—Más bien las aguas por las que se sale a la laguna.
—Lo siento, debo de parecerle un pueblerino. Ya sé que es una ciudad, pero a mí no me lo parece.
—¿Porque no hay coches?
Guarino sonrió y rejuveneció.
—En parte es eso. Pero lo
más
raro es el silencio —al cabo de un momento, vio que Brunetti iba a decir algo, y añadió—: Ya sé, ya sé, la mayoría de los que viven en una ciudad detestan el tráfico y la contaminación, pero lo peor es el ruido, créame. No cesa, ni a última hora de la noche ni a primera de la mañana. Siempre hay una máquina que funciona en algún sitio: un autobús, un coche, un avión que va a aterrizar, la alarma de un coche.
—Aquí todo lo más es alguien que pasa por debajo de tu ventana hablando por la noche.
—Tendría que hablar muy alto para molestarme a mí —dijo Guarino riendo.
—¿Por qué?
—Vivo en un séptimo.
—Ah —fue lo único que se le ocurrió a Brunetti, a quien se le hacía difícil imaginar tal cosa. En abstracto, él sabía que en las ciudades la gente vivía en edificios altos, pero le parecía inconcebible que pudieran oír ruidos desde un séptimo piso.
Indicó una silla a Guarino y se sentó a su vez.
—¿Qué desea del
vicequestorei
—preguntó, pensando que ya habían dedicado tiempo suficiente a los preliminares. Abrió el segundo cajón con el pie y apoyó en él ambos pies, cruzados a la altura del tobillo.
Ante esta actitud informal, Guarino pareció relajarse y dijo:
—Hace poco menos de un año, nos llamó la atención una empresa de transporte por carretera de Tessera, cercana al aeropuerto —Brunetti se puso alerta: hacía un mes, una empresa de transporte por carretera de Tessera había llamado la atención de toda la región—. Empezamos a interesarnos cuando, en el curso de otra investigación, apareció el nombre de la empresa —prosiguió Guarino. Ésta era una excusa rutinaria que el propio Brunetti había utilizado infinidad de veces, pero se reservó el comentario. Guarino estiró las piernas y volvió la cabeza para mirar por la ventana, como si la vista de la fachada de la iglesia pudiera ayudarle a exponer el caso con más claridad—. Cuando nos llamó la atención la empresa, fuimos a hablar con el dueño. El negocio pertenecía a la familia desde hacía más de cincuenta años; él lo había heredado de su padre. Resultó que había tenido problemas: subidas del precio del combustible, competencia de transportistas extranjeros, trabajadores que hacían huelga cuando no conseguían lo que pedían, necesidad de renovación de la flota de camiones… Lo de siempre —Brunetti asintió. Si se trataba de la misma empresa de Tessera, el final no había sido lo de siempre. Con una franqueza y una resignación que sorprendieron a Brunetti, Guarino dijo—: Entonces el hombre hizo lo que habría hecho cualquiera: falsear los libros —casi con pesar, añadió—: Pero no supo hacerlo. Él sabía conducir y reparar un camión y trazar una ruta de recogidas y entregas, pero no era contable, y la Guardia di Finanza se olió el fraude a la primera inspección de los libros.
—¿Por qué le hicieron la inspección? —preguntó Brunetti. Guarino levantó la mano en un ademán que podía significar cualquier cosa—. ¿Lo arrestaron?
El
maggiore
se miró los pies y se sacudió de la rodilla una mota invisible para Brunetti.
—Me temo que la cosa es más complicada.
A Brunetti esto le parecía evidente: ¿por qué, si no, estaría ahora Guarino hablando con él?
Despacio y de mala gana, Guarino dijo:
—La persona que nos habló de él dijo que transportaba mercancías de interés para nosotros.
Brunetti interrumpió:
—Se transportan por ahí muchas cosas en las que todos estamos interesados. ¿No puede concretar?
Como si no le hubiera oído, Guarino prosiguió:
—Un amigo mío de la Guardia me dijo lo que habían descubierto y fui a hablar con el transportista —Guarino lanzó a Brunetti una mirada fugaz—. Le ofrecí un trato.
—¿A cambio de no arrestarlo? —preguntó Brunetti innecesariamente.
La mirada de Guarino fue tan súbita como iracunda.
—Eso se hace continuamente. Usted lo sabe —Brunetti observó cómo el
maggiore
decidía callar algo que luego le pesaría haber dicho—. Estoy seguro de que ustedes lo hacen —la mirada de Guarino se suavizó de pronto.
—Lo hacemos, sí —dijo Brunetti tranquilamente, y añadió, para ver cómo reaccionaba su interlocutor—: Pero no siempre resulta como se había previsto.
—¿Qué sabe de este asunto? —preguntó el otro secamente.
—Nada más que lo que usted me ha contado,
maggiore
—como Guarino no respondiera, preguntó—: ¿Y qué sucedió entonces?
Guarino fue a sacudirse la rodilla otra vez, olvidó su intención y dejó allí la mano.
—El hombre resultó muerto durante un robo —dijo finalmente.
A la memoria de Brunetti empezaban a acudir los detalles. El caso fue asignado a Mestre, más próxima a Tessera que Venecia. Patta había procurado por todos los medios que la policía de Venecia no interviniera en la investigación, aduciendo falta de personal y jurisdicción dudosa. Brunetti había hablado del caso con policías de Mestre amigos suyos, que le dijeron que parecía tratarse de un simple atraco chapucero, sin pistas.
—Él siempre llegaba temprano —prosiguió Guarino, sin mencionar todavía el nombre de la víctima, omisión que irritaba a Brunetti—. Una hora por lo menos antes que los conductores y demás empleados. Aquel día sorprendió a los intrusos y ellos le dispararon. Tres veces —Guarino le miró—. Usted ya debe de saberlo, desde luego. La noticia salió en todos los periódicos.
—Sí —dijo Brunetti—; pero sólo sé lo que decían los periódicos.
—Esa gente ya había registrado el despacho —prosiguió Guarino—, o lo hizo después de matarlo. Trataron de abrir la caja fuerte de la pared, no pudieron, le registraron los bolsillos y se quedaron con el dinero que llevaba encima y el reloj.
—¿Para que pareciera un robo? —preguntó Brunetti.
—Sí.
—¿Algún sospechoso?
—Ninguno.
—¿Familia?
—Esposa y dos hijos mayores.
—¿Trabajaban en la empresa?
Guarino movió negativamente la cabeza.
—El hijo es médico y ejerce en Vicenza. La hija es contable y trabaja en Roma. La esposa es maestra y se jubila dentro de un par de años. Muerto él, la empresa se hundió. No duró ni una semana —vio cómo Brunetti arqueaba las cejas—. Ya lo sé, parece increíble, en la era de la informática, pero no pudimos encontrar registro de pedidos, rutas ni albaranes, ni siquiera la lista de los conductores. Debía de tenerlo todo en la cabeza. Los archivos eran un caos.
—¿Y qué hizo la viuda? —preguntó Brunetti con suavidad.
—Cerrar la empresa. No tenía alternativa.
—¿Así, sin más?
—¿Qué más podía hacer? —preguntó Guarino, casi como instando a Brunetti a disculpar la inexperiencia de la mujer—. Ya se lo he dicho, es maestra. De primaria. No sabía nada del negocio. Era una de esas empresas de un hombre solo que con tanta destreza gestionamos en este país.
—Hasta que el hombre solo se muere —dijo Brunetti tristemente.
—Sí —convino Guarino, y suspiró—. Ella quiere vender, pero nadie se interesa. Los camiones son viejos, y ya no hay clientes. Lo más que puede esperar es conseguir que otra empresa le compre los camiones y traspasar el local, pero acabará malvendiéndolo todo —Guarino calló, como si no tuviera nada que añadir. Brunetti era consciente de que no había dicho nada acerca de lo que hubiera entre ellos dos durante el tiempo en los que habían estado en relación y, en cierto modo, habían colaborado.
—¿Me equivoco al suponer que hablaron ustedes de algo más que fraude fiscal? —Si no era así, no había motivo para la visita de Guarino, y eso no necesitaba decirlo.
Guarino respondió con un lacónico:
—Sí.
—¿Y que él le informaba de algo más que de su declaración de impuestos? —Brunetti notó que se le tensaba la voz. Por todos los santos, ¿por qué no podía este hombre decirle claramente lo que ocurría y qué quería? Porque, desde luego, no había venido a conversar sobre el plácido silencio de la ciudad ni las virtudes de la
signorina
Landi.
Guarino no parecía dispuesto a decir más. Finalmente, sin tratar de disimular su irritación, Brunetti preguntó:
—¿No podría dejar de hacerme perder el tiempo y explicarme por qué ha venido?
Era evidente que Guarino estaba esperando a que Brunetti agotara la paciencia, porque su respuesta fue inmediata y serena.
—La policía atribuyó su muerte a un robo con homicidio —antes de que Brunetti pudiera preguntar qué conclusión había sacado la policía de los tres disparos, Guarino explicó—: Nosotros sugerimos esa hipótesis. No creo que les importara mucho lo ocurrido. Probablemente, esta explicación les facilitaba las cosas.
Y, probablemente, pensaba Brunetti, hacía que el asesinato desapareciera rápidamente de los medios. Pero, en lugar de hacer este comentario, preguntó:
—¿Usted qué cree que ocurrió?
Otra rápida mirada a la iglesia y otro golpecito en la rodilla.
—Creo que el asesino o asesinos estaban esperándole. No había otras señales de violencia en el cuerpo.
Brunetti imaginó a los hombres que esperaban, a la víctima, inconsciente del peligro, y del afán de los asesinos por enterarse de lo que él sabía.
—¿Supone que él les dijo algo?
Guarino lanzó a Brunetti una mirada penetrante al contestar:
—Ellos podían averiguarlo sin necesidad de torturarlo —calló un momento, como evocando el recuerdo del muerto, y añadió con evidente desgana—: Yo era su contacto, la persona con la que él hablaba —esto, advirtió Brunetti, explicaba el nerviosismo de Guarino. El
carabiniere
desvió la mirada, como si lo violentara el recuerdo de lo fácil que había sido para él hacer hablar a la víctima—. Habría sido fácil asustarlo. Si hubieran amenazado a su familia, él les habría dicho todo lo que querían saber.
—¿Y eso sería?
—Que había estado informándonos —dijo Guarino, tras una breve vacilación.
—Para empezar, ¿cómo se encontró ese hombre metido en esto? —preguntó Brunetti, consciente de que Guarino aún no había explicado en qué había estado involucrado el muerto.
Guarino hizo una ligera mueca.
—Eso mismo le pregunté yo la primera vez que hablé con él. Me dijo que cuando el negocio empezó a ir mal y hubo gastado sus ahorros y los de su mujer, fue al banco a pedir un préstamo, mejor dicho, otro préstamo, porque ya le habían concedido uno, muy cuantioso. Se lo negaron, desde luego. Fue entonces cuando empezó a no registrar los pedidos ni los ingresos, ni siquiera cuando cobraba por cheque o transferencia —meneó la cabeza, en muda reprobación de semejante insensatez—. Como le he dicho, era un aficionado. Una vez empezó a hacer eso, era sólo cuestión de tiempo que lo pillaran —con evidente pesar, como si reprochara al muerto una falta menor, dijo—: Debió figurárselo —Guarino se frotó la frente con aire distraído y prosiguió—: Dijo que al principio tenía miedo. Porque sabía que no entendía de números. Pero estaba desesperado y… —dejó la frase sin terminar y luego prosiguió—: Semanas después, o así me lo dijo, un hombre fue a verlo a su despacho. Dijo que tenía información de que podía interesarle trabajar particularmente, sin preocuparse de comprobantes, y que, en tal caso, podía ofrecerle trabajo —Brunetti no dijo nada, y Guarino agregó—: Ese hombre vive en Venecia —esperó la reacción de Brunetti y dijo—: Por eso estoy aquí.
—¿Quién es el hombre?
Guarino levantó una mano, desestimando la pregunta.
—No lo sabemos. Él dijo que aquel hombre no le dio su nombre ni él se lo preguntó. Sólo extendía albaranes, por si la policía paraba los camiones, pero todos los datos eran falsos, me dijo. El destino y la carga.
—¿Y cuál era la carga?
—Eso no importa. Estoy aquí porque él fue asesinado.
—¿Y he de creer que lo uno no tiene que ver con lo otro? —preguntó Brunetti.
—No. Pero lo que le pido es que me ayude a encontrar al asesino. Lo otro no le atañe.
—Tampoco el asesinato —dijo Brunetti suavemente—. Mi superior se encargó de que así fuera cuando ocurrieron los hechos: decidió que el caso era competencia de Mestre, que tiene jurisdicción sobre Tessera —Brunetti imprimió meticulosidad en su voz.
Guarino se puso en pie, pero sólo para acercarse a la ventana, como hacía Brunetti en los momentos de dificultad. Miró la iglesia y Brunetti miró la pared.
Guarino volvió a la silla y se sentó.
—Lo único que dijo es que el hombre era joven, de unos treinta años, y bien parecido, y que vestía como si tuviera dinero. Creo que dijo «ostentosamente».
Brunetti se abstuvo de comentar que la mayoría de los italianos de treinta años son bien parecidos y visten como si tuvieran dinero, y dijo tan sólo:
—¿Cómo sabía que ese hombre vive aquí? —empezaba a resultarle difícil disimular su irritación ante la resistencia de Guarino a facilitar información concreta.
—Confíe en mí. Vive aquí.
—Me parece que no es lo mismo —dijo Brunetti.
—¿El qué no es lo mismo?
—Confiar en usted y confiar en la información que posee.
El
maggiore
reflexionó.
—Un día, en Tessera, ese hombre recibió una llamada por el
telefonino
en el momento en que entraban en el despacho. Salió al pasillo a hablar, pero no cerró la puerta. Daba instrucciones al otro y le decía que tomara el Uno hasta San Marcuola, que lo llamara cuando desembarcara y que él iría a recogerlo.
—¿Estaba seguro de que era San Marcuola? —preguntó Brunetti.
—Sí —Guarino miró a Brunetti y sonrió—. Me parece que ya es hora de que dejemos de andarnos con rodeos —se irguió en la silla y preguntó—: ¿Volvemos a empezar, Guido? —ante la señal de asentimiento de Brunetti, dijo—: Me llamo Filipo. —tendió la mano como si fuera una ofrenda de paz, y como tal decidió aceptarla Brunetti.
—¿El nombre del muerto? —preguntó el comisario, implacable.
Guarino respondió sin vacilar.
—Ranzato. Stefano Ranzato.
Guarino explicó entonces con más detalle el declive de Ranzato de empresario a defraudador y a confidente de la policía. Y de confidente a cadáver. Cuando hubo terminado, Brunetti preguntó, como si el
maggiore
no se hubiera negado ya a responder a la pregunta: