de la que pueda tener yo sobre ciertos asuntos, y me pregunto si no podrías hacer que alguien se informara de si Cataldo es persona en la que yo pudiera…
—¿Confiar? —preguntó Brunetti provocativamente.
—No tanto como eso, Guido —dijo el
conte
Falier con firmeza—. Más bien si es alguien con quien yo pudiera asociarme en una inversión. Él tiene mucha prisa en que tome una decisión, y no sé si mi propia gente podría averiguar… —la voz del
conte
se extinguió, como si él no encontrara las palabras apropiadas para expresar con exactitud la naturaleza de su interés.
—Veré lo que puedo hacer —dijo Brunetti, advirtiendo que sentía curiosidad acerca de Cataldo, pero, en este momento, no deseaba descubrir por qué.
Él y el
conte
intercambiaron unas frases joviales que pusieron fin a la conversación.
Brunetti miró el reloj y vio que aún tenía tiempo para hablar con la
signorina
Elettra, la secretaria de su superior, antes de ir a casa a almorzar. Si alguien podía atisbar discretamente en las transacciones de Cataldo era ella, sin duda. Durante un momento, pensó en pedirle que, de paso, viera qué podía descubrir acerca de la esposa del magnate, pero lo avergonzaba un poco aquel deseo de ver una foto suya de antes de… antes de su matrimonio.
No tenías más que entrar en el despacho de la
signorina
Elettra para recordar que hoy era martes: un gran ramo de tulipanes color de rosa presidía una mesa situada delante de la ventana. El ordenador que ella había permitido que una generosa y agradecida
questura
le proporcionara meses atrás —consistente tan sólo en un anoréxico monitor y un teclado negro— dejaba en su escritorio espacio suficiente para un no menos espléndido ramo de rosas blancas. El envoltorio, pulcramente doblado, estaba en el recipiente destinado exclusivamente a papel, y ay del que, por distracción, echara papel, cartón, metal o plástico donde no correspondía. Brunetti la había oído hablar por teléfono con el presidente de Vesta, la empresa privada a la que había sido concedido el contrato para la recogida de residuos de la ciudad —en este momento, el comisario prefería no pensar en los factores que habían contribuido a tal concesión—, y recordaba la exquisita cortesía con que la joven llamaba la atención de su interlocutor sobre las maneras en que una investigación de la policía o, lo que era peor, de la Guardia di Finanza, podía complicar el funcionamiento de su empresa y lo onerosos y molestos que podían ser los inesperados descubrimientos a los que podía dar lugar tal inspección.
Luego de aquella conversación —aunque no a consecuencia de ella, por supuesto—, los basureros habían modificado su ruta y empezado a amarrar su «barca ecológica» frente a la
questura
todos los martes y viernes por la mañana, después de recoger el papel y el cartón de los residentes de la zona de SS Giovanni e Paolo. El segundo martes, el
vicequestore
Giuseppe Patta les había ordenado marcharse de allí, escandalizado por la
brutta figura
que presentaban unos agentes de policía que transportaban bolsas de papel de la
questura
a la barcaza de la basura.
La
signorina
Elettra no necesitó mucho tiempo para hacer comprender al
vicequestore
la excelente publicidad que supondría la introducción de una
ecoiniziativa,
fruto, evidentemente, del firme compromiso del
dottor
Patta con la salud ecológica de su ciudad de adopción. A la semana siguiente,
La Nuova
envió a la
questura
no sólo a un reportero sino también a un fotógrafo, y al día siguiente publicaba en primera plana una larga entrevista con Patta y, lo que es más, una gran foto. Aunque el
vicequestore
no aparecía en ella llevando una bolsa a la barcaza sino sentado ante su mesa, con una mano descansando en un montón de papeles, en una pose que sugería su capacidad para resolver los casos en ellos documentados por pura fuerza de voluntad y disponer después con máxima diligencia que los papeles se depositaran en el receptáculo pertinente.
Cuando entró Brunetti, la
signorina
Elettra salía del despacho de su superior.
—Ah, qué bien —dijo al ver a Brunetti en la puerta—. El
vicequestore
desea verlo.
—¿Sobre? —preguntó él, olvidándose momentáneamente de Cataldo y de su esposa.
—Tiene una visita. Un
carabiniere.
De Lombardía —la Serenísima República había dejado de existir hacía más de dos siglos, pero los que hablaban su lengua aún podían expresar con una sola palabra su recelo respecto a esos voceras arribistas de lombardos.
—Ya puede entrar —dijo ella, acercándose a su mesa, para dejarle paso hacia la puerta de Patta.
Él le dio las gracias, llamó con los nudillos y, al grito de Patta, entró.
Patta estaba sentado a su escritorio. Tenía a un lado el mismo montón de papeles utilizado en la escenografía de la foto de los periódicos: para Patta, un montón de papeles no podía tener otra utilidad que la meramente decorativa. Brunetti vio a un hombre sentado frente al escritorio de Patta que, al oír entrar al comisario, se puso de pie.
—Ah, Brunetti —dijo Patta con jovialidad—, le presento al
maggiore
Guarino, de los
carabinieri
de Marghera —el aludido era alto, unos diez años más joven que Brunetti y muy delgado. Tenía la sonrisa fácil y franca y una cabellera espesa, que empezaba a encanecer en las sienes. Los ojos, oscuros y muy hundidos, le daban el aspecto del hombre que prefiere observar los acontecimientos desde lugar seguro y semioculto.
Se estrecharon la mano, intercambiaron frases afables y Guarino se hizo a un lado para dejar pasar a Brunetti hacia la otra silla situada delante del escritorio.
—Brunetti —empezó Patta—, quería que conociera al
maggiore,
que ha venido a ver si podemos ayudarle —antes de que Brunetti pudiera preguntar, el
vicequestore
prosiguió—: Desde hace algún tiempo, se acumulan los indicios, especialmente en el Noreste, de la presencia de ciertas organizaciones ilegales —lanzó una mirada a Brunetti, que no tuvo necesidad de preguntar: todo el que leyera el periódico, incluso todo el que hubiera mantenido una conversación en un bar, estaba al corriente. Pero para contentar a Patta, Brunetti arqueó las cejas en lo que esperaba que fuera una señal de inquisitivo interés, y Patta explicó—: Y, lo que es peor, y éste es el motivo de la visita del
maggiore,
existen pruebas de que están siendo adquiridas empresas legales, concretamente, en el sector del transporte —¿cómo era aquel cuento de un escritor norteamericano del hombre que se quedó dormido y despertó al cabo de décadas? ¿Acaso Patta había estado hibernando en alguna cueva mientras la Camorra se extendía hacia el Norte, y no lo había descubierto hasta esta mañana al despertarse?
Brunetti mantenía los ojos fijos en Patta, fingiéndose ajeno a la reacción del
carabiniere,
que había carraspeado.
—El
maggiore
Guarino lleva algún tiempo ocupándose de este problema, y sus investigaciones lo han traído al Véneto. Como comprenderá, Brunetti, esto ahora nos concierne a todos —prosiguió Patta, en un tono en el que vibraba el horror ante una amenaza recién descubierta. Mientras hablaba Patta, Brunetti trataba de explicarse por qué había sido requerida su presencia. El transporte, al menos, por carretera o por ferrocarril, nunca había sido de la incumbencia de la policía en Venecia. Él apenas tenía experiencia directa de asuntos relacionados con el transporte terrestre, criminales o de otra índole, ni recordaba que la tuviera alguno de los hombres a sus órdenes—,… por consiguiente, me ha parecido que, estableciendo contacto entre ustedes dos, podríamos crear una cierta sinergia —concluyó Patta, con su pedantería habitual.
Guarino fue a responder, pero al observar la no muy discreta mirada de Patta al reloj, pareció cambiar de idea.
—No abusaré más de su tiempo,
vicequestore
—dijo, acompañando sus palabras de una amplia sonrisa a la que Patta correspondió afablemente—. Quizá sea preferible que el comisario y yo cambiemos impresiones —inclinó la cabeza hacia Brunetti al decir esto— y después volvamos para solicitar su
input
—cuando Guarino utilizó la palabra inglesa, sonó como si conociera su significado.
Brunetti estaba asombrado de la rapidez con la que Guarino había acertado con el tono perfecto para dirigirse a Patta y de la sutileza que reflejaba su sugerencia. Se solicitaría la opinión de Patta, pero no antes de que otros hubieran hecho el trabajo, con lo que se le evitaría esfuerzo y responsabilidad y, no obstante, podría atribuirse el mérito de cualesquiera progresos que se lograran. Esto, para Patta, era el desiderátum.
—Sí, sí —dijo Patta, como si las palabras del
maggiore
le hubieran recordado las grandes responsabilidades de su cargo.
Guarino se puso en pie y Brunetti le imitó. El
maggiore
hizo varias observaciones más; Brunetti fue hasta la puerta y esperó a que terminara, y los dos hombres salieron del despacho juntos.
La
signorina
Elettra se volvió hacia ellos.
—Confío en que la reunión haya sido un éxito,
signori
—dijo afablemente.
—Con una inspiración como la aportada por el
vicequestore,
no podía ser de otro modo,
signora
—dijo Guarino con voz neutra.
Brunetti la vio fijar la atención en el hombre que acababa de hablar.
—Desde luego —respondió ella, con ojos brillantes—. Es grato conocer a otra persona que valora su inspiración.
—¿Cómo no iba a valorarla,
signorai
¿O es
signorina?
—preguntó Guarino imprimiendo en su voz curiosidad o quizá asombro porque ella aún pudiera permanecer soltera.
—El
vicequestore
Patta es, después de nuestro actual jefe del Gobierno, el hombre más inspirador que conozco —sonrió ella, respondiendo sólo a la primera pregunta.
—Lo creo, desde luego —convino Guarino—. Carismáticos, cada uno a su manera —sax e volvió hacia Brunetti—. ¿Algún sitio en el que podamos hablar?
Brunetti, que no estaba seguro de poder mantener la seriedad si abría la boca, se limitó a mover la cabeza de arriba abajo, y los dos hombres salieron del despacho. Mientras subían la escalera, Guarino preguntó:
—¿Hace tiempo que ella trabaja para el
vicequestore?
—El tiempo suficiente para haber caído bajo su hechizo —respondió Brunetti. Y, al ver la mirada de Guarino—: No estoy seguro. Años. Es como si hubiera estado aquí desde siempre, aunque no es así.
—¿Las cosas no marcharían si no fuera por ella? —preguntó Guarino.
—Eso me temo.
—Nosotros tenemos a una persona como ella en el puesto —dijo el
maggiore
—: La
signorina
Landi, la formidable Gilda. ¿Su
signorina
Landi es funcionaria civil?
—Sí —respondió Brunetti, sorprendido de que Guarino no se hubiera fijado en la chaqueta colgada, descuidadamente, desde luego, del respaldo de la silla. Brunetti entendía poco de moda, pero podía distinguir un forro Etro a veinte pasos, y sabía que el Ministerio del Interior no lo utilizaba en las chaquetas de uniforme. Evidentemente, Guarino había pasado por alto el indicio.
—¿Casada?
—No —respondió Brunetti, y sorprendiéndose a sí mismo, preguntó—: ¿Y usted? —Brunetti caminaba delante del otro hombre, y no oyó la respuesta—. ¿Cómo dice?
—En realidad, no.
¿Qué podía significar eso?, se preguntó Brunetti.
—Perdón, pero no entiendo —dijo cortésmente.
—Separado.
—Oh.
Una vez en el despacho de Brunetti, éste llevó a su visitante a la ventana para mostrarle la vista: la iglesia perpetuamente en vísperas de restauración y el geriátrico totalmente restaurado.
—¿Adonde va el canal? —preguntó Guarino inclinándose para mirar hacia la derecha.
—A la Riva degli Schiavoni y el
hacino.
—¿Se refiere a la laguna?