Paola había reaccionado a la situación pidiéndoles que se descalzaran antes de entrar en casa, por lo que Brunetti encontró en el rellano las pruebas reveladoras de que el resto de la familia ya estaba en casa.
—Ah, superdetective —murmuró agachándose para desatarse los zapatos, que dejó a la izquierda de la puerta, y entró en el apartamento.
Oyó voces en la cocina y fue hacia ellas silenciosamente.
—Pero lo dice el periódico —en la voz de Chiara había inquietud y una nota de exasperación—. Que el nivel supera los límites de la tolerancia legal. Aquí lo dice —Brunetti oyó un manotazo en un periódico—. ¿Qué significa «tolerancia legal»? Y si el nivel supera los límites, ¿quién tiene que hacer algo para remediarlo?
Brunetti quería almorzar en paz y, después, charlar con su esposa. No le apetecía entrar en una discusión en la que temía que se le hiciera responsable de la ley y de sus tolerancias.
—Y, si no pueden remediarlo, ¿qué hemos de hacer nosotros, dejar de respirar? —concluyó Chiara, y entonces se despertó el interés de Brunetti, que detectó en la voz de su hija el mismo tono que empleaba Paola en los más líricos pasajes de sus denuncias y reivindicaciones.
Brunetti se acercó a la puerta, ya curioso por descubrir cómo responderían los otros a la pregunta.
—He quedado con Gerolomo a las dos y media —interrumpió Raffi en una voz que sonó frivola en contraste con la de su hermana— así que me gustaría comer pronto y hacer algo de mates antes de irme.
—El mundo se derrumba, y tú no piensas más que en tu estómago —declamó una voz femenina.
—Venga ya, Chiara —dijo Raffi—. Es la vieja historia, como lo de dar el dinero de la semanada para salvar a los niñitos de las misiones cuando estábamos en primaria.
—En esta casa no se salvará a ningún niñito de las misiones —sentenció Paola.
Los chicos se rieron, y a Brunetti aquél le pareció un buen momento para hacer su entrada.
—Ah, paz y armonía en la mesa —dijo tomando asiento, con la vista en las cacerolas de los fogones. Bebió un sorbo de vino, lo encontró de su gusto, bebió otro sorbo y dejó la copa en la mesa—. Es un consuelo y un gozo para el hombre, tras la ardua jornada de trabajo, volver al hogar, a reposar en el plácido seno de su amante familia.
—Sólo ha pasado media jornada, papá —dijo Chiara con grave voz de arbitro, golpeando con la uña el cristal de su reloj.
—Sabiendo que nadie ha de contradecirle —prosiguió Brunetti—, que cada una de sus palabras será considerada una perla de sabiduría y todas sus manifestaciones serán acogidas con respeto.
Chiara apartó el plato, apoyó la frente en la mesa y se protegió la cabeza con las manos.
—Cuando era pequeña fui raptada y obligada a vivir entre dementes.
—Sólo un demente —dijo Paola, acercándose a la mesa con una fuente de pasta. Sirvió grandes raciones a Raffi y a Brunetti, y una más pequeña en su propio plato. Chiara ya se había erguido en la silla y puesto el plato en su sitio, y su madre lo llenó con otra generosa ración.
Dejando la fuente en la mesa, Paola fue a los fogones en busca del queso. Ellos esperaban.
—
Mangia, mangia
—dijo ella al acercarse.
Nadie se movió hasta que ella se hubo sentado ni empezó a comer hasta que hubo circulado el queso.
Ruote:
a Brunetti le gustaban las
ruote,
según él, la pasta ideal para tomar con
melanzane
y
ricotta
en salsa de tomate…
—¿Por qué
ruote?
—preguntó.
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué pones
ruote
con esta salsa? —aclaró Brunetti, pinchando una de aquellas pastas en forma de rueda y levantándola para examinarla de cerca.
Ella miró su plato, como si le sorprendiera ver allí una pasta de aquella forma.
—Porque… —empezó hundiendo el tenedor en las ruedas—. Porque… —Paola soltó el tenedor y bebió un sorbo de vino. Miró a Brunetti y dijo—: No lo sé, es la pasta que hago siempre. Me parece que las
ruote
van bien con esta salsa —y añadió, con sincera preocupación—: ¿No te gustan?
—Al contrario. Me parecen ideales, pero no sé por qué, y me preguntaba si lo sabrías tú.
—Supongo que será porque Luciana siempre ponía
ruote
con salsa de tomate con tropezones —pinchó varias y las levantó—. No se me ocurre otra explicación.
—¿Puedo repetir? —preguntó Raffi, a pesar de que los demás no habían comido todavía ni la mitad de su ración. A él le importaba menos la forma de la pasta que la cantidad.
—Claro que sí —dijo Paola—. Hay de sobra.
Mientras Raffi se servía, Brunetti preguntó, aun a sabiendas de que, probablemente, le pesaría haber preguntado:
—¿Qué decías cuando he llegado, Chiara? ¿Algo sobre tolerancias legales?
—Los
micropolveri
—dijo Chiara sin dejar de comer—. Hoy la
professoressa
nos ha hablado de las micropartículas de caucho, de sustancias químicas y sabe Dios qué más, que flotan en el aire que respiramos.
Brunetti asintió y se sirvió un poco más de pasta.
—Luego, en casa, he leído en el periódico que… —Chiara dejó el tenedor y se agachó para recoger del suelo el periódico, abierto por el artículo en cuestión, que ella recorrió con la mirada, buscando el pasaje aludido—. Aquí está —dijo, y se puso a leer en voz alta—: Bla, bla, bla, «los
micropolveri
han aumentado hasta cincuenta veces el límite legal» —dejó caer el periódico al suelo y miró a su padre—: Eso es lo que no entiendo: si el límite lo fija la ley, ¿qué ocurre cuando es cincuenta veces mayor?
—O aunque sólo fuera dos veces mayor —agregó Paola.
Brunetti dejó el tenedor.
—Eso debe de ser asunto de Protezione Civile, imagino —dijo.
—¿Ellos pueden arrestar a alguien? —preguntó Chiara.
—Me parece que no —respondió Brunetti.
—¿O ponerles una multa?
—Eso tampoco, diría yo.
—Entonces, ¿de qué sirve que se fije un límite legal si no puedes hacerle nada a la gente que infringe la ley? —preguntó Chiara en tono airado.
Brunetti había amado a esta criatura desde el instante en que supo de su existencia, cuando Paola le dijo que esperaba su segundo hijo. Y todo aquel amor impedía a Brunetti ceder a la tentación de decir a su hija que vivían en un país en el que no solía ocurrirle nada grave al que infringía la ley. De manera que se limitó a explicar:
—Supongo que Protezione Civile cursará una denuncia y alguien será encargado de investigar —el mismo sentimiento que le había hecho reprimir su primer impulso, le impidió ahora observar que sería imposible hallar a un único infractor, cuando la mayoría de las fábricas hacían lo que querían y las máquinas de los cruceros anclados en el puerto vertían lo que se les antojaba durante toda su estancia.
—Pero ya habrán investigado. ¿Cómo, si no, iban a tener esas cifras? —inquirió Chiara, como si le hiciera responsable a él, y a continuación repitió—: ¿Y qué quieren que hagamos nosotros mientras ellos investigan, dejar de respirar?
Brunetti sintió que le invadía una oleada de gozo al oír en la voz de su hija las fórmulas retóricas de su mujer, incluido el viejo caballo de batalla de la lógica, la pregunta retórica. Sí, esta niña daría mucha guerra, si conseguía conservar la pasión y la rebeldía ante la injusticia.
Después del almuerzo, Paola salió a la sala con el café. Dio a Brunetti una taza diciendo:
—Ya tiene azúcar —y se sentó a su lado. La segunda sección de
Il Gazzettino
estaba abierta en la mesita, donde la había dejado Brunetti, y Paola preguntó, señalando el periódico con la barbilla—: ¿Qué revelaciones trae hoy?
—Dos ediles, investigados por corrupción —dijo Brunetti dando el primer sorbo al café.
—¿Entonces es que han decidido olvidarse del resto? —preguntó ella—. Me gustaría saber por qué.
—Las cárceles están llenas.
—Ah —Paola apuró el café, dejó la taza y dijo—: Me alegro de que no echaras más leña al fuego de la indignación de Chiara.
—No me ha parecido que necesitara que alguien la animara —respondió Brunetti, dejando su taza en la cara del primer ministro. Se recostó en el respaldo, pensando en su hija y dijo—: Me alegro de que esté furiosa.
—Yo también —dijo Paola—. Pero me parece que haríamos bien en disimular nuestra aprobación.
—¿Lo crees necesario? Al fin y al cabo, probablemente, ha salido a nosotros.
—Ya lo sé —reconoció Paola—, pero es preferible que no se entere —contempló la cara de su marido durante un momento y agregó—: La verdad, me sorprende que lo apruebes. Es decir, que lo apruebes tan resueltamente —le puso la mano en el muslo y le dio dos palmadas—. La has dejado despotricar y casi me parecía oírte marcar los errores de lógica que cometía.
—Tu favorito,
argumentum ad absurdum
—dijo Brunetti con mal disimulado orgullo.
Paola se volvió hacia él con una sonrisa francamente idiota:
—Ése es el deleite de mi corazón.
—¿Te parece que hacemos bien? —preguntó Brunetti.
—¿Que hacemos bien en qué?
—En educarlos para la polémica.
El tono de Brunetti, por más ligereza que trató de imprimirle, no ocultaba su preocupación:
—Después de todo, la persona que ignora las reglas de la lógica da impresión de sarcasmo, y eso desagrada a la gente.
—Sobre todo, en un adolescente —agregó Paola. Al cabo de un momento, como para disipar sus temores, apuntó—: De todos modos, son pocas las personas que prestan atención a lo que se dice durante una discusión. Quizá no hay que preocuparse.
Permanecieron un rato en silencio, hasta que ella dijo:
—Hoy he hablado con mi padre. Dice que tiene tres días para tomar una decisión sobre el asunto de Cataldo. Me ha preguntado si habías encontrado algo.
—Nada todavía —dijo Brunetti, absteniéndose de señalar que la petición le había sido hecha menos de veinticuatro horas antes.
—¿Quieres que se lo diga?
—No. Ya le he pedido a la
signorina
Elettra que vea si encuentra algo —y añadió, con entonación vaga, consciente de las muchas veces que había utilizado esta excusa—: Se ha presentado otro asunto. Pero quizá mañana tengamos algo —dejó pasar un rato antes de preguntar—: ¿Tu madre habla mucho de ellos?
—¿De uno y otro?
—Sí.
—Sé que él estaba ansioso por divorciarse de su primera mujer —su voz era un modelo de neutralidad.
—¿Cuánto hace de eso?
—Más de diez años. Él ya tenía más de sesenta —Brunetti pensó que ella ya había terminado, pero, después de una pausa, quizá deliberada, prosiguió—: Y ella, apenas treinta.
—Ah —se limitó a decir él.
Antes de que él encontrara la forma de preguntar por Franca Marinello, Paola dijo, volviendo al tema anterior:
—Mi padre no habla conmigo de sus negocios, pero me consta que está interesado en invertir en China, y creo que en este asunto ve la posibilidad de hacerlo.
Brunetti decidió evitar una segunda discusión sobre la ética de invertir en China.
—¿Y Cataldo? —preguntó—. ¿Qué dice de él tu padre?
Ella le dio unas palmadas en el muslo totalmente amistosas, como si Franca Marinello hubiera desaparecido de la habitación.
—No mucho. Por lo menos, a mí. Hace años que se conocen, pero no creo que hayan trabajado juntos alguna vez. No me parece que se tengan mucho cariño, pero esto son negocios —terminó en un tono que recordaba casi excesivamente al de su padre.
Paola se inclinó hacia adelante y recogió las tazas. Se puso en pie y miró a su marido.
—Ya es hora de que agarres tu escoba y vuelvas a los establos de Augias.
Los establos estaban relativamente tranquilos. A más de las cuatro, entró en el despacho de Brunetti la comisaria Griffoni, quejándose de que el teniente Scarpa se negaba a entregar unas carpetas relacionadas con un asesinato cometido dos años antes en San Leonardo.
—No comprendo por qué —decía Claudia Griffoni, que no llevaba en la
questura
más que seis meses y todavía no estaba familiarizada con el teniente y sus maneras.
Aunque napolitana, su aspecto desafiaba todos los estereotipos étnicos: alta, delgada, rubia, ojos azules y cutis blanco, que requería protección antisolar. Podría haber servido de modelo para el anuncio de un crucero por los países nórdicos, aunque, de haber trabajado en el barco, su doctorado en Oceanografía la habría capacitado para ocupar un cargo más relevante que el de azafata. Lo mismo que el uniforme que ahora vestía, uno de los tres que se había mandado hacer a medida para celebrar su ascenso a comisaria. Estaba sentada frente a él, con el tronco erguido y una larga pierna encima de la otra. Él observó el corte de la chaqueta, corta y ajustada y las solapas, cosidas a mano. El pantalón, de un largo que a Brunetti le parecía correcto, le ceñía el tobillo.
—¿Es porque no le encargaron del caso por lo que trata de obstaculizar el trabajo y hacernos aún más difícil encontrar al asesino? —preguntó Griffoni—. ¿O existe algo personal entre él y yo, que ignoro? ¿O no le gustan las mujeres? ¿O las mujeres policía?
—¿O las mujeres policía de grado superior? —agregó Brunetti, curioso por ver su reacción, pero convencido de que ésta era la razón de los constantes intentos de Scarpa por desautorizarla.
—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó ella y alzó la cabeza, como interpelando al techo—. Por si no fuera bastante tener que soportar esto de asesinos y violadores, ahora he de aguantarlo de la gente con la que trabajo.
—No creo que sea la primera vez —dijo Brunetti. Le habría gustado ver cómo le sentaría aquel uniforme a la
signorina
Elettra.
Ella volvió a mirar a Brunetti al responder:
—Es cierto. Todas hemos de soportar esas cosas.
—¿Qué hacen en estos casos? —preguntó Brunetti.
—A veces tratamos de salir del paso con coquetería. Lo habrá visto, estoy segura. Les pides que te acompañen para ayudar a resolver una pelea doméstica y ellos hacen como si les hubieras dado una cita.
Algo de esto había visto Brunetti.
—O nos ponemos duras y tratamos de ser más groseras y más violentas que los hombres.
Brunetti asintió apreciativamente. En vista de que la mujer no mencionaba una tercera opción, preguntó:
—¿O si no?