Guarino completó la lista:
—…o sanitarios y, a menudo, radiológicos.
—¿Y adonde los llevaban?
—Una parte, a los puertos y, de allí, al país del Tercer Mundo que los aceptara.
—¿Y el resto?
Antes de responder, Guarino se irguió.
—Los residuos se dejan en las calles de Nápoles. Ya no hay sitio en los vertederos ni en las incineradoras, que no dan abasto a quemar lo que les llega del Norte. No sólo de Lombardía y del Véneto, sino de cualquier fábrica que pague para que se lo lleven y no haga preguntas.
—¿Cuántos viajes habrá hecho Ranzato?
—Ya le he dicho que él no sabía llevar cuentas.
—¿Y usted no podía…? —empezó Brunetti. Desechó la palabra «obligarle» sustituyéndola por—: ¿… inducirle a que se lo dijera?
—No —Ante el silencio de Brunetti, Guarino añadió—: Una de las últimas veces que hablé con él, me dijo que casi deseaba que lo arrestara, para poder dejar de hacer lo que hacía.
—Entonces todos los periódicos hablaban del tema, ¿verdad?
—Sí.
—Comprendo.
Guarino suavizó la voz al decir:
—Ya éramos, no diré amigos, pero casi, y él me hablaba con franqueza. Al principio tenía miedo de mí pero al final tenía miedo de ellos y de lo que le harían si descubrían que hablaba con nosotros.
Y, por lo visto, lo descubrieron.
Estas palabras o, quizá, el tono en que fueron pronunciadas, hicieron que Guarino lanzara a Brunetti una mirada agria.
—Eso, suponiendo que no fuera un robo —dijo con voz neutra, dando a entender que la mejor prueba de la amistad era la aparente confianza.
—Desde luego.
Brunetti era compasivo por naturaleza, pero lo impacientaban las muestras de arrepentimiento: la mayoría de las personas, por mucho que lo negaran, sabían perfectamente dónde se metían.
—Él debía de saber desde el principio quiénes eran o, por lo menos, lo que eran —dijo el comisario—. Y qué querían que hiciera —a pesar de las seguridades de Guarino, Brunetti pensaba que Ranzato debía de saber lo que llevaba en los camiones. Además, estas palabras de remordimiento eran exactamente lo que la gente deseaba oír. A Brunetti siempre le había desconcertado esta buena disposición de la gente para dejarse seducir por el pecador arrepentido.
—Quizá, pero no me lo dijo —respondió el
maggiore,
recordando a Brunetti cómo él mismo tendía a proteger a ciertas personas a las que utilizaba como informadores, o a las que había obligado a actuar como tales—. Dijo que quería dejar de trabajar para ellos. No me explicó por qué, pero, cualquiera que fuera la razón, estaba claro, por lo menos para mí, que le angustiaba. Fue entonces cuando dijo lo de que prefería que lo arrestaran. Para que aquello no continuara.
Brunetti se abstuvo de decir que aquello no había continuado. Ni se molestó en comentar que, muchas veces, la percepción del peligro personal pone a las personas en la senda de la virtud. Sólo un anacoreta habría permanecido ignorante de la
emergenza spazzatura
que había acaparado la atención de la nación durante las últimas semanas de vida de Ranzato.
¿Estaba incómodo Guarino? ¿O, quizá, irritado por la frialdad de Brunetti? A fin de mantener viva la conversación, Brunetti preguntó:
—¿Qué día lo vio por última vez?
El
maggiore
ladeó el cuerpo y extrajo del bolsillo una libretita negra. La abrió, se humedeció el índice de la mano derecha y pasó rápidamente varias hojas.
—El siete de diciembre. Lo recuerdo porque dijo que su esposa quería que fuera con ella a misa al día siguiente —Guarino dejó caer la mano bruscamente y la libretita le golpeó el muslo—.
Oddio
—susurró.
El
carabiniere
se había puesto pálido. Cerró los ojos y apretó los labios. Durante un momento, Brunetti pensó que aquel hombre iba a desmayarse. O a echarse a llorar.
—¿Qué ocurre, Filipo? —preguntó retirando los pies del cajón y poniéndolos en el suelo, mientras se inclinaba hacia adelante, levantando una mano ligeramente.
Guarino cerró la libreta, la apoyó en la rodilla y se quedó mirándola.
—Ahora lo recuerdo. Dijo que su esposa se llamaba Immacolata y que siempre iba a misa el día ocho, porque era su santo.
Brunetti no comprendía por qué esta circunstancia podía haber alterado a Guarino, hasta que éste explicó:
—Me dijo que era el único día del año en que ella le pedía que la acompañara a misa y a comulgar. Él pensaba ir a confesar a la mañana siguiente, antes de la misa —Guarino tomó la libreta y la guardó en el bolsillo.
—Espero que fuera —dijo Brunetti antes de darse cuenta de que había hablado.
Ninguno de los dos hombres supo qué decir después de aquello. Brunetti se levantó y fue a la ventana, en busca de un momento de calma, tanto para sí mismo como para Guarino. Tendría que explicar a Paola lo que había dicho sin pensar, aquella frase que se le había escapado.
Oyó que Guarino carraspeaba y decía como si él y Brunetti hubieran acordado tácitamente no seguir hablando de Ranzato ni de lo que éste pudiera saber.
—Se lo he dicho porque lo mataron y, como la única pista que tenemos del hombre para el que trabajaba apunta a San Marcuola, necesitamos su ayuda. Ustedes, la policía de Venecia, son los únicos que pueden decirnos si por allí vive alguien que pueda estar complicado en…, en fin, en algo así. —No parecía haber terminado, y Brunetti no dijo nada. Después de un momento, Guarino prosiguió—: Nosotros no sabemos a quién estamos buscando.
—¿El
signor
Ranzato trabajaba sólo para este hombre? —preguntó Brunetti volviéndose hacia el
maggiore.
—Es el único del que me habló.
—Que no es lo mismo.
—Yo diría que sí. Como ya le he dicho, no es que nos hubiéramos hecho amigos, pero hablábamos de ciertas cosas con franqueza.
—¿Por ejemplo?
—Yo le decía que tenía mucha suerte de estar casado con una mujer de la que estaba tan enamorado —dijo Guarino en una voz que se mantuvo firme salvo al pronunciar la palabra «enamorado».
—Comprendo.
—Se lo dije sinceramente —insistió Guarino con un énfasis que a Brunetti le pareció revelador—. No fue una de esas cosas que les dices para hacer que confíen en ti —esperó un momento, para asegurarse de que Brunetti comprendía la diferencia, y prosiguió—: Quizá fuera así al principio, pero con el tiempo las cosas cambiaron entre nosotros.
—¿Conoce a la esposa?
—No; pero él tenía una foto en la mesa —dijo Guarino—. Me gustaría hablar con ella, pero no puede ser, o se sabría que estábamos en contacto con él.
—Si lo han matado, ¿no diría que eso ya lo saben? —preguntó Brunetti, resistiéndose a mostrarse clemente.
—Quizá —admitió Guarino con cierta resistencia, y luego rectificó—: probablemente —su voz se hizo más firme—: Pero son las reglas. No debemos hacer algo que pueda ponerla en peligro.
—Por supuesto —dijo Brunetti, renunciando a observar que eso ya estaba hecho. Volvió a la mesa—. No sé en qué medida podremos ayudarles, pero preguntaré por ahí y repasaré el archivo. Desde luego, en este momento no se me ocurre nadie —en la expresión «preguntaré por ahí» estaba implícito que todas las pesquisas que se hicieran, aparte del habitual repaso del archivo, tendrían carácter puramente extraoficial: interrogatorio de informadores, charlas en bares, insinuaciones—. De todos modos, Venecia no es el mejor sitio para buscar información sobre transporte por carretera.
Guarino lo miró, buscando sarcasmo en su comentario, sin hallarlo.
—Le agradeceré cualquier información que pueda darme —dijo—. Vamos desorientados. Siempre ocurre esto cuando hemos de trabajar en sitios en los que no conocemos… —la voz de Guarino se apagó.
A Brunetti se le ocurrió que el otro podía haberse interrumpido para no decir: «a alguien en quien confiar».
—Es extraño que él no arreglara las cosas para que pudiera usted ver a ese hombre —dijo—. Al fin y al cabo, hacía mucho tiempo que conocía su relación.
Guarino no dijo nada.
Brunetti se daba cuenta de que quedaba mucho por preguntar. ¿No se había parado a ningún camión y pedido los papeles al conductor? ¿Y si había un accidente?
—¿Habló con los conductores?
—Sí.
—¿Y?
—Y no me fueron de gran ayuda.
—¿Qué quiere decir?
—Pues que ellos iban a donde les mandaban, sin hacer preguntas —la expresión de Brunetti indicaba en qué medida le parecía plausible la explicación, por lo que Guarino añadió—: O bien el asesinato de Ranzato contribuyó a borrarles la memoria.
—¿Cree que valdría la pena averiguar si fue una cosa o la otra?
—Me parece que no. Aquí la gente no tiene mucha experiencia de la Camorra, pero ya ha aprendido que vale más no causarle problemas.
—Si así están ya las cosas, poca esperanza quedará de poder pararlos.
Guarino se puso en pie y se inclinó sobre la mesa tendiendo la mano a Brunetti.
—Me encontrará en el puesto de Marghera.
Brunetti se levantó y le estrechó la mano diciendo:
—Preguntaré por ahí.
—Se lo agradeceré —Guarino miró a Brunetti largamente, movió la cabeza de arriba abajo, para indicar que le creía, fue rápidamente hacia la puerta y salió sin hacer ruido.
—Vaya, vaya, vaya —murmuró Brunetti entre dientes. Estuvo un rato sentado a la mesa, pensando en lo que le habían dicho y luego bajó al despacho de la
signorina
Elettra. Ella levantó la mirada de la pantalla del ordenador al entrar él. Por la ventana entraba un sol de invierno que iluminaba las rosas que él había visto por la mañana y la blusa de la joven, que resplandecía más que las flores…
—Si tiene tiempo, me gustaría que buscara cierta información.
—¿Para usted o para el
maggiore
Guarino? —preguntó ella.
—Para los dos, creo —respondió él, advirtiendo la simpatía con que ella había pronunciado el nombre.
—En diciembre, un hombre llamado Stefano Ranzato fue muerto en su despacho de Tessera. Durante un robo.
—Sí, comisario, lo recuerdo —dijo ella y, al cabo de un momento, preguntó—: ¿Y el
maggiore
está encargado del caso?
—Sí.
—¿Cómo puedo ayudarles a los dos?
—Existen indicios que le hacen pensar que el asesino podría vivir cerca de San Marcuola —esto no era exactamente lo que le había dicho Guarino, pero tampoco difería mucho—. Como habrá observado, el
maggiore
no es veneciano, ni ninguno de los hombres de su brigada.
—Ah, la infinita sabiduría de los
carabinieri
—dijo ella.
Brunetti, como si no la hubiera oído, prosiguió:
—Ya han comprobado el registro de detenciones de la zona de San Marcuola.
—¿Crímenes con violencia o intimidación?
—Las dos cosas, supongo.
—¿El
maggiore
ha dicho algo más acerca del asesino?
—Unos treinta años, bien parecido y ropa cara.
—Bien, eso reduce el número a un millón aproximadamente.
Brunetti no se molestó en responder.
—San Marcuola, ¿eh? —ella guardó silencio. Mientras esperaba, él la vio abrocharse el botón del puño. Eran más de las once, y aún no se veía ni la más pequeña arruga en los almidonados puños de la blusa. ¿No debería advertirla de que tuviera cuidado de no cortarse las muñecas con el borde?
Ella ladeó la cabeza, mirando al dintel de la puerta de Patta, mientras, con aire ausente, abrochaba y desabrochaba el botón.
—Los médicos son una posibilidad —apuntó Brunetti al cabo de un rato.
Ella lo miró con franca sorpresa y sonrió.
—Ah, claro —dijo con gesto de aprobación—. No se me había ocurrido.
—No sé si Barbara… —empezó Brunetti, refiriéndose a la hermana de ella, que ya había hablado con el comisario en ocasiones anteriores, aunque marcando claramente los límites entre lo que podía y lo que no podía revelar a la policía.
La respuesta de la
signorina
Elettra fue inmediata.
—No creo que sea necesario hablar con ella. Conozco a dos médicos que tienen la consulta cerca de allí. Les preguntaré. La gente les cuenta cosas, y es posible que sepan algo —en respuesta al gesto de Brunetti, agregó—: Barbara les habría preguntado a ellos de todos modos.
Él asintió y dijo:
—Preguntaré abajo, en la oficina de los agentes. Ellos conocen detalles de la vida de la gente que vive en los barrios por los que patrullan.
Cuando daba media vuelta para marcharse, Brunetti se detuvo, como si recordara algo, y dijo:
—Otra cosa,
signorina.
—¿Sí, comisario?
—Forma parte de otra investigación, mejor dicho, no se trata de una investigación sino de una consulta que me han hecho: le agradecería que viera lo que puede encontrar acerca de un empresario de la ciudad, Maurizio Cataldo.
—Ah —interjección que podía significar cualquier cosa.
—Y también de su esposa, si es que hay algo sobre ella.
—¿Franca Marinello, comisario? —preguntó ella, con la cabeza inclinada sobre el papel en el que había escrito el nombre de Cataldo.
—Sí.
—¿Algo en concreto?
—No —dijo Brunetti y luego, con indiferencia—: Lo habitual: actividades, inversiones…
—¿Le interesa su vida personal, comisario?
—No particularmente —dijo Brunetti, pero agregó—: De todos modos, si encuentra algo que le parezca interesante, tome nota, por favor.
—Veré lo que hay.
Él le dio las gracias y bajó a la oficina de los agentes.
Cuando volvía a su despacho, Brunetti ya no pensaba en el desconocido asesinado sino en las personas que le habían presentado en la cena de la víspera y se dijo que después del almuerzo pediría a Paola que le contara cotilleos —había que ser sincero y llamarlos por su nombre— acerca de Cataldo y su esposa.
El mes de enero se había mostrado desapacible, atacando a la ciudad con un frío húmedo. Una nube gris se había aposentado sobre todo el norte de Italia, una nube que escatimaba la nieve a las montañas al tiempo que mantenía una temperatura relativamente alta que generaba niebla pero no lluvia.
Así pues, hacía semanas que no se lavaban las calles, aunque por la noche las cubría una viscosa lámina de condensación. La única
acqua alta
del invierno, ocurrida cuatro días atrás, no había hecho sino remover la mugre dejando el pavimento tan sucio como antes. El aire del continente, sin
hora
ni
tramontana
que lo dispersara, se había infiltrado hacia el Este poco a poco y ahora se extendía sobre la ciudad, elevando día tras día el nivel de contaminación y envolviendo a Venecia en quién sabe qué miasmas químicos.