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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

La hora de las sombras (6 page)

La cancela del camino chirrió al abrirse. Julia se alisó el abrigo, se pasó automáticamente los dedos por el pelo incoloro y esperó.

Los pasos que se aproximaban por el camino sembrado de hojas secas eran menudos y pesados.

Menudo y pesado era también el anciano que apareció sin pronunciar una sola palabra, se detuvo al pie de la escalera y lanzó a Julia una mirada severa. Le recordó un poco a su padre, no sabía por qué; quizá fuera la gorra, los pantalones anchos y el jersey de lana blanco, el atuendo de un verdadero patrón de barco. Pero era más bajo que Gerlof, y el bastón en el que se apoyaba indicaba que no había navegado desde hacía mucho tiempo. Sus manos tenían manchas oscuras por la edad y arañazos recientes.

Julia recordó vagamente haberse topado con aquel hombre hacía muchos años. Vivía en Stenvik todo el año. ¿Cuántos más quedarían?

—Hola —dijo ella, y esbozó una sonrisa.

—Buenas.

El hombre saludó con la cabeza. Se quitó la gorra y Julia vio unos mechones grises peinados en estrechas líneas sobre la calva.

—He venido para echar un vistazo a la casa.

—Sí… de vez en cuando alguien tiene que hacerlo —contestó él en el ölandés más cerrado que Julia había oído jamás, un dialecto áspero y rudo—. Él lo quiere así.

Julia asintió con la cabeza.

—Es bonito.

Se hizo el silencio.

—Me llamo Julia —dijo ella, y añadió enseguida con un movimiento de cabeza señalando la casa—: Soy la hija de Gerlof Davidsson. De Gotemburgo.

El anciano asintió, como si fuera obvio.

—Sí, lo sé —dijo él—. Me llamo Ernst Adolfsson. Vivo allí —señaló a su espalda, hacia el norte—. Gerlof y yo nos conocemos. Hablamos de vez en cuando.

Entonces Julia recordó. Era Ernst, el cantero. Desde que ella era joven él se paseaba por la aldea como una pieza de museo.

—¿Está abierta la cantera? —preguntó ella.

Ernst bajó la vista y negó con la cabeza.

—No. No, allí no hay trabajo. A veces, la gente va a buscar piedras desechadas, pero ya no se extraen nuevas.

—Pero ¿usted aún trabaja allí? —preguntó Julia.

—Soy artista —respondió Ernst—. Esculturas de piedra. Si te apetece puedes comprar alguna… Esta tarde tengo visita, pero puedes pasar mañana.

—Sí. Quizá lo haga.

Con el poco dinero que ganaba desde que estaba de baja no se podía permitir ninguna compra, pero siempre podría mirar las esculturas.

Ernst asintió y se dio la vuelta lentamente con cortos pasos de pato. Julia no comprendió que daba por terminada la conversación hasta que el anciano le dio completamente la espalda. Pero ella aún no había acabado, así que respiró hondo y dijo:

—Ernst, usted vivía en Stenvik hace veinte años, ¿verdad?

El hombre se detuvo y se dio la vuelta, pero se quedó a medio camino.

—Vivo aquí desde hace cincuenta años.

—Había pensado…

Julia guardó silencio; no había pensado nada en absoluto. Deseaba hacer una pregunta, pero no sabía cuál.

—Mi hijo desapareció —prosiguió con gran esfuerzo, como si se avergonzara de su pena—. Mi hijo, Jens… ¿Recuerda?

—Nos estamos ocupando de ello. Gerlof y yo trabajamos en ello.

—Pero…

—Si ves a Gerlof, tu padre, dile una cosa.

—¿Qué?

—Dile que lo más importante es el pulgar —añadió Ernst—. No sólo la mano. —Julia lo miró de hito en hito. No entendía nada, pero Ernst prosiguió—: Se resolverá. Es una vieja historia de la guerra… Pero se resolverá.

Entonces se dio la vuelta de nuevo con sus cortos pasos de pato.

—¿La guerra? —preguntó Julia a sus espaldas—. ¿Qué guerra?

Pero Ernst Adolfsson prosiguió su camino sin responder.

Öland, junio de 1940

En cuanto descargan el carro en la playa por última vez, hay que remontar el camino de regreso a la cantera para empezar el transporte de la piedra caliza recién cortada y pulida. Es el trabajo más pesado, y desde hace un año hay que efectuarlo a mano, pues los dos camiones de la cantera han sido requisados para convertirlos en vehículos militares.

El mundo está en guerra, pero en Öland el trabajo cotidiano tiene que continuar como de costumbre. Hay que extraer la piedra de la montaña y transportarla a los barcos.

—¡A cargar! —ordena Lass-Jan Augustsson, capataz de los estibadores.

Dirige el trabajo desde la cubierta del
Vind,
barco carguero de piedras, y gesticula con sus anchas manos resecas y agrietadas a causa de la aspereza de los bloques. A su lado los estibadores esperan para cargarlos a bordo.

El
Vind
está anclado a un centenar de metros de la orilla, a una distancia segura de la playa, por si alguna tormenta golpeara la costa ölandesa. En Stenvik no hay malecón tras el que protegerse, y cerca de la costa siempre acechan los bajíos de piedra para destrozar la nave a la menor oportunidad.

Los bloques que hay que cargar a bordo son transportados en dos barcazas de una tonelada. En el remo de estribor de una de ellas se encuentra el barquero Johan Almqvist, que a sus diecisiete años ya lleva un par trabajando como cantero y remero.

En el remo de babor se encuentra el aprendiz Nils Kant. Acaba de cumplir quince años; ya es casi un hombre.

Después de que Nils suspendiera el examen de bachillerato su madre le dio trabajo en la cantera familiar. Vera Kant decidió que se hiciera barquero a pesar de su corta edad. Nils es consciente de que la responsabilidad de toda la cantera pasará gradualmente de manos de su tío a las suyas. Sabe que dejará una profunda huella en la montaña. Quiere excavar todo Stenvik.

Alguna noche Nils sueña que se hunde en aguas oscuras, pero durante el día apenas piensa en su hermano Axel, el ahogado. A pesar de los rumores que circulan en la aldea, no fue un asesinato, sino un accidente. El cuerpo de Axel no se ha encontrado; como ocurre en el caso de muchos ahogados, debió de ser arrastrado al fondo del estrecho y nunca más salió a la superficie. Un accidente.

El único recuerdo de su hermano es una fotografía enmarcada sobre el buró de su madre. La relación entre ella y Nils se ha estrechado mucho tras la muerte de Axel. Vera suele decir que él es lo único que le queda, y entonces Nils comprende su propia importancia.

Las barcazas esperan la carga atracadas en un muelle provisional de madera que se halla a una decena de metros mar adentro; llevan las piedras hasta allí desde los montones apilados en la playa mediante un interminable movimiento cíclico formado por los habitantes de Stenvik: adolescentes, mujeres, ancianos y los pocos jóvenes que aún no han sido llamados a filas. También hay chicas. Nils ve que Maja Nyman deambula por el muelle con un vestido rojo a cuadros. Sabe que ella es consciente de que, a veces, él la mira.

La guerra mundial se cierne como una sombra sobre Öland. Hace un mes los alemanes invadieron Noruega y Dinamarca sin apenas encontrar resistencia. La radio emite informativos especiales todos los días. ¿Está Suecia preparada para repeler una agresión? Se han divisado acorazados extranjeros en el estrecho, y de vez en cuando en Stenvik corre el rumor de que el enemigo ha desembarcado en el sur de Öland.

Los ölandeses saben que si llegan los alemanes tendrán que arreglárselas por su cuenta, pues cuando ha habido invasiones en siglos anteriores la ayuda del continente nunca ha llegado a tiempo. Nunca.

Se dice que los militares inundarán gran parte del norte de Öland para impedir la invasión de la isla; sería una broma pesada ahora que el sol, por fin, ha evaporado las grandes inundaciones primaverales del lapiaz.

A primera hora de la mañana, tras oírse un ruido lejano de motor sobre el agua, la descarga de piedras se ha detenido. Todos han escudriñado con inquietud el cielo nublado. Todos menos Nils, que se pregunta cómo será un bombardeo aéreo de verdad. Bombas silbantes que se convierten en bolas de fuego y humo y llanto y gritos y caos.

Pero al no aparecer avión alguno sobre el mar, han proseguido su trabajo.

Nils detesta remar. Quizá cargar piedras no sea mucho mejor, pero desde el primer momento el metódico movimiento de los remos le da dolor de cabeza. Cuando tiene que dirigir la pesada barca con el remo es incapaz de pensar, se siente observado todo el tiempo. Lass-Jan sigue el trayecto de las barcazas con su gorra de visera calada hasta las cejas y dirige el trabajo a voces.

—¡Echa el resto, Kant! —grita cuando se carga la última piedra en el muelle.

—¡Despacio, Kant, cuidado con el muelle! —exclama tan pronto como Nils maniobra el remo con fuerza cuando la barca está descargada y es fácil regresar a remo.

—¡Más rápido, Kant! —vocifera Lass-Jan.

Nils le mira airado mientras se dirige hacia el barco. Es el dueño de la cantera. O mejor dicho, los dueños son su madre y su tío; sin embargo, Lass-Jan le ha tratado como si fuera un esclavo desde el primer día.

—¡A cargar! —grita éste.

Por la mañana, al comenzar la descarga, los vecinos hablan y ríen, casi reina una atmósfera festiva, pero el callado peso y los duros bordes de las piedras acaba por enmudecerlos sin remedio. Ahora las cargan con resolución sobre sus espaldas dobladas; llevan la ropa cubierta del polvo gris de la piedra caliza.

A Nils no le molesta el silencio, pues nunca habla con nadie si no es necesario. Pero de vez en cuando mira hacia Maja Nyman en el muelle.

—¡Está llena! —grita Lass-Jan cuando las pilas de piedra alcanzan un metro de altura en la barca donde Nils se encuentra y casi entra agua por la borda.

Dos estibadores saltan a la barca y se sientan sobre las pilas de piedra. Un niño de nueve años dirige una temerosa mirada de reojo a Nils antes de coger su cubo de madera y comenzar a achicar el agua del fondo mal calafateado.

Nils se da impulso con los pies y alza el remo. La barcaza se desliza lentamente hacia el buque en que ya han descargado la otra.

Todo el santo día, remando sin descanso. A Nils le escuecen las manos y le duelen los brazos y la espalda. Echa de menos el estruendo de los bombarderos alemanes.

Por fin la barcaza golpea con un ruido sordo el casco del buque. Los dos estibadores corren a popa, se agachan, agarran las piedras y comienzan a cargar los bloques de piedra en el
Vind.

—¡Echen el resto! —grita Lass-Jan desde la cubierta con la camisa manchada y su prominente barriga.

Cargan las piedras a bordo, las llevan hasta la trampilla abierta y las deslizan, como por un tobogán, por un grueso tablón hasta la bodega.

Una de las tareas de Nils es ayudar en la descarga. Lleva unas cuantas piedras hasta el barco, pero una vez junto al bordillo duda un segundo de más con un grueso bloque que cae en la barcaza. Aterriza sobre los dedos de su pie izquierdo produciéndole un dolor endiablado.

En un momento de furia levanta la piedra y la lanza por encima de la borda sin mirar dónde cae.

—¡Esto es una mierda! —masculla al mar y al cielo, y se sienta junto al remo.

Se quita el zapato, se toca los dedos doloridos y los frota con cuidado. Podrían estar rotos.

Descargan los últimos bloques de la barcaza, y los estibadores saltan por encima de la borda para acabar de organizar la bodega del
Vind.

Johan Almqvist, el remero, los sigue. Nils se queda en la barcaza junto al niño encargado de achicar el agua.

—¡Kant! —Lass-Jan se asoma por la borda encima de él—. ¡Sube y échanos una mano!

—Me he hecho daño —dice Nils, sorprendido por lo tranquila que suena su voz, a pesar de que en ese momento le zumba la cabeza con una escuadrilla completa de bombarderos como abejas furiosas. Con la misma calma posa la mano sobre su remo—. Me he roto los dedos de los pies.

—¡Levántate!

Nils se yergue. En realidad no le duele demasiado y Lass-Jan sacude la cabeza.

—Sube a cargar, Kant.

Nils niega con la cabeza y agarra el remo con fuerza. En el interior de su cabeza las bombas caen silbando. Afloja el escálamo y levanta un poco el remo.

Lo gira lentamente hacia atrás.

—Me he roto los dedos…

Uno de los estibadores, un muchacho bajito de anchas espaldas del que Nils no recuerda el nombre, se acoda sobre la borda junto a Lass-Jan .

—¡Entonces vuelve a casa con mamá! —se burla.

—Ya me ocupo yo —dice el capataz volviéndose hacia el estibador.

Y al hacerlo, comete un error. Lass-Jan no alcanza a ver el remo de Nils que llega volando por el aire.

La ancha pala del remo le golpea en el cogote. Lass-Jan emite un prolongado «Hummm» y se le doblan las rodillas.

—¡Me perteneces! —exclama Nils.

Se balancea con los pies sobre el borde de la barca y blande el remo por segunda vez. Ahora acierta al capataz en la espalda y lo ve caer por la borda como un saco de patatas.

—¡Joder! —grita alguien a bordo del buque; a continuación se oye un tremendo chapoteo cuando Lass-Jan cae de espaldas al agua entre la barcaza y el casco del buque.

Alguien grita en tierra, pero Nils no le presta atención. ¡Va a matar a Lass-Jan ! Alza el remo, golpea el agua y acierta en la mano extendida de Lass-Jan . Los dedos se rompen con un golpe seco, su cabeza cae hacia atrás y desaparece bajo la superficie.

Nils asesta otro golpe con el remo. El cuerpo de Lass-Jan se hunde en un remolino de blancas burbujas. Nils levanta el remo para seguir atizándole.

Algo le pasa zumbando por la oreja y le golpea en la mano izquierda; los dedos crujen antes de que el dolor le adormezca la mano. Nils se tambalea y suelta el remo, que cae en la barcaza.

Cierra los ojos con fuerza y luego los abre y alza la vista. El estibador que se ha reído de él se encuentra en la borda: sujeta un largo bichero en las manos. Mira a Nils asustado pero decidido.

El estibador vuelve a alzar el bichero, pero entretanto Nils ha empujado el casco del buque con el remo a fin de impulsarse hacia tierra.

Tras dejar a los estibadores en el buque y a Lass-Jan camino del fondo del mar, asegura de nuevo el remo de babor en el escálamo.

Después rema en línea recta hacia tierra, pese al dolor punzante que siente en los dedos rotos de la mano izquierda. El niño encargado de achicar está acurrucado como un tembloroso mascarón de proa.

—¡Sacadlo! —grita alguien a su espalda.

Se oye un chapoteo junto al buque y gritos sobre el agua cuando suben el cuerpo flácido de Lass-Jan a bordo del
Vind.
Ponen a salvo al capataz, le sacan el agua y le zarandean para que vuelva en sí. Ha tenido suerte, pues no sabe nadar. Nils es uno de los pocos en la aldea que puede hacerlo.

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