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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

La hora de las sombras (3 page)

Quien llega es su hermano. Axel, tres años menor que él y desbordante de energía. Lleva un bulto de tela gris en la mano.

—¡Mira!

Axel se acerca rápidamente y se coloca junto a la gran piedra, mira excitado a Nils y luego deshace el paquete de tela y muestra su contenido.

Hay una pequeña navaja y caramelos, toffees de un color oscuro brillante.

Nils cuenta hasta ocho. A él su madre sólo le ha dado cinco antes de salir, pero ya se los ha comido y de pronto su corazón se desboca de ira.

Axel coge uno de sus caramelos, lo observa, se lo mete en la boca y mira el mar reluciente. Mastica lenta y placenteramente, como si los caramelos no fueran sólo suyos sino también de la playa y del agua y del cielo que les cubre.

Nils mira a lo lejos.

—Me voy a bañar —dice señalando el agua con la mirada.

Y a continuación salta a la arena, se quita los pantalones cortos y los coloca sobre la piedra.

Le da la espalda a Axel y se encamina hacia las olas, balanceando los pies sobre las brillantes piedras cubiertas de algas. Pequeñas algas marrones se le pegan entre los dedos de los pies.

El agua está caliente por el sol y, al lanzarse Nils, a unos metros de la playa, se levanta espuma a su alrededor. Durante el verano ha aprendido a bucear. Toma aliento, se sumerge bajo el agua, culebrea hacia el fondo de piedra, da la vuelta y sube volando, de nuevo, hacia el resplandor del sol.

Axel se queda junto a la orilla.

Nils se desliza por el agua, salpica alrededor y da volteretas entre las burbujas que estallan junto a su cabeza. Nada unos cuantos metros mar adentro, tan lejos que ya no hace pie.

Bajo la superficie hay una gran roca, una piedra errática tendida como un monstruo marino adormecido. Nils se sube encima gateando, se levanta con los pies apenas cubiertos y luego se tira al agua. Aquí no hace pie. Flota, patalea y ve que Axel continúa en la orilla.

—¡¿Aún no sabes nadar?! —grita.

Sabe que su hermano no puede.

Éste no responde, pero la vergüenza y la rabia hacen que su mirada, tras el flequillo, se dirija oscurecida al suelo. Se quita los pantalones cortos y los coloca sobre la piedra junto al envoltorio.

Nils nada tranquilamente alrededor de la roca, primero a braza, luego a espalda, para mostrar lo sencillo que es cuando se sabe. Patalea y vuelve a subirse a la roca.

—¡Yo te ayudo! —le grita a Axel, y durante un rato piensa hacerlo realmente: por una vez, ejercer de hermano mayor y enseñar a Axel a nadar. Pero le llevaría demasiado tiempo. Le saluda con la mano—. ¡Ven!

Axel da un vacilante paso en el agua, tantea con los pies sobre las piedras y agita los brazos, como si intentara mantener el equilibrio al borde del abismo. Nils mira en silencio los inseguros pasos de su hermano pequeño por la playa.

Después de cuatro pasos, a Axel el agua le llega por los muslos y observa a Nils paralizado.

—¿No te atreves? —pregunta Nils.

Una broma; bromeará un poco con su hermano.

Axel niega con la cabeza. Nils se tira rápidamente de la roca y nada hacia la playa.

—No es peligroso —asegura—. Haces pie casi todo el rato.

Axel anda a tientas tras él, se inclina hacia delante. Nils se echa hacia atrás, y el hermano pequeño da un involuntario paso adelante.

—Bien —dice Nils. Ahora el agua le llega a la cintura—. Un paso más.

Axel hace lo que le dicen, da un paso y luego levanta la vista hacia Nils con una sonrisa nerviosa. Éste le devuelve la sonrisa y asiente con la cabeza, y Axel da otro paso más.

Nils se echa hacia atrás y se deja caer de espaldas con los brazos abiertos, para mostrar la blandura del agua.

—Todo el mundo sabe nadar —dice—. Yo he aprendido solo.

Mueve los pies lentamente, alejándose hacia la roca. Axel le sigue, pero no aparta los pies del fondo. El agua le llega al pecho.

Nils se sube otra vez a la roca.

—¡Te faltan tres pasos! —exclama.

Aunque no es del todo cierto: son siete u ocho. Pero Axel da un paso, dos pasos, tres pasos, se ve obligado a estirar el cuello para mantener la cabeza por encima de la superficie, y todavía le quedan tres metros hasta la roca.

—Tienes que respirar —dice Nils.

Axel toma aire y emite un corto jadeo. Nils se sienta sobre la piedra y le tiende las manos.

Entonces su hermano pequeño se lanza hacia delante. Pero es como si se arrepintiera enseguida, pues respira hondo y la boca y la garganta se le llenan de agua fría, agita los brazos y mira fijamente a Nils. La roca está justo fuera de su alcance.

Nils contempla unos segundos la lucha de Axel en el agua; luego se agacha y tira del hermano hasta ponerlo a salvo en la roca.

Axel se aferra a ella, tose y respira entrecortadamente. Nils se levanta a su lado y dice lo que le ha rondado la cabeza todo el tiempo:

—La playa es mía.

Acto seguido se tira de la piedra recto como un palo, sale a la superficie a unos metros y nada con largas y seguras brazadas hasta tocar con las manos las piedras de la playa: su broma se consuma. Ahora puede disfrutar de ella. Agita la cabeza para quitarse el agua de los oídos y se acerca al bloque de piedra donde Axel ha dejado el paquete.

Los pantalones cortos que éste se ha quitado también se encuentran allí. Nils los coge, le parece ver una pulga en una costura, y los lanza a la playa.

Luego se inclina sobre el hatillo. Allí están los caramelos de toffee apilados, relucientes al sol, y Nils coge uno y se lo introduce lentamente en la boca.

Oye que un berrido furioso cruza el agua desde la roca, pero no presta atención. Mastica con cuidado, traga y coge otro toffee.

A lo lejos se oye un chapoteo. Nils levanta la mirada; su hermano pequeño, finalmente, se ha lanzado al agua desde la roca.

Nils comienza a secarse al sol, y se obliga superar un primer impulso de ir hacia Axel. En lugar de eso, coge un tercer toffee de la tela sobre la piedra.

El chapoteo continúa allá a lo lejos, y Nils alza la vista. Axel, por supuesto, no hace pie e intenta desesperadamente subirse de nuevo a la roca. Pero sus manos resbalan.

Nils mastica el toffee. Hay que tomar impulso para subirse a la roca.

Axel no tiene impulso y se da la vuelta para alcanzar la playa. Agita los brazos de modo que el agua salpica a su alrededor, pero no avanza. Mira a Nils con los ojos abiertos de par en par.

Él le devuelve la mirada, se traga el toffee y coge otro.

Allá a lo lejos, el chapoteo se debilita rápidamente. El hermano grita, pero Nils no oye lo que dice. Luego las olas rodean la cabeza de Axel.

Entonces Nils da un paso hacia el agua.

La cabeza de Axel aparece de nuevo, pero ya a menos altura que antes. En realidad, Nils apenas ve el pelo mojado. Entonces se vuelve a hundir. Algunas burbujas de aire surgen en la superficie, pero una pequeña ola las barre.

Nils toma impulso, salta al agua. Sus pies levantan espuma y lucha con sus brazos; su mirada está fija en la roca. Pero Axel no aparece.

Nils nada con rapidez hacia la roca, y cuando casi ha llegado se sumerge, pero no se le da bien tener los ojos abiertos bajo el agua. Los cierra y tantea en la fría oscuridad, no nota nada con las manos y sube de nuevo al sol. Se agarra con las manos alrededor de la roca, tose y se encarama a ella.

Mire a donde mire, alrededor sólo hay agua. El resplandor del sol sobre las olas oculta todo lo que se encuentra bajo la superficie.

Axel ha desaparecido.

Nils espera y espera sacudido por el viento, pero no sucede nada, y finalmente, cuando comienza a sentir frío, se tira de cabeza y nada lentamente de vuelta a la playa. No hay nada que hacer. Sale del agua, resopla y se apoya contra la gran roca de la playa.

Permanece al sol un largo rato. Espera el sonido del chapoteo, el familiar grito de Axel, pero no oye nada.

Todo está en silencio. Es difícil de entender.

Quedan cuatro toffees sobre la tela de Axel, y Nils los observa.

Piensa en las preguntas que le esperan, de su madre y los demás, y reflexiona sobre lo que dirá. A continuación recuerda la muerte de su padre y lo sombrío que fue todo durante el prolongado entierro en la iglesia de Marnäs. Todos iban vestidos de negro y cantaban salmos sobre la muerte.

Nils solloza. Está bien. Subirá hasta donde está su madre y sollozará y contará que Axel se ha quedado en la playa. Axel quería quedarse, pero Nils quería irse a casa. Y cuando todos comiencen a buscarle él podrá recordar la triste música de órgano del entierro de su padre y llorar junto a su madre.

Subirá a casa enseguida; ya sabe lo que dirá y lo que callará cuando llegue allí.

Pero primero se acaba los caramelos de Axel.

2

Gerlof Davidsson se encontraba sentado en su habitación de la residencia de ancianos de Marnäs y miraba cómo el sol se ponía al otro lado de la ventana. El reloj de la cocina acababa de quedarse en silencio después de sonar por primera vez, y pronto sería la hora de comer. Se levantaría y se dirigiría al comedor. Su vida no estaba acabada.

Si se hubiera quedado en Stenvik, el pueblecito pesquero del que provenía, podría haberse sentado en la playa para contemplar la puesta de sol en el estrecho de Kalmar. Pero Marnäs estaba en la costa este de la isla, así que todas las tardes veía cómo el sol se ponía tras la arboleda de abedules, entre la residencia de ancianos y la iglesia de Marnäs, al oeste. Ahora, en octubre, las ramas de los abedules apenas tenían hojas y parecían brazos delgados que se alzaban hacia el declinante disco solar de color amarillo rojizo.

La hora de las sombras había llegado: el momento de contar historias espantosas.

Cuando era niño, en Stenvik, ésa era la hora del día en que finalizaba el trabajo en el campo y en los cobertizos de los pescadores. Antes del anochecer todos se reunían en casa, pero todavía no encendían los quinqués. Los adultos se sentaban en la oscuridad, discutían sobre lo que habían hecho durante el día y sobre lo que había ocurrido en las otras fincas del pueblo. Y, de vez en cuando, narraban historias a los niños.

Para Gerlof, las mejores historias eran las más horripilantes. Historias de fantasmas, presagios, trols y trágicas y repentinas muertes en el yermo ölandés. O historias relacionadas con los restos de un naufragio, que el mar arrastraba a la costa rocosa y despedazaba contra las rocas.

El reloj de la cocina sonó por segunda vez.

El capitán de un barco sorprendido por una tormenta y empujado hacia la costa oiría tarde o temprano cómo las rocas del fondo golpeaban la quilla, cada vez con más fuerza. Era el comienzo del fin. Quizás alguno tuviera la suficiente habilidad y fortuna para echar un ancla y, lentamente, virar a favor del viento para alcanzar de nuevo aguas despejadas; pero una vez encallados, la mayor parte de los barcos no podía moverse ni un metro. Por lo general los patrones tenían que abandonar apresuradamente la nave para salvar a la tripulación y a sí mismos, e intentar llegar vivos a tierra entre el rompiente de las olas. Luego se quedaban de pie en la playa, mojados y helados, y veían cómo la tormenta hacía encallar su barco con más fuerza aún y cómo las olas comenzaban a destrozarlo.

Un buque de carga encallado parecía un féretro resquebrajado, abandonado a la intemperie.

El reloj de la cocina sonó por última vez, y Gerlof se sujetó a la mesa para erguirse. Sintió en las articulaciones que Sjögren cobraba vida. Lo sintió, fue doloroso. Miró meditativo la silla de ruedas que se encontraba a los pies de la cama y que nunca había utilizado dentro de casa. Tampoco pensaba hacerlo ahora. Cogió el bastón con la mano derecha y lo sujetó con fuerza mientras se encaminaba hacia el vestíbulo, donde sus abrigos colgaban de las perchas y los zapatos estaban colocados en orden. Se detuvo, se apoyó en el bastón y a continuación abrió la puerta que daba al pasillo. Salió y miró alrededor.

Se oyeron pasos que se arrastraban por el pasillo, y los vio llegar uno tras otro: los demás internos. Caminaban despacio, valiéndose de bastones y andadores. Los habitantes de la residencia de Marnäs se reunían para comer.

Algunos se saludaban en voz baja; otros nunca levantaban la mirada del suelo.

«Cuántos conocimientos moviéndose por este pasillo», pensó Gerlof al unirse al cansado rebaño camino del comedor.

—¡Buenas noches a todos y buen provecho! —saludó Boel, la responsable de la sala, que sonreía entre los carritos de comida junto a la cocina.

Todos se sentaron con cuidado a las mesas en sus sitios habituales.

Cuántos conocimientos. Cerca de Gerlof se sentaban un zapatero, un sacristán y un campesino, con experiencias y aptitudes por las que nadie se interesaba. El mismo Gerlof aún podía anudar en pocos segundos un as de guía con los ojos cerrados, cosa que para nada servía.

—Esta noche puede que haya escarcha, Gerlof —observó Maja Nyman.

—Sí, hay viento del norte —respondió Gerlof.

A su lado se sentaba Maja, una mujer baja y delgada y llena de arrugas, pero más despierta que cualquiera de los presentes. Sonrió a Gerlof, y éste le devolvió la sonrisa. Era una de las pocas personas que podían pronunciar correctamente su nombre,
Yerlof.

Maja era de Stenvik, pero se había casado con un campesino y en los años cincuenta se había marchado al nordeste de Marnäs; Gerlof se había mudado a Borgholm al convertirse en capitán de barco. Cuando Maja y él volvieron a encontrarse en la residencia, hacía más de cuarenta años que no se veían.

Gerlof cogió un poco de pan crujiente y empezó a comer, y, como de costumbre, se sintió agradecido de poder masticar. Estaba calvo, tenía mala vista, le flaqueaban las fuerzas y le dolía todo, pero, al menos, aún conservaba su propia dentadura.

Les llegó aroma a coliflor desde la cocina. En el menú del día había sopa de coliflor. Gerlof levantó la cuchara y esperó a que llegara el carrito de comida.

En cuanto acabaran, la mayoría de los ancianos de la residencia se sentaría a ver la televisión durante el resto de la tarde.

Eran otros tiempos. En las playas de Öland ya no quedaba ni un solo barco encallado y nadie contaba historias a la hora de las sombras.

La cena había acabado. Gerlof estaba otra vez en su habitación. Colocó el bastón junto a la librería y se sentó de nuevo al escritorio. Al otro lado de la ventana atardecía. Si se inclinaba por encima de la mesa y pegaba la nariz al cristal podía vislumbrar los campos de labor al norte de Marnäs, y tras ellos la playa y el oscuro mar. El mar Báltico, su antiguo lugar de trabajo. Pero ya no era capaz de hacer esos ejercicios gimnásticos, así que debía conformarse con mirar los abedules de detrás de la residencia de ancianos.

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