—¿Y qué transportaban los camiones?
Éste, se decía Brunetti, era el momento de la verdad. Guarino podía responder o no, y Brunetti sentía curiosidad por descubrir cuál sería su decisión.
—Él no llegó a saberlo —dijo Guarino y, al ver la expresión de Brunetti, agregó—: Por lo menos, eso me decía. No le informaban, y los conductores nunca decían nada. Recibía una llamada y enviaba los camiones a donde le indicaban. Albaranes y todo en orden. Decía que muchas veces las cosas parecían legales, transporte de una fábrica a un tren o de un almacén a Trieste o a Genova. Y decía que al principio para él aquello era… la salvación —Brunetti notó que se le resistía un poco esta palabra—. Porque nada quedaba reflejado en los libros.
A Brunetti le parecía que Guarino no tendría inconveniente en quedarse allí para siempre, hablando de los negocios del muerto.
—Pero nada de eso explica el motivo de que usted esté aquí ahora —atajó Brunetti.
En lugar de responder, Guarino dijo:
—Creo que esto es como buscar una aguja en un pajar.
—¿No podría concretar un poco? Quizá así nos aclararíamos —sugirió Brunetti.
Guarino dijo con gesto de fatiga:
—Yo trabajo para Patta —y agregó, a modo de explicación—: A veces, me parece que todos trabajamos para Patta. Hasta hoy, en que lo he visto por primera vez, no sabía su nombre, pero lo he reconocido inmediatamente. Él es mi jefe, él es casi todos los jefes que he tenido. Sólo que éste se llama Patta.
—Yo he tenido varios que no se llamaban así, pero eran como él —dijo Brunetti.
La sonrisa de Guarino hizo que ambos volvieran a relajarse.
Satisfecho al sentirse comprendido, Guarino añadió:
—El mío, quiero decir mi Patta, me ha enviado aquí para que encuentre al hombre que recibió la llamada telefónica en el despacho de Ranzato.
—¿Y espera que usted vaya a San Marcuola, se plante allí y grite el nombre de Ranzato, a ver si aparece el culpable?
—No —respondió Guarino sin sonreír. Se rascó una oreja y dijo—: Ninguno de los hombres de mi brigada es veneciano —en respuesta a la mirada de sorpresa de Brunetti, dijo—: Algunos llevamos años trabajando aquí, pero no es como haber nacido aquí. Eso ya lo sabe usted. Hemos repasado el registro de arrestos de todos los que viven en la zona de San Marcuola y tienen antecedentes, pero sólo hemos encontrado a dos hombres y los dos están en la cárcel. De modo que necesitamos ayuda local, la clase de información que ustedes tienen o pueden conseguir y nosotros no.
—Usted no sabe dónde buscar lo que desea saber —dijo Brunetti extendiendo una mano con la palma hacia arriba—. Y yo no sé lo que había en esos camiones —agregó extendiendo la otra mano y agitando las dos con un movimiento de balanza.
Guarino lo miró fijamente y dijo:
—No estoy autorizado a hablar de eso.
Animado por la franqueza, Brunetti cambió de enfoque.
—¿Ha hablado con la familia?
—No. La esposa está destrozada. El que habló con ella dijo que estaba seguro de que no fingía. Ella no sospechaba lo que hacía su marido, ni tampoco el hijo, y la hija sólo va a casa dos o tres veces al año —dio a Brunetti tiempo de asimilar la información y añadió—: Ranzato me dijo que no sabían nada y yo le creí. Y aún le creo.
—¿Cuándo habló con él? Por última vez, se entiende.
Guarino lo miró de frente.
—La víspera de su muerte. De su asesinato.
—¿Y?
—Me dijo que quería dejarlo, que ya nos había dado suficiente información y que no quería seguir.
Desapasionadamente, Brunetti observó:
—Por lo que me ha dicho, no parece que les ofreciera mucha información —Guarino no se dio por enterado, y Brunetti remachó—: Como no me la está dando usted a mí —tampoco estas palabras surtieron efecto—. ¿Le pareció nervioso?
—No más que otras veces —respondió Guarino con calma, y añadió, casi de mala gana—: No era valiente.
—Pocos lo somos.
Guarino lo miró vivamente y pareció desestimar la idea.
—Eso no lo sé —dijo el
maggiore
—, pero Ranzato, desde luego, no lo era.
—Tampoco tenía por qué, ¿no cree? —preguntó Brunetti, defendiendo al muerto tanto como el principio—. Fue víctima de las circunstancias: primeramente, defrauda impuestos, incurriendo en delito, luego Finanza lo descubre y lo entrega a los
carabinieri,
que le obligan a hacer algo peligroso. Si tenía motivos para algo, no era para ser valiente.
—Parece muy comprensivo —dijo Guarino, mordaz.
Ahora fue Brunetti quien se encogió de hombros sin decir nada.
Ante el silencio de Brunetti, Guarino optó por dejar el tema del carácter del muerto.
—Como le decía, no estoy autorizado a dar información sobre la carga —concluyó con cierta aspereza.
Brunetti se abstuvo de comentar que todo lo que había dicho Guarino desde el inicio de la entrevista así lo daba a entender. Apartó la mirada de su visitante y la fijó en la ventana. Guarino dejó que el silencio se prolongara. Brunetti estaba repasando la conversación desde el principio, sin hallar en ella algo que fuera de su gusto.
El silencio se dilataba, pero no parecía que esto pusiera nervioso a Guarino. Después de lo que incluso a Brunetti pareció un larguísimo lapso de tiempo, el comisario sacó los pies del cajón y los puso en el suelo. Inclinándose hacia el hombre que estaba al otro lado de la mesa, dijo:
—¿Está acostumbrado a tratar con gente corta, Filipo?
—¿Corta?
—Corta, sí. De pocas entendederas.
Guarino, casi involuntariamente, lanzó una rápida mirada a Brunetti, que le sonreía con benevolencia, y volvió a entregarse a la contemplación de la vista de la ventana. Finalmente, dijo:
—Quizá sí.
—Imagino que, con el tiempo, eso debe de convertirse en hábito —dijo Brunetti amigablemente, pero sin sonreír.
—¿El creer que todos los demás son cortos?
—Algo por el estilo, sí, o hacer como si lo fueran.
Guarino meditó y dijo:
—Sí, comprendo. ¿Le he ofendido?
Las cejas de Brunetti subieron y bajaron como movidas por un impulso espontáneo y su mano derecha dibujó un pequeño arco en el aire.
—Vaya —dijo Guarino tan sólo.
Los dos hombres permanecieron en amigable silencio durante varios minutos, hasta que Guarino dijo:
—Es cierto que trabajo para Patta —ante la impasibilidad de Brunetti, añadió—: Es decir, para mi propio Patta. Que no me autoriza a decir a nadie lo que estamos haciendo.
La falta de autorización nunca había sido un gran impedimento en el quehacer profesional de Brunetti, por lo que ahora dijo afablemente:
—En tal caso, ya puede usted marcharse.
—¿Cómo?
—Puede marcharse —repitió Brunetti señalando a la puerta con un ademán tan suave como su voz—. Y yo volveré a mi trabajo. El cual, por las razones de orden administrativo que le he expuesto, no incluye la investigación del asesinato del
signor
Ranzato —Guarino seguía sentado, y Brunetti añadió—: Ha sido muy interesante oír lo que me ha contado, pero no tengo información que darle, ni veo motivo para ayudarle a descubrir lo que sea que esté buscando en realidad.
Si Brunetti lo hubiera abofeteado, Guarino no habría quedado más estupefacto. Ni más ofendido. Empezó a levantarse, pero enseguida se dejó caer en la silla y se quedó mirando a Brunetti. Se había puesto colorado, de bochorno o de furor, Brunetti no lo sabía, ni le importaba. Finalmente, el
carabiniere
dijo:
—¿Por qué no recurrimos a alguien a quien los dos conozcamos, usted llama a esa persona y yo hablo con ella?
—¿Animal, vegetal o mineral?
—¿Cómo?
—Un juego al que jugaban mis hijos. ¿A qué clase de persona llamamos: un cura, un médico o un asistente social?
—¿Un abogado?
—¿En el que yo tenga confianza? —preguntó Brunetti, descartando la posibilidad.
—¿Un periodista?
Después de reflexionar, Brunetti dijo:
—Hay varios.
—Bien, veamos si encontramos alguno al que conozcamos los dos.
—¿Y que confíe en los dos?
—Sí —respondió Guarino.
—¿Y cree que eso sería suficiente para mí? —preguntó Brunetti, con incredulidad en la voz.
—Eso dependerá del periodista, imagino —dijo Guarino suavemente.
Después de mencionar varios nombres, desconocidos para uno u otro, descubrieron que ambos conocían a Beppe Avisani, periodista investigador, residente en Roma, y confiaban en él.
—Deje que hable yo con él —dijo Guarino, dando la vuelta a la mesa para situarse detrás de Brunetti.
El comisario conectó al teléfono una línea exterior, marcó el número de Avisani y pulsó la tecla del altavoz.
A la cuarta señal, el periodista contestó con el apellido.
—Beppe,
ciao,
soy Filipo —dijo Guarino.
—Santo cielo. ¿Está en peligro la República y sólo yo tengo la posibilidad de salvarla contestando tus preguntas? —inquirió el periodista con falsa angustia en la voz. Y luego, con sincero afecto—: ¿Cómo estás, Filipo? No te pregunto qué haces, sólo cómo estás.
—Bien. ¿Y tú?
—Todo lo bien que cabe esperar —dijo Avisani en aquel tono de incipiente desesperación que tantas veces había oído Brunetti durante años. Luego, más animadamente, prosiguió—: Tú no llamas si no es para pedir algo, así que, para no perder tiempo, dime ya de qué se trata —las palabras eran ásperas, pero el tono no lo era.
—Aquí tengo a alguien que te conoce —dijo Guarino—, y me gustaría que le dijeras que soy persona de fiar.
—Me haces demasiado honor, Filipo —dijo Avisani, con jocosa humildad. Por el altavoz se oyó un roce de papeles y una voz que decía—:
Ciao,
Guido. El teléfono me dice que la llamada es de Venecia; y la agenda, que el número es el de la
questura,
y Dios sabe que la única persona que ahí se fiaría de mí eres tú.
—¿Puedo esperar que digas que yo soy aquí la única persona de la que tú te fías?
—Quizá ninguno de los dos me crea si digo que he recibido llamadas más extrañas que ésta.
—¿Y bien? —apremió Brunetti, para ahorrar tiempo.
—Puedes confiar —dijo el periodista sin vacilación ni explicación—. Hace mucho que conozco a Filipo y sé que es de fiar.
—¿Eso es todo? —preguntó Brunetti.
—Es suficiente —dijo el periodista, y colgó.
—¿Comprende lo que ha demostrado esta llamada? —preguntó Brunetti.
—Sí; que puedo fiarme de usted —Guarino asintió, pareció asimilar la información y prosiguió, con voz serena—: Mi unidad está investigando el crimen organizado, concretamente, su penetración en el Norte —a pesar de que Guarino hablaba en tono grave y quizá, finalmente, decía la verdad, Brunetti no abandonaba la cautela. Guarino se cubrió la cara con las manos haciendo ademán de lavarse. Brunetti pensó en los mapaches, que siempre están lavándose. Escurridizas criaturas, los mapaches—. El problema tiene tantas facetas que se ha decidido atacarlo con nuevas técnicas.
Brunetti levantó una mano en ademán de prevención:
—No estamos en una reunión, Filipo; puede usar lenguaje corriente.
Guarino soltó una carcajada breve y no muy grata al oído.
—Después de siete años de trabajar en el cuerpo, no sé si aún sabré usarlo.
—Inténtelo, Filipo. Puede ser bueno para el alma.
Como en un intento por borrar el recuerdo de todo lo que había dicho hasta entonces, Guarino irguió el tronco y empezó por tercera vez.
—Algunos de nosotros tratamos de impedir que vengan al Norte. Imagino que no podemos hacernos ilusiones al respecto —se encogió de hombros y añadió—: Mi unidad pretende, por lo menos, evitar que, una vez aquí, hagan ciertas cosas.
El quid de la cuestión, pensaba Brunetti, era la naturaleza, aún no revelada, de estas «ciertas cosas».
—¿Tales como transportes ilegales? —preguntó.
Brunetti observaba cómo su interlocutor luchaba contra el hábito de la reserva, pero se abstuvo de alentarle. Entonces, como si de pronto se hubiera cansado de jugar al ratón y el gato con Brunetti, Guarino dijo:
—Transportes sí, pero no de mercancía de contrabando. Residuos.
Brunetti volvió a apoyar los pies en el borde del cajón y se arrellanó en el sillón. Contempló las puertas del
armaáio
durante un rato y, finalmente, preguntó:
—Eso lo controla la Camorra, ¿no?
—En el Sur, desde luego.
—¿Y aquí?
—Todavía no. Pero ya se les detecta. Aunque no es como en Nápoles, todavía.
Brunetti recordó las noticias de aquella castigada ciudad que con insistencia habían llenado las páginas de los periódicos durante las fiestas de Navidad, de los montones de basura acumulada en las calles, que podían llegar hasta el primer piso de las casas. ¿Quién no había visto a los desesperados ciudadanos quemar no sólo los apestosos montones de basura sino también la foto del alcalde? ¿Y quién no se había escandalizado al ver intervenir al ejército para restablecer el orden, en tiempo de paz?
—¿Y a quién enviarán ahora? —preguntó Brunetti—. ¿A los Cascos Azules?
—Podrían tener algo peor —dijo Guarino. Y rectificó, secamente—: Ya tienen algo peor.
Puesto que la investigación de la ecomafia estaba en manos de los
carabinieri,
Brunetti siempre había reaccionado ante la situación como ciudadano particular, uno de los indefensos millones que veían en los informativos cómo la basura humeaba en las calles y oía al ministro de Ecología reprender a los ciudadanos de Nápoles por no separar los desperdicios, en tanto que el alcalde luchaba contra la contaminación con medidas tales como la de prohibir fumar en sitios públicos.
—¿Ranzato estaba involucrado en eso? —preguntó Brunetti.
—Sí. Pero no con las bolsas de basura de las calles de Nápoles.
—¿Con qué?
Guarino estaba quieto, como si sus movimientos nerviosos de antes fueran la manifestación física de su reticencia frente a Brunetti, y ahora ya no tuviera necesidad de ellos.
—Algunos de los camiones de Ranzato iban a Alemania y a Francia a cargar con destino al Sur y regresaban con fruta y verdura. —Al cabo de un segundo, el viejo Guarino añadió—: No debí decir esto.
Brunetti, imperturbable, apuntó:
—Seguramente no irían a recoger bolsas de basura de las calles de París y Berlín. —Guarino movió negativamente la cabeza—. Residuos industriales, químicos, o… —prosiguió el comisario.