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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

La hora de las sombras (9 page)

Funcionaba. Sonaron dos timbres, luego tres, y cuatro.

Entonces respondió una voz apagada de hombre.

—Diga.

Eran las diez y media de una noche entre semana. Había llamado demasiado tarde, pero ahora no tenía más remedio que continuar.

—¿Michael?

—¿Sí?

—Soy Julia.

—Ah… Hola, Julia.

Parecía más cansado que sorprendido. Intentó imaginar cómo sería él en la actualidad, pero no logró formarse ninguna imagen en la cabeza.

—Estoy en Öland. En Stenvik.

—Vaya… Yo estoy en Copenhague, como de costumbre. Estaba durmiendo.

—Sé que es muy tarde. Sólo quería decirte que ha aparecido una nueva pista.

—¿Una pista?

—De nuestro hijo —aclaró ella—. De Jens.

Él guardó silencio unos segundos.

—Vaya.

—Así que he venido aquí… Quería que lo supieras. No es una pista importante, pero quizá pueda…

—¿Cómo estás, Julia?

—Bien… Te llamaré si surge algo más.

—Vale. Veo que todavía tienes mi número. Pero la próxima vez llama más temprano.

—De acuerdo —respondió rápidamente.

—Adiós.

Michael colgó y el teléfono quedó en silencio.

Julia permaneció sentada con el móvil en la mano. Vaya. Así que funcionaba; lástima que hubiera marcado el número de la persona equivocada.

Michael había pasado página hacía mucho tiempo, ya antes de separarse. Desde el principio estuvo seguro de que Jens había bajado a la playa y se había ahogado. Unas veces ella lo había odiado por esa convicción, otras lo había envidiado a más no poder.

Cuando Julia se acostó unos minutos más tarde, con los pantalones y el jersey puestos, llegó la lluvia torrencial que se había estado anunciando toda la tarde.

Se desató en un instante, produciendo un repiqueteo rápido y enfurecido sobre el tejado de chapa del cobertizo. Julia, tumbada en la oscuridad, oía borbotar pequeños arroyos por la pendiente. Sabía que el cobertizo aguantaría; hasta ahora había superado todas las tormentas. Cerró los ojos y se durmió.

No oyó que la lluvia amainaba media hora más tarde. No oyó ruido de pasos en la cantera a oscuras, no oyó nada.

Öland, mayo de 1943

Nils ha demostrado ser el amo de la playa, el amo de Stenvik, y ahora domina todo el lapiaz que rodea la aldea. Todos los días, cuando termina de ayudar a su madre en la casa o en el jardín, lo recorre a grandes zancadas. Camina por el yermo ölandés bajo la luz amarilla del sol con el morral colgado al hombro y su escopeta en las manos.

Los conejos suelen ocultarse entre la maleza. Cuando creen que los han descubierto, se lanzan a una desenfrenada carrera campo a través; entonces hay que llevarse rápidamente la escopeta al hombro. Nils está siempre alerta cuando sale de caza.

Su casa y el lapiaz constituyen su único mundo desde que, después de la pelea con Lass-Jan años atrás, su madre le dijera que no podía trabajar más en la cantera. Ningún cantero quería trabajar con él. A Nils no le importa, se niega a regresar allí, también ha rehusado pedir perdón; lo único que le irrita es que su madre haya tenido que pagar a Lass-Jan el salario de las semanas en las que el capataz no ha podido trabajar, mientras se le curaban los dedos rotos.

Joder. ¡Todo fue culpa de Lass-Jan!

La pelea también le ha dejado un recuerdo a él: dos dedos de la mano izquierda rotos. Se negó a visitar al médico en Marnäs, y los dedos se han curado de mala manera, se le han torcido hacia dentro y le resulta difícil doblarlos. No importa; es diestro y puede sujetar la escopeta.

La gente de la aldea evita a Nils, pero eso tampoco le importa. Algunas veces se ha cruzado con Maja Nyman de camino al lapiaz, pero ella apenas lo mira, tan muda como el resto. Maja tiene grandes ojos azules, pero él no la necesita.

Su madre le ha dado una escopeta Husqvarna de dos cañones para que le haga compañía. Y él le lleva todos los conejos que caza, así ella se libra de que los tacaños campesinos de la aldea la timen con el precio de la carne.

El blanco campanario de la iglesia de Marnäs se divisa al este, en el horizonte, pero Nils no necesita referencias. Ha aprendido a moverse por el laberinto del lapiaz; sus largos muros de piedra, peñascos, arbustos e interminables llanuras cubiertas de hierba.

Ante él se encuentra el mojón, un pequeño montículo de piedras que recuerda el asesinato perpetrado por un jornalero enloquecido en la persona de un cura u obispo, siglos antes del nacimiento de Nils. Aún hoy, la gente que pasa por allí coloca piedras. Él nunca lo hace, pero le gusta sentarse ahí a comer.

Se detiene, recapacita y siente una ligera sensación de hambre en el estómago. Se encamina hacia el mojón, aparta algunas piedras romas y se sienta con la escopeta a mano y el morral sobre las rodillas.

Lo abre y encuentra dos sándwiches de queso y dos de salchicha envueltos en papel de estraza, y una botellita de leche turbia. Todo se lo ha preparado su madre; sin pedirle permiso, Nils ha rellenado la petaca plana de latón del bolsillo de su chaleco con un coñac que ella guarda en el suelo al fondo de la despensa.

En primer lugar abre la petaca y da un largo trago que le caldea la garganta, y a continuación abre el paquete de sándwiches. Come y bebe con los ojos cerrados y deja que sus pensamientos fluyan.

Nils piensa en la caza. Esta mañana no ha capturado ningún conejo, pero tiene toda la tarde para hacerlo.

Después piensa en la guerra, que aún llena los noticiarios en cuanto enciende la radio.

Suecia no ha sufrido ataques, a pesar de que, durante el verano de 1941, tres destructores alemanes entraran por equivocación en una zona minada al sur de Öland y volaran por los aires. Más de cien soldados de Hitler acabaron ahogados o murieron quemados en un mar de aceite. Y muchos ölandeses creyeron que la guerra había llegado definitivamente al verano siguiente, cuando un bombardero alemán dejó caer ocho bombas por error en el bosque bajo las ruinas de Borgholm.

El estruendo de las explosiones llegó hasta Stenvik. A Nils le despertaron los secos estallidos y miró fijamente por la ventana con el corazón desbocado; juraría haber oído el motor del avión al alejarse de la isla. Quizá fuera un Messerschmitt. Se quedó escuchando y deseó más explosiones, que cayera una lluvia de bombas alrededor de Stenvik.

Pero no hubo invasión alemana, y ya es demasiado tarde para que Hitler haga algo. Nils ha leído algunos artículos en el
Ölands-Posten
sobre la gran capitulación en Stalingrado en pleno invierno, a comienzos de año. Hitler parece estar en el bando perdedor.

Nils oye el relincho de un caballo a sus espaldas.

Abre los ojos y vuelve la cabeza. Ve unos cuantos detrás de él. Cuatro jóvenes animales blancos y marrones han aparecido tras el mojón, y trotan en fila india formando un pequeño arco, las cabezas gachas y levantando finas nubes de polvo alrededor de sus patas. Los cascos apenas hacen ruido al pisar la hierba.

Caballos. Se mueven en manadas a su antojo por el lapiaz. Un par de veces, atento a los conejos, no se ha fijado dónde ponía los pies y ha pisado sus excrementos, que están por todas partes como diminutos mojones marrones.

Parece que esta pequeña manada se encamina a un lugar determinado, pero cuando Nils emite un corto silbido agudo e introduce su mano izquierda en el morral, el caballo que va en cabeza aminora el paso y vuelve la cabeza hacia el hombre.

Todos los caballos se detienen en fila y vuelven la cabeza hacia Nils. Uno de ellos se inclina para olfatear la hierba amarilla del lapiaz, pero no la come. Le esperan cosas mejores.

Nils mantiene la mano en el morral, hace crepitar el papel de estraza y apoya tranquilamente la derecha sobre las piedras del mojón.

Los caballos dudan, husmean y piafan con los cascos. Cuando Nils hace crepitar el papel de nuevo, el caballo marrón oscuro que va en cabeza da un receloso paso hacia él. Los otros le siguen hacia el mojón con las narinas humeando ligeramente.

El caballo se detiene de nuevo, a cinco metros de distancia.

—Ven al pesebre —dice Nils, y sonríe tenso.

A los conejos no se los puede atraer de esta manera, sólo a los caballos.

El macho sacude la cabeza y bufa emitiendo un apagado relincho.

Da un par de pasos adelante, y entonces Nils retira rápida mente su mano derecha del mojón y lanza la primera piedra.

¡Da en el blanco! La roma piedra caliza cae justo encima del hocico del animal, que retrocede como si le hubiera dado un calambrazo. Recula espantado, empuja al caballo que tiene detrás y se da la vuelta poseído por el pánico cuando Nils se levanta deprisa y lanza la segunda piedra. Ésta es más plana y afilada y vuela por el aire como la hoja de una sierra.

Alcanza al macho en el costado; el caballo emite un sonoro relincho de pánico y de pronto todos los demás advierten el peligro. Corren a galope tendido por el lapiaz, mientras los cascos resuenan sobre el suelo. Desaparecen entre los arbustos.

Nils se apresura a lanzar la tercera piedra, que se desvía demasiado a la izquierda. Falla. Se inclina rápidamente de nuevo, pero el cuarto lanzamiento se queda muy corto.

Lo último que ve del macho es una estría rojiza y brillante sobre la piel del costado derecho. La herida es profunda, tardará unos cuantos días en sanar. Nils intentará encontrar la piedra que ha herido al caballo antes de regresar a casa y comprobará si tiene sangre.

El estruendo de la huida de los caballos salvajes se apaga. El silencio regresa al lapiaz. Nils respira y se sienta de nuevo en el mojón y esboza una sonrisa al recordar la estúpida mirada de perplejidad del macho al recibir la primera pedrada.

«Malditos caballos.»

Nils ha demostrado quién manda en el lapiaz que rodea Stenvik. Continúa sonriendo para sí y recoge el morral. ¿Habrá metido su madre toffees en él?

6

Una tarde, en la residencia de Marnäs, Gerlof estaba sentado a su escritorio y tenía la libreta delante. Sujetaba un bolígrafo en una mano pero no escribía nada.

Cuando se sentaba al escritorio se podía convencer fácilmente de que no era tan mayor como creía y de que aún le quedaban fuerzas de sobra; pasados unos minutos se pondría en pie para fortalecer las piernas, se estiraría y daría un paseo.

Salir. Bajar hasta la playa de Stenvik, sacar el bote y remar hasta el barco que esperaba en aguas más profundas. Levar el ancla, izar las velas y salir a recorrer mundo.

A Gerlof siempre le había fascinado que un capitán ölandés pudiera alcanzar cualquier costa que se propusiera. Con un poco de suerte, mucha habilidad, el equipo adecuado y suficientes provisiones a bordo, podría navegar desde Öland hasta cualquier puerto del mundo y luego regresar a casa. Fantástico. Qué libertad.

Unos minutos después sonó el timbre de la cena en el pasillo, y Gerlof retornó a su cuerpo sin fuerzas. Tenía las piernas rígidas y nunca recuperaría el vigor para izar las velas.

Los años en el mar habían pasado rápido. En realidad no habían sido tantos. Gerlof había seguido a su padre como segundo en el
Ingrid María
, su pailebote, a finales de los años veinte. Cinco años después, cuando su padre regresó a tierra para convertirse en agente marítimo, él se hizo cargo de la nave, le cambió el nombre por
Vind
y se dedicó a transportar leña y artículos de madera de Småland a Öland. A la edad de veintidós años ya era capitán.

Durante la Segunda Guerra Mundial había prestado servicio como práctico en los alrededores de Öland y en dos ocasiones se vio obligado a presenciar el naufragio de sendos buques con hombres a bordo, cuyos capitanes creyeron conocer un camino más seguro, a través del campo de minas, que el que les indicaba el práctico.

Durante esos años Gerlof había vivido con un constante terror a las minas marinas. En una pesadilla, que aún le despertaba algunas noches bañado en un sudor frío, se encontraba en la borda del barco del práctico y miraba el reluciente mar bajo la puesta de sol. De pronto veía una gran mina negra justo debajo de la superficie, vieja y oxidada, con unos pinchos que sólo unos segundos más tarde chocarían contra la nave y activarían el explosivo.

La nave no se podía detener, se deslizaba en silencio acercándose más y más a los pinchos… y Gerlof siempre se despertaba justo antes de que el casco chocara contra la mina.

Después de la guerra compró su segundo barco, el
Vågryttaren,
y empezó a navegar entre dos islotes, Borgholm y Stockholm, a través del canal de Södertälje. Transportaba mármol de Öland, es decir, piedra caliza roja para las nuevas construcciones de la capital, y en el viaje de vuelta, carburante, mercancía variada o cal para la Asociación Central de Borgholm. En los puertos que encontraba a lo largo de la ruta siempre atracaban naves conocidas, y si alguna se encontraba en apuros los otros barcos le echaban una mano.

En aquel tiempo no había rivalidades y Gerlof recibió mucha ayuda durante la noche de diciembre de 1951, cuando se incendió el
Vågryttaren,
anclado en Ångsö. El fuego empezó en el cargamento de aceite de linaza, y Gerlof y su segundo, John Hagman, alcanzaron la cubierta a duras penas, antes de que se extendiera por todo el barco. Ninguno de los dos sabía nadar, pero a su lado había otro buque de Oskarshamn y pudieron subir a bordo. Recibieron todo el apoyo necesario, pero al final se vieron forzados a cortar las amarras del
Vågryttaren
y dejar que se alejara a la deriva en plena noche.

Un buque en llamas hundiéndose en la noche invernal constituía para Gerlof todo un símbolo de la navegación ölandesa, aun cuando por aquel entonces no fuera capaz de verlo. Pudo haber dejado los barcos al ser declarado inocente en el informe del accidente naval, pero por puro despecho compró otro buque de motor con el dinero del seguro y continuó trabajando como capitán durante nueve años más. El
Nore
fue su último barco y el más bonito y esbelto, con una bella popa y un maravilloso motor de combustión interna. En ocasiones aún oía las pulsaciones del motor del
Nore
dentro de su cabeza justo antes de dormirse.

En 1960 lo vendió y se quedó en tierra para trabajar en la oficina del Ayuntamiento de Borgholm, y comenzó su vida sedentaria sentado a su escritorio. La ventaja era, por supuesto, que podía regresar a casa con Ella cada noche. Se había perdido gran parte de la infancia de sus hijas, pero ahora, por lo menos, podría disfrutar de su adolescencia. Y cuando su hija pequeña, Julia, se quedó embarazada a finales de los años sesenta, a Gerlof no le importó que estuviera casada o no; había querido mucho al pequeño. Su nieto.

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