Read La hora de las sombras Online

Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

La hora de las sombras (19 page)

BOOK: La hora de las sombras
3.09Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Después de eso, el resto del paseo en bicicleta fue muy agradable; el sol le daba de lado y el viento por la espalda.

Långvik se encontraba a cinco kilómetros al norte de Stenvik, pero era un pueblo más grande y completamente diferente. Tenía una playa con arena de verdad, un puerto deportivo para barcos de recreo, varios edificios de apartamentos en el centro y casitas de verano tanto al norte como al sur.

«TERRENOS A LA VENTA», anunciaban los carteles al borde del camino. Todavía se edificaba en Långvik: las cercas y las estacas para señalar los linderos y los nuevos caminos de grava que avanzaban por el lapiaz iban a morir entre grandes palés de tejas plastificadas y montones de madera impermeabilizada.

También había un hotel en el puerto, cómo no, que iba de un lado a otro de la playa, y tenía tres pisos y un restaurante enorme.

Julia comió un plato de pasta en el establecimiento y la invadió una vaga sensación de nostalgia. Había ido a bailar al lugar a principios de los años sesenta con otros jóvenes de Stenvik. Aunque entonces el hotel era más pequeño, ya imponía. Tenía un gran porche de madera que daba a la playa, y allí bailaban hasta la medianoche. Ponían música rock americana e inglesa, y entre disco y disco escuchaban el rumor de las olas en la oscuridad. Olor a sudor, a
aftershave
y a cigarrillos. Julia había bebido su primer vaso de vino en Långvik y a veces la llevaban a casa en una motocicleta estridente a altas horas de la noche. Mientras atravesaba la oscuridad a toda velocidad y sin casco, tenía la profunda sensación de que la vida sería cada vez más maravillosa.

El porche había desaparecido, y el hotel había sido ampliado y disponía de luminosos salones de conferencias y piscina propia.

Tras almorzar, Julia comenzó a leer el libro que Gerlof le había dejado, titulado
Crímenes de Öland
. En el capítulo «El asesino fugado», leyó unas páginas dedicadas a Nils Kant, sobre lo que había hecho un día de verano de 1945 en el lapiaz, y a continuación:

Así pues, ¿quienes eran los dos hombres uniformados que Nils Kant ejecutó a sangre fría aquel soleado día en el lapiaz?

Probablemente fueran soldados alemanes que habían conseguido cruzar el mar Báltico, huyendo de los duros combates en Kurland, en la costa oeste de Letonia, durante la etapa final de la Segunda Guerra Mundial. Los alemanes de Kurland estaban rodeados por el Ejército Rojo, y la única manera de escapar era hacerse a la mar en un navío. Los riesgos eran enormes en esa época, a pesar de lo cual tanto soldados como civiles eligieron escapar a Suecia cruzando el Báltico.

Sin embargo, no son más que conjeturas. Los soldados muertos no llevaban ni papeles ni pasaportes que pudieran identificarlos, y acabaron reposando en una tumba anónima.

Pero habían dejado muchos rastros tras sí. Lo que Nils Kant no sabía al abandonar los dos cuerpos tendidos en el lapiaz era que esa misma mañana habían encontrado abandonada en una ensenada a algunos kilómetros al sur de Marnäs una pequeña motora verde con nombre ruso.

En la barca medio inundada se encontraron, entre otras cosas, cascos de soldados alemanes, docenas de latas de conserva oxidadas, un orinal, un remo roto y un pequeño bote de polvos contra los piojos rusos del doctor Theodor Morell, médico personal de Hitler, confeccionado en Berlín exclusivamente para soldados de la Wehrmacht.

El hallazgo de la barca despertó la curiosidad —al igual que cualquier objeto extraño que apareciera en la costa de Öland— y muchos habitantes de Marnäs se enteraron antes que Kant de la presencia de extraños en la zona. Algunos incluso salieron en su búsqueda, con o sin armas.

Nils Kant no enterró a los soldados que había matado, ni siquiera los ocultó. Un cadáver en el lapiaz suele atraer rápidamente muchos animales y aves carroñeras, y su alboroto y sus peleas por la presa se ven y oyen a mucha distancia.

Era sólo una cuestión de tiempo que alguien que rastreara el lapiaz encontrara a los soldados muertos.

Cuando la camarera del restaurante recogió los platos de su mesa, Julia cerró el libro y contempló la playa desierta a unos pasos del hotel.

La historia sobre Nils Kant era interesante, pero el hombre estaba muerto y enterrado, y no entendía por qué Gerlof consideraba de vital importancia que ella la leyera.

—¿Me dice cuánto es?

—Sí. Cuarenta y dos coronas.

La camarera era joven, probablemente no había cumplido los veinte, y parecía contenta con su trabajo.

—¿Abrís todo el año? —preguntó Julia al entregar el dinero.

Le sorprendía ver tanta gente, no sólo en Långvik sino también en el hotel del puerto, pues ya estaban en otoño.

—Entre noviembre y marzo sólo abrimos los fines de semana, para conferencias —explicó ella.

Tomó el dinero y abrió la cartera que llevaba a la cintura para sacar unas cuantas monedas de una corona.

—Quédate con el cambio —dijo Julia, que lanzó una mirada al agua gris al otro lado de la ventana del restaurante y continuó—: Una pregunta… ¿Sabes si en Långvik vive un tal Lambert? Lambert y un apellido acabado en «son»; Svensson, Nilsson o Karlsson. ¿Vive algún Lambert por aquí?

La camarera lo pensó un momento y luego negó con la cabeza.

—¿Lambert? Ese nombre debería recordarlo, pero no creo haberlo oído.

Julia pensó que era demasiado joven para conocer a los ancianos de Långvik. Asintió y se levantó, pero la camarera prosiguió:

—Pregúntele a Gunnar. Gunnar Ljunger. Es el dueño del hotel. Conoce a casi todo el mundo de Långvik. —Se dio la vuelta y señaló—. Vaya a la entrada principal y tuerza a la izquierda, y luego siga por el ala corta del hotel. Allí encontrará las oficinas. A estas horas Gunnar debería estar allí.

Julia dio las gracias por la información y salió del restaurante. Con el almuerzo había bebido agua: un día más, empezaba a convertirse en una costumbre. Era agradable tener la cabeza despejada, pensó cuando notó el aire frío del aparcamiento del hotel, aunque si tenía que ver a Lambert otra vez le habría venido bien un trago de vino.

Svensson o Nilsson o Karlsson.

Julia se atusó el cabello y dio la vuelta al hotel. Vio una puerta de madera, y a su lado una serie de letreros con nombres de empresas; en el superior ponía «LÅNGVIK CONFERENCE CENTER AB». Abrió la puerta y penetró en un pequeño recibidor con moqueta amarilla y grandes plantas de plástico.

Tuvo la sensación de haber entrado en una oficina del centro de Gotemburgo. Sonaba música de fondo. En la recepción había una joven bien vestida, y a su lado, acodado sobre el mostrador, un hombre igual de joven con camisa blanca. Ambos miraron a Julia como si hubiera interrumpido una importante conversación, pero la recepcionista sonrió y la saludó enseguida. Julia devolvió el saludo, tensa como siempre que hablaba con personas desconocidas, y a continuación preguntó por Gunnar Ljunger.

—¿Gunnar? —repitió la recepcionista, y miró al hombre del mostrador—. ¿Ha vuelto de comer?

—Sí —afirmó él, y cabeceó hacia Julia—. Venga. Le mostraré el camino.

Julia le siguió por un corto pasillo que acababa en una puerta entreabierta. Llamó con los nudillos mientras la abría.

—¿Papá? Tienes visita.

—Muy bien —respondió una voz grave—. Pase.

El despacho no era especialmente grande, pero la vista de la playa y el Báltico que se dominaba desde la ventana panorámica era fantástica. El dueño del hotel, Gunnar Ljunger, estaba sentado a un escritorio; tenía la barba canosa y pobladas cejas grises, y tecleaba una rechinante calculadora. Vestía camisa blanca y tirantes, y una chaqueta marrón colgaba del respaldo de su silla. Sobre la mesa, junto a la calculadora, había un ejemplar abierto del
Ölands-Posten,
y parecía estar ojeando el periódico al mismo tiempo que calculaba.

—Hola —saludó, y le lanzó una mirada a Julia.

—Hola.

—¿En qué puedo ayudarla?

Ljunger sonrió y siguió realizando operaciones en la calculadora.

—Sólo quería preguntarle una cosa —dijo Julia, y dio un tímido paso hacia el interior—. Estoy buscando a Lambert.

—¿Lambert?

—Lambert de Långvik… Lambert Karlsson creo que se llama.

—Querrá decir Lambert Nilsson —corrigió Ljunger—. No hay otro Lambert por aquí.

—Sí…, se llama Nilsson —se apresuró a rectificar Julia.

—Pero Lambert ha muerto —apuntó Ljunger—. Murió hace cinco o seis años.

—Ah.

Julia sintió una repentina decepción, aunque en parte había esperado esa respuesta. Lambert ya parecía viejo esa tarde de los años setenta en que había llegado en su motocicleta para averiguar qué le había ocurrido a su hijo.

—Sven-Olof, su hermano pequeño, aún vive aquí —añadió Ljunger, y señaló detrás de Julia—. Sven-Olof Nilsson. Está en la colina, detrás de la pizzería, donde también vivía Lambert. Sven-Olof vende huevos, así que tendrá que buscar una casa que tenga gallinas en el jardín.

—Gracias.

—Si va a verlo, dígale que ahora es mucho más barato conectarse a la red de agua municipal —añadió Ljunger, y sonrió—. Es el único en todo Långvik que aún piensa que es mejor usar el pozo de su propiedad.

—Se lo diré.

—¿Es usted cliente del hotel? —preguntó Ljunger, cuando Julia se disponía a marcharse.

—No, pero solía venir a bailar aquí cuando era joven… Vivo en Stenvik. Me llamo Julia Davidsson.

—¿Es familia del viejo Gerlof? —preguntó Ljunger.

—Soy su hija.

—Vaya —exclamó él—. Pues dele recuerdos de mi parte. Nos ha hecho unos cuantos barcos en botellas para el restaurante. Queríamos encargarle más.

—Se lo diré.

—Stenvik es muy bonito, ¿verdad? —comentó Ljunger—. Tranquilo y apacible, con la cantera cerrada y las casas de campo vacías. —Esbozó una sonrisa—. Aquí hemos optado por otra vía, claro: expandirnos y apostar por el turismo, el golf y las conferencias. Creemos que es la única manera de mantener con vida los pueblos de la costa del norte de Öland.

Julia asintió, no sin cierta vacilación.

—Parece que funciona —comentó.

¿Debería Stenvik haber apostado también por el turismo?, se preguntó Julia mientras abandonaba la oficina del hotel y salía al aparcamiento ventoso. Ya nunca se sabría, pues Långvik les había tomado demasiada delantera. En Stenvik nunca se podría construir un hotel en la playa ni una pizzería. La aldea continuaría semidesierta la mayor parte del año y sólo reviviría un par de meses cuando llegaran los veraneantes; y no había nada que hacer.

Pasó ante una pequeña gasolinera junto al puerto, continuó por la calle principal del pueblo y dejó atrás la pizzería.

La calle enfilaba hacia el interior y subía por una ladera; el viento le daba en la espalda. En la cima había una arboleda y tras ella un muro bordeaba el jardín de una casa encalada y un gallinero de piedra con un corral vallado.

No se veía gallina alguna, pero un cartel de madera junto a la verja anunciaba: «SE VENDEN HUEVOS».

Julia se adentró por un camino de desiguales baldosas de piedra caliza. Pasó junto a una bomba de agua pintada de verde y recordó las palabras de Gunnar Ljunger sobre la red de agua municipal.

La puerta de la casa estaba cerrada, pero había un timbre. Tras pulsarlo, no ocurrió nada; pasado un rato se oyó un ruido sordo y a continuación se abrió la puerta. Apareció un anciano, delgado y lleno de arrugas, con un ralo cabello plateado pegado al cráneo.

—Hola —saludó.

—Hola —respondió Julia.

—¿Vienes por huevos?

El anciano debía de haber interrumpido su almuerzo, pues aún masticaba.

Julia asintió. Buena idea, podía comprar huevos.

—¿Es usted Sven-Olof? —dijo ella, sin sentir el malestar que experimentaba cada vez que hablaba con una persona nueva.

Quizás había empezado a acostumbrarse a tratar a desconocidos en Öland.

—Sí, sí —confirmó el hombre, y se calzó un par de grandes botas negras de goma que estaban al otro lado de la puerta—. ¿Cuántos quiere?

—Bueno… Media docena será suficiente.

Sven-Olof Nilsson salió de la casa y justo antes de que cerrase la puerta un silencioso gato salió a hurtadillas como una sombra negra detrás de él. No le dedicó a Julia ni una mirada.

—Voy a buscarlos —dijo el hombre.

—Vale —repuso Julia, pero cuando Sven-Olof se encaminó hacia el gallinero ella lo siguió.

Él abrió la puerta verde y entró en el suelo de tierra, y Julia se detuvo en el umbral; allí no había gallina alguna, sólo bandejas con huevos blancos sobre una mesita.

—Voy a coger unos recién puestos —anunció Sven-Olof; abrió una puerta desvencijada y entró en el cuarto de las gallinas.

Julia sintió el olor de las aves y vislumbró estanterías de madera en las paredes, pero apenas había luz, pues las bombillas estaban apagadas. El aire estaba cargado y polvoriento.

—¿Cuántas gallinas tiene? —preguntó.

—Ahora ya no muchas —respondió Sven-Olof—. Unas cincuenta…, ya veremos durante cuánto tiempo podré conservarlas.

Se oyó un ligero cloqueo en el interior de la habitación.

—Me han dicho que Lambert murió.

—¿Qué… Lambert? Sí, murió en el ochenta y siete —declaró Sven-Olof desde la oscuridad.

Julia no entendía por qué el hombre no encendía la luz, pero quizá tuviera las bombillas fundidas.

—Conocí a Lambert —explicó Julia—, hace muchos años.

—Vaya —replicó Sven-Olof—. Hay que ver.

No parecía especialmente interesado en escuchar ninguna historia sobre su hermano muerto, pero Julia no tenía más remedio que continuar:

—Fue en Stenvik, donde vivo.

—Vaya —repitió Sven-Olof.

Julia dio un paso hacia él atravesando el umbral en la oscuridad. El aire estaba lleno de polvo y olía a cerrado. Oía cómo las gallinas se agitaban nerviosas cerca de la pared, pero no podía ver si estaban libres o enjauladas.

—Mi madre, Ella, llamó a Lambert —prosiguió—, necesitábamos… Necesitábamos ayuda para encontrar a una persona. Llevaba desaparecida tres días, no había rastro de él por ninguna parte. Entonces Ella empezó a hablar de Lambert. Dijo que él podía encontrar cosas. Dijo que todo el mundo lo conocía por ese don.

—¿Ella Davidsson? —preguntó Sven-Olof.

—Sí. Llamó y al día siguiente él llegó en una vieja motocicleta de carga.

—Sí, le gustaba ayudar —asintió Sven-Olof, que ahora sólo era una sombra en la habitación. Su voz baja apenas se oía entre el sordo cloqueo de las gallinas—: Lambert encontraba cosas. Soñaba con ellas y luego las encontraba. Cuando la gente se lo pedía también buscaba agua con una varita de zahorí de madera de avellano. Eso era muy apreciado.

BOOK: La hora de las sombras
3.09Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Love Anthony by Lisa Genova
Overture (Earth Song) by Mark Wandrey
Broken Series by Dawn Pendleton
The Prince of Shadow by Curt Benjamin
House Made of Dawn by N. Scott Momaday
“It’s Not About the Sex” My Ass by Hanks, Joanne, Cuno, Steve


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024