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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

La hora de las sombras (22 page)

BOOK: La hora de las sombras
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—Muchísimas gracias por la cena, Astrid.

—Ha sido muy agradable —repuso ella, y por una vez esbozó una amplia sonrisa—. Deberíamos vernos de nuevo, antes de que te vayas. O la próxima vez que vengas a Stenvik.

—Sí, lo haremos —aseguró Julia, que acarició a
Willy
y salió por la puerta de la cocina.

En el exterior aún no era noche cerrada, apenas atardecía, así que no hacía falta que fuera a casa tanteando en la oscuridad.

—¡Si te asusta la oscuridad, ven a casa! —gritó Astrid a su espalda—. Piensa que ahora en Stenvik no queda nadie más que tú y yo y John Hagman. Aquí llegaron a vivir hasta trescientas personas. Había una asociación contra el alcoholismo y una misión y una hilera de molinos junto al mar. Ahora sólo quedamos nosotros.

Y cerró la puerta de la cocina antes de que Julia tuviera tiempo de responder.

La embriaguez que había sentido en la cocina de Astrid empezó a remitir al aire libre, o por lo menos eso le pareció a Julia. La noche era clara y fría, y débiles luces titilaban a lo lejos en el continente, al otro lado del estrecho. En la costa ölandesa brillaban aún más luces, procedentes de casas y lámparas demasiado alejadas para ser visibles de día.

Julia llevaba consigo la llave de la casa de Gerlof, y después de andar unos metros por el cantil torció hacia el interior. Avanzó por el camino vecinal todo lo recto que pudo, echó una mirada al jardín de Vera Kant, y durante un instante se preguntó si la vieja Vera habría podido ver a su querido hijo Nils antes de morir.

El jardín estaba en silencio e invadido por las sombras. Julia siguió subiendo hacia la casa de verano, abrió la puerta y encendió la luz del recibidor.

Ahí no había sombra alguna. Jens estaba en la casa, pero sólo como un vago recuerdo. Jens estaba muerto.

Utilizó el cuarto de baño para asearse, ir al retrete y lavarse los dientes.

Cuando acabó apagó la luz del recibidor y por último recogió su móvil, que había dejado cargando durante todo el día. De pie en el recibidor tras la ancha ventana de cristal marcó el número de Gerlof en la residencia de ancianos. Respondió a la tercera señal.

—Davidsson.

—Hola, soy yo.

Siempre tenía remordimientos de conciencia cuando hablaba con Gerlof sin estar sobria del todo, pero no tenía otro remedio.

—Hola —saludó su padre—. ¿Dónde estás?

—En casa. He cenado con Astrid, y ahora bajaré al cobertizo a dormir.

—Bien. ¿De qué habéis hablado?

Julia recapacitó.

—Hemos hablado de Stenvik…, y de lo que le sucedió a Nils Kant.

—¿Todavía no has leído el libro que te dejé? —quiso saber Gerlof.

—No lo he acabado —respondió Julia, y cambió de tema de conversación—: ¿Iremos pronto a Borgholm?

—Eso había pensado —aseguró Gerlof—, si me dan permiso en la residencia. Creo que dentro de poco necesitaré un permiso escrito de Boel para poder salir de aquí.

Era una muestra de su peculiar sentido del humor.

—Si te dan permiso —dijo Julia—, pasaré a recogerte mañana a las nueve y media.

De pronto guardó silencio y se inclinó hacia la ventana.

Vio algo fuera, una luz pálida…

—¿Hola? —inquirió Gerlof—. ¿Estás ahí?

—¿Vive alguien en la casa de al lado? —preguntó Julia al auricular con la mirada fija en la ventana.

—¿Qué casa?

—La de Vera Kant.

—Ahí no ha vivido nadie desde hace veinte años —respondió Gerlof—. ¿Por qué?

—No sé.

Julia entornó los ojos y escudriñó en la oscuridad. Ya no se veía ninguna luz. Sin embargo, estaba segura de haber visto una luz en una de las habitaciones de la planta baja hacía un instante.

—¿De quién es la casa? —preguntó ella.

—Bueno… de unos parientes lejanos —recordó Gerlof—. Hijos de unos primos de Vera, creo. Nadie ha mostrado el más mínimo interés en remozarla. Habrás visto el estado del jardín; ya estaba mal cuando Vera murió en los años setenta. —Al otro lado de la ventana la oscuridad era total—. Bueno —prosiguió Gerlof—, nos vemos mañana.

—¿Vamos a ver al hombre que se llevó a Jens?

—Nunca dije eso —observó Gerlof—. Sólo te he prometido señalarte al hombre que me envió el sobre con la sandalia. Sólo eso.

—¿No es la misma persona? —dijo Julia.

—No lo creo —replicó Gerlof.

—¿Puedes explicar por qué?

—Lo haré en Borgholm.

—Vale —aceptó Julia, que no tenía fuerzas para seguir hablando—. Hasta luego.

Apagó su móvil.

Al regresar por el camino vecinal, Julia pasó más despacio que antes por delante del jardín de Vera Kant. La oscuridad era absoluta bajo los densos árboles centenarios. Escrutó las grandes ventanas vacías de la casa. Todas estaban apagadas. La casa ruinosa se recortaba como una gran sombra contra el cielo nocturno. La única manera de saber si alguien se ocultaba ahí dentro era…, entrar en la casa de Vera y comprobarlo por sí misma.

Pero ir sola era una locura; Julia lo sabía. La casa de Vera Kant estaba embrujada, pero…

¿Y si Jens había entrado en la casa ese día? ¿Y si aún seguía allí dentro?

«Ven, mamá. Ven aquí, recógeme…»

No. No podía pensar eso.

Julia siguió descendiendo hasta el cobertizo, abrió, entró y cerró la puerta de la calle tras de sí.

15

El martes amaneció gris y ventoso; además, a Gerlof le resultó humillante no poder siquiera valerse por sí mismo para llegar al coche. Necesitó la ayuda del personal. Se vio obligado a apoyarse en Boel y Linda para desplazarse desde la residencia de ancianos hasta el Ford de Julia aparcado en la rotonda, y aun así caminó con paso vacilante.

Gerlof notó el esfuerzo que hacían ambas mujeres por conseguir que su cuerpo pesado y renuente avanzara. Nada podía hacer él salvo sujetar el bastón con una mano, la cartera con la otra y dejarse llevar.

Era humillante pero no había otra opción. Había días en que podía caminar sin problemas, pero otros apenas era capaz de moverse. El frío de aquel día de otoño lo empeoraba todo. Era la víspera del entierro de Ernst, y Gerlof y Julia se iban de excursión.

Ésta abrió la puerta del copiloto desde el interior, y él tomó asiento.

—¿Adónde vais? —preguntó Boel junto al coche.

Siempre quería estar al tanto de los planes del anciano.

—Al sur —repuso Gerlof—. A Borgholm.

—¿Regresaréis para cenar?

—Seguramente —replicó él, y cerró la puerta—. Vamos —le dijo a Julia, deseando que no comentara lo mal que le veía esa mañana.

—Parece que se preocupa por ti —comentó su hija al abandonar la residencia de ancianos—. Me refiero a Boel.

—Es la responsable, no quiere que me ocurra nada —dijo Gerlof, y añadió—: No sé si lo sabes, pero un jubilado ha desaparecido en el sur de Öland. La policía lo anda buscando.

—Algo han dicho por la radio cuando venía en coche —recordó Julia—. Pero hoy no iremos al lapiaz, ¿verdad?

Gerlof negó con la cabeza.

—Vamos a Borgholm, como te dije —respondió—. Veremos a tres hombres, pero no al mismo tiempo, sino a uno después de otro. Y uno de ellos es quien me envió la sandalia de Jens. Querrás hablar con él, ¿verdad?

Julia asintió con la cabeza en silencio mientras conducía.

—¿Y los otros?

—Uno es amigo mío —explicó Gerlof—. Se llama Gösta Engström.

—¿Y el tercero?

—Ése es un poco especial.

Julia frenó al acercarse a la señal de stop antes del cruce de la carretera nacional.

—¿Siempre tienes que ser tan reservado, Gerlof? —se quejó ella—. Así te creces, ¿no?

—No, qué va —respondió él al punto.

—Pues a mí me parece que sí —insistió Julia, y giró por la carretera nacional hacia Borgholm.

«Quizá su hija tuviera razón», pensó Gerlof. Aunque nunca se había visto así.

—No me crezco —explicó—. Sólo creo que es mejor contar las historias a su ritmo. Antes la gente se tomaba tiempo para narrar historias, ahora todo tiene que ser deprisa y corriendo.

Julia guardaba silencio. Se dirigían hacia el sur y pasaron de largo el desvío a Stenvik. Un centenar de metros más allá Gerlof vio la silueta del edificio de la estación recortándose contra el horizonte al oeste. Por allí había pasado Nils Kant aquel día de verano al final de la guerra, cuando mató de un disparo en el tren a Henriksson, el policía provincial.

Gerlof aún recordaba el escándalo que se había armado. Primero dos soldados alemanes muertos de un tiro en el lapiaz, a continuación un policía asesinado y un asesino fugado: la conmoción había acaparado las noticias aun durante los dramáticos últimos meses de la Segunda Guerra Mundial.

Llegaron reporteros de todas partes del país para escribir sobre los espantosos y violentos sucesos acaecidos en Öland. Entonces Gerlof se encontraba en Estocolmo, donde pretendía reiniciar su carrera en la marina mercante, y sólo pudo leer lo que el
Dagens Nyheter
publicó sobre el drama ölandés. La policía reunió refuerzos llegados de todo el sur de Suecia para registrar la isla entera en busca de Nils Kant, pero tras saltar del tren, éste se había esfumado.

Ahora ya no circulaban trenes por Öland; incluso habían desaparecido las vías, y el edificio de la estación de Marnäs se había reconvertido en vivienda. Vivienda de verano, claro.

Gerlof apartó la vista del edificio y se reclinó en el asiento; unos minutos más tarde le sorprendió un persistente pitido procedente de algún lugar del coche. Enseguida se dio la vuelta, pero Julia no se inmutó: sacó tranquilamente el teléfono móvil del bolso sin dejar de conducir. Descolgó y habló en voz baja y concisa durante unos minutos, y luego se apresuró a apagar el teléfono.

—Nunca he entendido cómo funcionan esas cosas —dijo Gerlof.

—¿Qué cosas?

—Los teléfonos inalámbricos. Los móviles, como los llamen.

—Sólo hay que apretar una tecla y llamar —explicó Julia. Luego añadió—: Era Lena. Te manda saludos.

—Vaya, qué bien. ¿Qué quería?

—Creo que sobre todo le interesa que le devuelva el coche —repuso Julia, lacónica—. Éste. Se pasa el día llamando y preguntando por él. —Sujetó con más fuerza el volante—. Es de las dos, pero le trae sin cuidado.

—Vaya —dijo Gerlof.

Desconocía los evidentes conflictos que había entre sus hijas. Seguro que, de haber estado viva, su mujer habría hecho algo al respecto, pero por desgracia él no tenía ni idea de cómo actuar.

Después de la llamada telefónica Julia siguió conduciendo sin decir una palabra y Gerlof no supo cómo romper el silencio.

Tras un cuarto de hora ella giró hacia la entrada norte de Borgholm.

—Y ahora, ¿hacia dónde? —preguntó.

—Primero tomaremos un café —decidió Gerlof.

El piso de los Engström, situado en las afueras, al sur de Borgholm, era agradable y cálido. Desde el balcón del achaparrado edificio de apartamentos de alquiler, Gösta y Margit disfrutaban de una imponente vista de las ruinas del castillo. Al otro lado de un prado abandonado y angosto ascendía una abrupta ladera, a la que se aferraban inmensos árboles de hoja caduca, coronada por una planicie sobre la que se erguía el castillo medieval. Uno de los innumerables y misteriosos incendios que asolaban Borgholm cada cierto tiempo lo había devastado a principios del siglo XIX, y tanto el tejado como el mobiliario de madera habían desaparecido. En el lugar donde una vez estuvieron las ventanas del castillo se abrían ahora grandes oquedades negras.

A Gerlof, esas ventanas quemadas en lo alto del castillo siempre le recordaban una calavera con la cuenca de los ojos vacía. Sabía que a algunos habitantes de Borgholm no les gustaba el castillo, al menos hasta que el antiguo y destartalado edificio no se transformó en ruinas de interés histórico y atrajo a los turistas. Los habitantes de Öland habían sido forzados a construirlo, una orden real que sólo les había aportado sangre, sudor y lágrimas. La gente del continente siempre había intentado exprimir la isla.

Julia contemplaba las ruinas en silencio desde el balcón. Gerlof se volvió hacia ella.

—En la edad de piedra solían arrojar a los viejos enfermos desde ese peñasco —murmuró, y señaló las ruinas—. Al menos eso dicen. Fue mucho antes de que edificaran el castillo, claro. Y muchísimo antes de que las autoridades comenzaran a construir residencias de ancianos.

Margit Engström se acercó a ellos. Llevaba las tazas de café en una bandeja y se había puesto un delantal amarillo con el lema: «LA MEJOR ABUELA DEL MUNDO».

—Durante el verano se organizan conciertos en las ruinas —les informó—, y entonces tenemos un poco de ruido. Aparte de eso, es muy agradable vivir a los pies de un castillo.

Dejó la bandeja sobre la mesa delante del televisor y sirvió café a todos; a continuación volvió a la cocina en busca de la cesta de los bollos y los platos.

Gösta, su marido, vestía un traje gris, camisa blanca y tirantes, y sonreía todo el rato. Gerlof recordó que ya era un hombre alegre cuando trabajaba de capitán, al menos siempre que la tripulación obedeciera sus órdenes.

—Me encanta recibir visitas —dijo Gösta, y bebió un poco del humeante café—. Mañana iremos a Marnäs, claro. Vosotros también, ¿verdad?

Se refería al entierro de Ernst. Gerlof asintió con la cabeza.

—Yo iré seguro. Julia quizá tenga que regresar a Gotemburgo.

—¿Qué pasará con su casa? —preguntó Gösta—. ¿Se sabe algo?

—No, aún es demasiado pronto —repuso Gerlof—. Pero casi seguro la usarán sus parientes de Småland como casa de veraneo. Como si al norte de Öland no le sobraran ya casas de verano…, pero lo más probable es que acabe así.

—Sí, mucho tendrían que cambiar las cosas para que alguien se mudara allí todo el año —observó Gösta antes de beber otro sorbo de café.

—Aquí estamos tan a gusto; en la ciudad lo tenemos todo a mano —explicó Margit, al tiempo que colocaba los platos sobre la mesa—. Pero seguimos perteneciendo a la Asociación Comarcal de Marnäs.

Su marido le sonreía con cara de enamorado.

No se quedaron mucho tiempo en casa de los Engström, apenas media hora.

—Bueno —anunció Gerlof cuando volvieron a subir al coche, que habían dejado aparcado en la calle, frente a la hilera de casas—, ahora dirijámonos a Badhusgatan. Nos detendremos en Automóviles Blomberg y haremos unas compras antes de ir al puerto.

Julia lo miró mientras arrancaba el coche.

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