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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

La hora de las sombras (15 page)

BOOK: La hora de las sombras
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—Sí —convino Julia, y bajó la mirada—. Todo el mundo salió en su búsqueda aquella tarde. Hasta que anocheció.

—Fue terrible —recordó Astrid—. Y no fue ni el primero ni el último que desapareció en el estrecho.

Se hizo el silencio en torno a la mesa. El viento soplaba débilmente.
Willy
bufó y se movió inquieto entre los pies de Astrid.

—Ahora ha aparecido la sandalia del niño —anunció Gerlof al rato.

Se dirigía a Astrid pero observó la mirada sorprendida de Julia por el rabillo del ojo.

—¡Dios mío! —exclamó Astrid—. ¿Estaba en el mar?

—No —respondió Gerlof—. En tierra. Alguien la ha debido de guardar durante todos estos años, pero hasta el momento no sabemos quién.

—Pero ¡cómo! —exclamó Astrid—. ¿No se había… ahogado?

Julia dejó su taza de café sobre la mesa pero no dijo nada.

—Al parecer, no —continuó Gerlof—. Es complicado. Aún no sabemos mucho.

—Gerlof, el hombre que nombraste ayer —intervino Julia—, Nils Kant, ¿podría saber algo de Jens? ¿Tú crees?

—¿Nils Kant? —repitió Astrid, y miró a Gerlof—. ¿Por qué habláis de él?

—Ayer lo nombré por casualidad.

Julia desvió su mirada insegura de Astrid a Gerlof, como si hubiera dicho algo inadecuado.

—Sólo pensaba… que quizás estuviera involucrado. Puesto que parece que causó muchos problemas antes.

Astrid suspiró.

—Creía que a estas alturas Nils Kant ya estaba olvidado —se lamentó—. Al marcharse de Stenvik…

—Está olvidado, en principio —interrumpió Gerlof—. Al menos Julia no había oído hablar de él hasta ayer.

—Era un poco mayor que yo —continuó Astrid—, no obstante fuimos a la misma clase en el instituto. Siempre estaba de mal humor, nunca lo vi contento. No paraba de buscar pelea y era un muchacho grande. Las chicas le teníamos miedo… y los chicos también. Aunque era él quien empezaba las peleas, siempre le echaba la culpa a algún otro.

—Yo me libré de él en la escuela; era mayor que Kant —dijo Gerlof—, pero John Hagman me ha hablado de sus peleas.

—Después comenzó a trabajar en la cantera de la familia —prosiguió Astrid—, pero eso tampoco fue bien.

—Allí también tuvo sus altercados. Un capataz casi se ahoga. —Negó con la cabeza—. ¿Te acuerdas, Astrid, de que la noche en que Nils dejó de trabajar allí un barco de carga se incendió? Se llamaba
Isabell.
Estaba al resguardo del viento en el puerto de Långvik y el capitán se despertó por el fuego. Tuvieron el tiempo justo de remolcarlo hasta el otro lado del faro del puerto antes de que ardiera por completo. «Combustión espontánea» determinó la investigación, pero aquí en Stenvik muchos pensaron que Nils Kant le había prendido fuego. Tuvo que ser entonces cuando empezó todo.

Julia le lanzó una mirada inquisitiva.

—¿El qué?

—Bueno… Nils Kant se convirtió en el chivo expiatorio de Stenvik —explicó—. Le echaban la culpa de todas las desgracias que ocurrían.

—No todas —intervino Astrid—. Sólo de los crímenes. Incendios, robos y animales heridos…

—También de los accidentes —añadió Gerlof—. Si se quebraban las aspas de los molinos o si las redes se rompían o si las barcas se soltaban y se iban a la deriva…

—Se merecía que todo el mundo sospechara de él —justificó Astrid—. Se lo ganó a pulso.

—Pero tenía su historia —arguyó Gerlof—. Un padre estricto que murió cuando él era pequeño y una madre que le decía sin cesar que él era mejor que todos los de la aldea. No tuvo una educación muy sana, la verdad.

Astrid asintió con la cabeza, pero permaneció en silencio y pensativa un rato antes de preguntar en voz baja.

—Oí lo del accidente ayer en la radio local. ¿Cuándo será el entierro, Gerlof?

De pronto había cambiado de tema, pensó él. A no ser que Astrid también creyera que Nils Kant y la muerte de Ernst tenían algo que ver.

—El miércoles, creo —repuso—. He hablado con John por teléfono, y eso me ha parecido entender.

—¿Y será en la iglesia de Marnäs?

—Sí —dijo Gerlof, y levantó su taza de café—. Aun cuando esa maldita torre de iglesia fuera su fin.

—Ernst solía tener mucho cuidado con las piedras —observó Astrid—. No entiendo qué hacía al borde del precipicio.

Gerlof negó con la cabeza, pero no dijo nada.

—¿No hay nadie más? —preguntó Julia después de tomar café en casa de Astrid, mientras regresaban en coche a Marnäs.

—¿Nadie más? —inquirió Gerlof.

—¿No vive nadie más en Stenvik? ¿Ya hemos visto a todos los que viven aquí?

—Más o menos —repuso él—. A todos los auténticos habitantes de Stenvik. Luego están los que vienen de Borgholm y Kalmar el fin de semana. Son unas quince o veinte personas. No los conozco tan bien.

—Y durante el verano, ¿qué?

—Está abarrotado —dijo Gerlof—. Se llena de veraneantes… varios centenares. Cada vez hay más y más turistas. Construyen y construyen. Y en el camping de John, tres cuartos de lo mismo. Casi viene más gente que los habitantes que había cuando yo era pequeño. Pero en Långvik es aún peor, con el puerto y el hotel de la playa.

—Me acuerdo de cómo eran los veranos —rememoró Julia.

Gerlof suspiró.

—No debería quejarme. Los veraneantes traen dinero.

—Pero es imposible conocerlos a todos —dijo Julia, y frenó para girar hacia Marnäs.

—Sí, en verano no hay manera —convino Gerlof—. Es como en la ciudad donde vives: la gente entra y sale a su antojo.

—También pueden hacerlo ahora —señaló Julia—. En Stenvik no hay nadie que pueda verte…

De repente enmudeció, como si se le hubiera ocurrido algo.

—Astrid vigila bastante —observó Gerlof. Después notó el silencio de Julia y la miró—. ¿Qué te pasa?

—Me he acordado de que Ernst me dijo que esperaba una visita. Cuando me lo encontré anteayer en el cobertizo. Dijo: «Puedes pasar a ver las esculturas, pero esta tarde no, que tengo visita». O algo por el estilo.

—¿Dijo eso? —preguntó Gerlof, y miró pensativo por la ventanilla.

—¿Sería también él… Nils Kant?

—Quizás.

—¿Esperaba Ernst su visita?

—No lo creo —contestó Gerlof.

El coche quedó en silencio. Pasaron ante la iglesia de Marnäs, y Gerlof recordó a su amigo y el entierro inminente. No tenía ganas de ir.

—Sabes más de lo que cuentas —dijo Julia al final.

—Un poco sí —reconoció Gerlof en voz baja—, pero no mucho. Tenemos unas cuantas hipótesis, John y yo.

Ernst también había tenido unas cuantas hipótesis, pensó con tristeza.

—Esto no es un juego —le reconvino Julia en voz baja—. Jens es mi hijo.

—Lo sé. —A Gerlof le habría gustado ser capaz de pedirle que dejara de hablar de Jens como si todavía estuviera vivo—. Y pronto oirás todo lo que pienso.

—¿Por qué le hablaste de la sandalia a Astrid? —quiso saber Julia.

—Para que se divulgue la noticia —explicó Gerlof—. Seguro que Astrid la divulga, se le da bien. —Miró a Julia—. ¿Le contaste a la policía ayer lo de la sandalia?

—No. Tenía otras cosas en que pensar. ¿Y por qué deberíamos contarlo?

—Bueno, quizá logremos que suceda algo. Que aparezca alguien.

—¿Que aparezca alguien?

—Nunca se sabe —dijo Gerlof, pero ya habían llegado a la residencia de ancianos.

Julia le ayudó de nuevo a salir del coche.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó él.

—No sé. Quizá vaya a la iglesia.

—Bien, hazlo. Puedes encender una vela en la tumba de Ella. Arriba, en la habitación, tengo una.

—Vale —aceptó Julia, y lo acompañó a la puerta.

—Puedes dar una vuelta por el cementerio. Cuando hayas encendido la vela de tu madre date una vuelta hasta el muro oeste de la iglesia y mira las tumbas que hay allí.

—Vale. ¿Por qué? —preguntó Julia, y apretó el timbre que abría la puerta de entrada a la residencia de ancianos.

—Lo sabrás cuando lo veas —respondió Gerlof.

11

Julia se hallaba en el cementerio de Marnäs mirando la tumba de Nils Kant.

Se encontraba junto al muro oeste, y era la última de una larga hilera de sepulcros. El nombre NILS KANT estaba grabado en la lápida al igual que las fechas 1925-1963. Ésta era baja y modesta, de piedra caliza corriente que seguramente procedía de la cantera de Stenvik. Quizá fue Ernst Adolfsson el que la cortó. Tenía más de treinta años, y manchas de liquen blanco habían comenzado a cubrir su parte superior.

Sobre la tumba crecía una hierba seca amarillenta, pero no había flor alguna.

Julia se había preguntado por qué nadie nombró a Nils Kant como sospechoso al desaparecer Jens. En respuesta, Gerlof la había conducido hasta allí, hasta el desierto cementerio a las afueras de Marnäs, y ahora descubría que Nils Kant no podía tener relación con la desaparición de Jens. En 1972 Kant llevaba muerto casi diez años. Era una respuesta tallada en la piedra.

Bueno. Un nuevo callejón sin salida.

Dos metros más allá había otra lápida, también de piedra caliza, pero más alta y más ancha. Había un nombre y una fecha grabados: KARL-EINAR ANDERSSON 1889-1935 y VERA ANDERSSON KANT 1897-1972. Debajo de esos nombres y en un texto más pequeño se leía: AXEL TEODOR KANT 1929-1936. Era el hermano menor de Nils Kant, cuyo cuerpo había desaparecido en el estrecho.

Cuando Julia se dio la vuelta para irse vio algo pequeño y blanco que se agitaba tras la lápida de la tumba de Nils Kant. Se detuvo, dio un par de pasos hacia delante y se agachó.

Lo que se movía ligeramente con el viento era un sobre blanco, sujeto entre los tallos de un par de rosas secas.

Julia supuso que alguien habría dejado unas rosas detrás de la lápida no hacía mucho tiempo, pues aún conservaban algunos pétalos granates y secos. Cuando cogió el sobre lo notó húmedo. Si tenía algo escrito, la tinta se habría borrado con la lluvia.

Miró alrededor. El cementerio seguía desierto. La iglesia blanca de Marnäs se alzaba a unos cincuenta metros de distancia, pero la puerta estaba cerrada cuando Julia había intentado entrar y al otro lado de las ventanas no se veía ningún movimiento.

Introdujo el sobre en el bolsillo de su abrigo y se alejó.

Regresó a la tumba de su madre, retiró una hoja amarilla de abedul que había caído durante los minutos que había estado lejos y se agachó para comprobar que la vela aún ardía. Sí, no se había apagado.

Luego regresó a su coche para recorrer el kilómetro que la separaba del centro de Marnäs.

Cuando Julia era pequeña, una excursión desde la casa de verano hasta Marnäs, al este de la isla, era toda una aventura. Allí no sólo había un quiosco, sino también tiendas. Se podían comprar juguetes.

Ahora, mientras avanzaba en coche por el pequeño pueblo lo que más agradecía era que se pudiera aparcar gratuitamente: una gran ventaja respecto a Gotemburgo. Había sitio junto a la tienda de ICA, en toda la pequeña calle principal y en el puerto. Al final eligió el puerto. Allí vio una pequeña taberna, Moby Dick, restaurante y pub, cuyas mesas, al otro lado de las ventanas, estaban completamente vacías media hora antes de la hora del almuerzo.

No había barcos de pesca ni de recreo en el pequeño puerto. Julia salió del coche y se dirigió al desierto muelle de hormigón que apuntaba hacia el horizonte. Permaneció ahí unos minutos contemplando el mar gris surcado de pequeñas olas. No se veía nada en el horizonte. Detrás de él, hacia el nordeste, estaba Gotland, y al otro lado del mar Báltico se encontraba Europa del Este, con los antiguos, y ahora nuevos, países que se habían separado de la Unión Soviética: Estonia, Lituania y Letonia. Un mundo que Julia nunca había visitado.

Se dio media vuelta y caminó lentamente por la calle principal; no vio un alma. Pasó ante una pequeña tienda de ropa, una floristería y un cajero automático donde se detuvo para sacar trescientas coronas. Como de costumbre, no tenía mucho saldo, y estrujó el recibo rápidamente.

En la puerta siguiente colgaba un letrero: «ÖLANDS-POSTEN». Debajo del nombre, y escrito con letras más pequeñas: «El diario de todo el norte de Öland».

Julia vaciló unos segundos antes de entrar.

Al abrir la puerta hizo sonar una campanilla de latón encima de su cabeza. Entró en un pequeño local con buena luz pero con el aire viciado: apestaba a humo de cigarrillo viejo. Había un mostrador vacío, y detrás, una oficina con dos mesas repletas de periódicos y papeles. Ante cada uno de sus susurrantes ordenadores se sentaban dos hombres mayores, uno canoso y el otro completamente calvo; ambos vestían tejanos y camisas que pedían a gritos un buen planchado. Sobre la mesa del calvo reposaba un letrero con el nombre LARS T. BLOHM. La mesa del canoso carecía de letrero, pero Julia reconoció a Bengt Nyberg, el reportero que había llegado a la cantera enseguida. Lo había vislumbrado a través de la ventana y Lennart Henriksson le había dicho quién era.

Una larga serie de titulares colgaba de la pared: «TRÁGICO ACCIDENTE MORTAL EN LA CANTERA» rezaba uno en el extremo izquierdo en gruesas letras negras.

¿Acaso no eran trágicos todos los accidentes mortales?

—¿Qué desea? —Bengt Nyberg no pareció reconocerla cuando la miró a través de un par de gruesas gafas de lectura. Julia se acercó al mostrador—. ¿Quiere poner un anuncio?

—No —respondió Julia, que no sabía realmente por qué había entrado en la redacción—. Sólo pasaba por aquí… Ahora estoy en Stenvik y… Mi hijo ha desaparecido.

Parpadeó. ¿Por qué había dicho eso?

—Vaya —dijo Nyberg—. Pero esto no es la comisaría. Está en el edificio de al lado.

—Gracias —repuso Julia, y sintió que se le aceleraba el pulso, como si hubiera dicho algo embarazoso.

—¿O quiere que escribamos sobre ello?

—No —contestó Julia rápidamente—. Iré a la policía.

—¿Cuándo ha desaparecido? —preguntó Lars Blohm, el otro hombre. Tenía una voz profunda, ronca—. ¿Qué hora era? ¿Ha sido aquí, en Marnäs?

—No. No ha sido hoy —respondió Julia. Sintió que se ruborizaba cada vez más, como si les estuviera mintiendo a los dos periodistas—. Tengo que irme. Gracias.

Al volverse precipitadamente notó sus miradas clavadas en la nuca y abandonó el local.

En cuanto se encontró en la fría acera respiró hondo e intentó relajarse. ¿Por qué había tenido que entrar en el periódico? ¿Por qué había hablado de Jens? No estaba acostumbrada a tratar con extraños. Y en sitios tan pequeños como aquél aún era peor; allí todo el mundo se conocía y una persona nueva enseguida llamaba la atención y se convertía en blanco de cotilleos. Echaba de menos Gotemburgo, donde la gente se trataba como si fueran árboles del bosque y se cruzaban en la calle sin mirarse.

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