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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La otra cara de la verdad (23 page)

BOOK: La otra cara de la verdad
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Pucetti alzó una mano en un esbozo de saludo y se fue.

Aunque no existía razón para ello, salvo la de que había pasado buena parte de la mañana pensando en otra mujer, Brunetti llamó a Paola y le dijo que no iría a almorzar. Ella no hizo preguntas, circunstancia que preocupó a Brunetti más que si hubiera protestado. Salió de la
questura
solo y bajó a Castello, donde comió muy mal en una trampa para turistas de la peor especie y salió sintiéndose estafado y, al mismo tiempo, redimido, como si hubiera expiado una deslealtad para con Paola.

Al volver a la
questura,
entró en la oficina de los agentes, pero no vio a Pucetti. Fue al despacho de la
signorina
Elettra, a la que encontró frente al ordenador. Detrás de ella estaba Pucetti, con la mirada puesta en la pantalla.

Al ver a Brunetti, el agente dijo:

—He tenido que pedir ayuda. Yo solo no podía. Si en un punto hubiera…

Brunetti lo interrumpió levantando una mano.

—Está bien. Debí decirle que le preguntara —y, dirigiéndose a la
signorina
Elettra, que le había mirado un momento—: No quería darle más trabajo. No pensé que eso fuera tan… —dejó la frase sin terminar. Les sonrió, y se le ocurrió que, en la
questura,
ellos dos eran como sus hijos ficticios, y Vianello, el tío de ambos. ¿Y quién sería Patta? ¿Un abuelo chiflado? ¿Y Scarpa, el malévolo hermanastro? Sustrayéndose a estos pensamientos, preguntó—: ¿Han podido encontrarla?

Pucetti dio un paso atrás, dejando el primer término a la
signorina
Elettra.

—He empezado por el Ministerio del Interior —dijo ella—. Es fácil acceder a su sistema, hasta cierto nivel —hablaba en tono puramente descriptivo, sin darse aires de superioridad, criticando la falta de rigor de algunas agencias en la protección de su información—. Pero, en un punto, me he encontrado bloqueada y he tenido que volver atrás para buscar otra vía de acceso —al observar la expresión de Brunetti, dijo—: Pero los detalles no interesan, ¿verdad?

Brunetti miró a Pucetti y vio el gesto con que el joven la contemplaba. Aquella expresión la había visto por última vez en la cara de un drogadicto, cuando le arrancó la aguja de la mano y la aplastó con el tacón.

—… brigada especial formada para investigar el control de la Camorra sobre el negocio de los residuos, y resulta que la
signorina
Landi trabaja en el Ministerio del Interior desde hace tiempo.

Intuyendo que esto era lo menos que ella tenía que decir, Brunetti preguntó:

—¿Qué más ha averiguado sobre ella?

—Es funcionaría civil, en efecto, licenciada en Ingeniería Química por la Universidad de Bolonia.

—¿Y sus funciones?

—Por lo que he podido encontrar hasta que… Hace los análisis químicos de lo que los
carabinieri
encuentran o consiguen embargar.

—¿Qué iba a decir? —preguntó Brunetti.

Ella miró fijamente a Brunetti y luego a Pucetti antes de responder.

—Es lo que he podido encontrar hasta que se ha interrumpido la conexión.

Con un sobresalto, Brunetti se volvió hacia la puerta del despacho de Patta. La
signorina
Elettra, al advertirlo, dijo:

—Esta tarde el
dottor
Patta tenía una reunión en Padua.

Recordando la vacilación que ella había tenido, Brunetti preguntó:

—¿Cómo debe entender un ignorante eso de que se ha interrumpido la conexión?

Ella pensó un momento antes de contestar:

—Significa que tienen un sistema de alarma que, en el momento en que detecta un acceso no autorizado, lo cierra todo.

—¿Pueden localizar el acceso?

—Lo dudo —respondió ella, en tono más confiado—. Aunque lo localizaran, los llevaría a un ordenador de la oficina de una empresa propiedad de un miembro del Parlamento.

—¿Eso es cierto? —preguntó él.

—Yo siempre procuro decirle la verdad, comisario —dijo ella, no indignada pero casi.

—¿Sólo procura?

—Sólo procuro.

Brunetti optó por no insistir, pero aprovechó la ocasión para bajarle un poco los humos.

—Los informáticos de Cataldo detectaron un intento de acceso a su sistema.

Esto la dejó un momento en suspenso, pero enseguida dijo:

—La pista conduce a la misma empresa.

—Parece tomárselo muy a la ligera,
signorina
—observó Brunetti.

—No lo crea, comisario, y me alegro de que me haya advertido: no volveré a cometer los mismos errores —y, por su tono, no había más que hablar.

—¿Esa
signorina
Landi está en la misma unidad en que trabajaba Guarino? —preguntó Brunetti.

—Sí, señor. Por lo que he podido ver, la unidad está compuesta por cuatro hombres y dos mujeres, además de la
dottoressa
Landi y otro químico. Tiene la base en Trieste, y otro grupo trabaja en Bolonia. Ignoro los nombres de los demás, y a ella la encontré sólo por el nombre.

Se hizo silencio. Pucetti miraba a uno y otra sin decir nada.

—¿Pucetti? —preguntó Brunetti.

—¿Sabe dónde fue asesinado el
maggiore,
comisario?

—En Marghera —se adelantó a responder la
signorina
Elettra.

—Ahí lo encontraron,
signorina
—rectificó Pucetti respetuosamente.

—¿Más preguntas, Pucetti? —dijo Brunetti.

—¿Quién movió el cadáver y cuándo se hará la autopsia, por qué los periódicos han dado tan poca información y qué estaba haciendo él dondequiera que lo mataran? —dijo Pucetti, sin poder mantener la voz serena mientras recitaba su retahila de preguntas.

Brunetti observó la mirada, y después la sonrisa, que la
signorina
Elettra dedicó al joven agente cuando él terminó. Por interesantes que fueran las respuestas a las preguntas de la lista, comprendía Brunetti, la más importante, por lo menos, en este momento, era la primera: ¿dónde habían matado a Guarino?

Abandonando estos pensamientos, el comisario miró a la
signorina
Elettra:

—¿Es posible contactar con la
dottoressa
Landi?

Ella no respondió inmediatamente, dejando a Brunetti en la incertidumbre de si volverían a sonar aquellas alarmas si ahora ella trataba, simplemente, de encontrar un número de teléfono. Lo miró un momento y sus pupilas enfocaron un punto lejano, mientras planeaba una cibermaniobra que él no podría ni soñar con entender.

—Bien —dijo ella finalmente.

—¿Lo que significa? —preguntó Brunetti, adelantándose a Pucetti.

—Le daré el número —ella se levantó y a Pucetti le faltó tiempo para retirar la silla—. Cuando lo tenga le llamaré, comisario —dijo, y agregó—: No hay peligro.

Los dos hombres salieron del despacho.

Veinte minutos después, fiel a su palabra, ella llamaba para darle el número del
telefonino
de la
signorina
Landi. Él marcó, pero la usuaria no estaba disponible. No se invitaba a dejar mensaje.

Para distraerse, Brunetti se acercó el montón más antiguo de los papeles acumulados en su mesa y se puso a leer, obligándose a concentrarse. Uno de los informadores de Vianello sugería al
ispettore
que vigilara varias de las tiendas de la Calle della Mandola que habían cambiado de manos recientemente. Si se trataba de blanqueo de dinero, como intuía el informador, el asunto no era de su incumbencia: que la Guardia di Finanza se ocupara de las cuestiones de dinero.

Además, era una calle por la que él casi nunca pasaba, y su memoria visual no le permitía precisar en qué escaparates se había cambiado la mercancía. La antigua librería seguía allí, lo mismo que la farmacia y el óptico. El otro lado de la calle resultaba aún más difícil de recordar, y era allí donde se habían producido los cambios. Eran tiendas que vendían aceites de oliva sofisticados y salsas envasadas, cristal, una frutería y una floristería que era la primera en exhibir lilas en primavera. Podían preguntar, desde luego, pero sería como el caso de Ranzato: ¿tenían que recorrer la calle arriba y abajo, gritando a la Camorra que saliera del escondite?

Recordó el artículo que había leído meses atrás en una de las revistas de animales de Chiara, acerca de una especie de sapo que fue introducido en Australia, para combatir una plaga de insectos que atacaba las plantaciones de caña de azúcar. Este sapo —¿el sapo de la caña?— no tenía depredadores naturales, por lo que su población había aumentado imparablemente, propagándose hacia el norte y el sur del continente. Su veneno, según se descubrió después de que su número hubiera alcanzado una magnitud incontrolable, era lo bastante potente como para causar la muerte a perros y gatos. El sapo de la caña podía ser acuchillado machacado o atropellado por un coche, y no morir. Al parecer, sólo los cuervos habían descubierto el modo de matarlo, consistente en volverlo panza arriba y devorar sus visceras.

¿Existía mejor símil de la Mafia? Resucitada después de la guerra por los norteamericanos, para controlar la presunta amenaza comunista, había proliferado infestando inconteniblemente el Sur y el Norte, lo mismo que el sapo de la caña. Podías acuchillarla o machacarla, pero volvía a la vida.

—Necesitamos cuervos —dijo Brunetti en voz alta y, al levantar la cabeza, vio a Vianello en la puerta.

—Traigo el informe de la autopsia —dijo el
ispettore
con su voz normal, como si no hubiera oído a Brunetti. Dio a su jefe un sobre de papel Manila y, antes de que el comisario le hiciera seña alguna, se sentó frente a él.

Brunetti rasgó el sobre y sacó las fotos, sorprendido de que fueran sólo de tamaño postal. Las extendió sobre la mesa y extrajo las hojas de papel, que puso al lado de las fotos. Miró a Vianello, que comentó, refiriéndose al pequeño tamaño de las fotos:

—Medidas económicas, supongo.

Brunetti reunió en un montón las fotos de la escena del crimen, golpeó el borde contra la mesa y fue mirándolas y pasándolas a Vianello una a una. Tamaño postal, sí ¿y qué mejores postales podían representar a la nueva Italia? Imaginó una línea de carteles turísticos y souvenirs creados según un concepto nuevo: la sórdida casucha en la que Provenzano había sido detenido, los complejos hoteleros ilegales construidos en parques nacionales, las prostitutas moldavas de doce años al borde de las carreteras…

Quizá también se pudiera diseñar una baraja. ¿Cadáveres? Reducir el tamaño de una de las fotos de Guarino y podrían empezar un juego con los cadáveres hallados en los últimos años. Cuatro palos: Palermo, Reggio Calabria, Nápoles y Catania. ¿El jóker? ¿Quién podría ser el comodín, el que actúa en caso de necesidad? Pensó en un ministro del Gobierno del que se rumoreaba que los mañosos lo tenían en el bolsillo. Muy apropiado.

Un ligero carraspeo de Vianello puso fin a las tristes elucubraciones de Brunetti. El comisario le pasó otra foto, y después otra. Vianello las asía con interés creciente, hasta casi arrancarle de la mano la última. Cuando miró a su ayudante, Brunetti vio asombro en su cara.

—¿Son fotos del escenario de un crimen? —preguntó como si precisara de la confirmación de Brunetti para creerlo.

Brunetti asintió.

—¿Tú estuviste allí? —inquirió Vianello aunque su tono no era de interrogación. Ante una nueva señal de asentimiento de su jefe, el inspector arrojó las fotos sobre la mesa—.
Gesú Bambino,
¿quiénes son esos inútiles? —golpeó furiosamente con el índice una de las fotos en las que se veían las punteras de tres pares de zapatos—. ¿De quiénes son esos pies? —inquirió—. ¿Qué hacen tan cerca del cadáver en el momento de la foto? —señaló entonces las improntas de unas rodillas—. ¿Y quién se arrodilló ahí? —revolvió en las fotos hasta encontrar una tomada desde dos metros de distancia, en la que aparecían los dos
carabinieri
que estaban detrás del cadáver, al parecer, conversando—. Esos dos fuman. ¿De quién serán las colillas que vayan a parar a la bolsa de las pruebas? ¡Por todos los santos! —el
ispettore,
perdida la paciencia, empujó las fotos hacia Brunetti—. No habrían podido hacerlo mejor si hubieran contaminado el escenario a propósito.

Vianello apretó los labios y recuperó las fotos. Las puso en fila, ordenándolas de modo que pudiera seguirse la secuencia de izquierda a derecha, según la cámara se acercaba al cadáver. La primera mostraba un radio de dos metros alrededor del cuerpo y la segunda un radio de un metro. En las dos estaba claramente visible, en el ángulo inferior izquierdo, la mano de Guarino con el brazo extendido. En la primera foto la mano yacía sobre una superficie de barro despejada. En la cuarta, se veía una colilla a unos diez centímetros de la mano. Ocupaban la última foto la cabeza y el pecho de Guarino, con el cuello y la pechera de la camisa empapados en sangre. Vianello no pudo menos que remitirse al baremo universal:

—Ni Alvise habría podido hacer mayor desastre.

Finalmente, Brunetti dijo:

—Eso debe de ser: el factor Alvise. Estupidez y error humanos —Vianello fue a decir algo, pero Brunetti prosiguió—: Ya sé que, en cierto modo, sería preferible atribuirlo a conspiración, pero creo que es la chapuza habitual.

Vianello reflexionó, se encogió de hombros y dijo:

—Las he visto peores —al cabo de un momento, preguntó—: ¿Qué dice el informe?

Brunetti desdobló las hojas, empezó a leer y fue pasándolas a Vianello. La muerte había sido instantánea, desde luego: la bala había atravesado el cerebro y salido por la mandíbula. El proyectil no había aparecido. Seguían especulaciones acerca del calibre del arma, y el informe terminaba con la escueta indicación de que el barro adherido a las solapas y el pantalón de Guarino tenía una composición distinta del que se hallaba debajo del cadáver, con mayor contenido en cadmio, radio y arsénico.

—¿Mayor contenido? —preguntó Vianello devolviendo las hojas a Brunetti—. Que Dios nos asista.

—Nadie más lo hará.

El inspector no pudo sino levantar las manos en ademán de claudicación.

—¿Qué hacemos ahora?

—Nos queda la
signorina
Landi —dijo Brunetti, para desconcierto del
ispettore.

Capítulo 22

Brunetti y la
dottoressa
Landi se encontraron al día siguiente en la estación de Casarsa, elegida de común acuerdo por hallarse a mitad de camino entre Venecia y Trieste. Brunetti, al sentir el calor del sol, se paró en la escalinata de la estación e, imitando a los girasoles, volvió la cabeza en dirección al astro cerrando los ojos.

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