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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

La hora de las sombras

 

Davidsson, un niño de seis años que veranea en la isla, desaparece entre la niebla sin dejar ni rastro.

Veinte años más tarde, el abuelo de Jens, Gerlof Davidsson, viejo marinero jubilado en Öland, recibe un paquete que contiene una pista del niño. El abuelo llama a su hija y madre del pequeño, Julia, que vive sumida en el dolor desde la pérdida de Jens. Julia regresa a la isla dispuesta a averiguar qué pasó con su hijo. Durante la investigación, oye hablar de Nils Kant, un siniestro y temido delincuente de Öland que supuestamente murió pero que algunos juran haber visto en el alvar al caer la noche. Poco a poco, lo que parece una idílica isla comienza a revelarse como un lugar misterioso y desapacible… y Julia se encuentra sumergida en una desaparición sin resolver que despertará los fantasmas del pasado e incomodará a muchos.

La hora de las sombras
nos transporta a un lugar remoto poblado de leyendas y mitos suecos, un inquietante paraíso veraniego al que lectores de todo el mundo ya han viajado a través de estas páginas.

Primera novela publicada de Johan Theorin. Forma parte de la serie
El cuarteto de Öland
, compuesta por cuatro títulos ambientados en esta isla en las cuatro estaciones del año.

Premio a la mejor novela sueca del año de la Academia Sueca de Escritores de Novela Negra.

Premio New Blood Dagger por la Asociación Inglesa de Escritores de Novela Negra.

Elegida por The Guardian como una de las 10 mejores novelas del año.

Johan Theorin

La hora de las sombras

El cuarteto de Öland 1

ePUB v1.2

stug
14.05.12

Título original:
Skumtimmen

Johan Theorin, 2007.

Traducción: Carlos del Valle Hernández

Editor original: stug (v1.0 a v1.2)

Corrección de erratas: stug

ePub base v2.0

A la familia Gerlofsson de Öland

Öland, septiembre de 1972

El muro de grandes piedras redondas cubiertas de liquen blanco grisáceo era tan alto como el niño. Sólo alcanzaba a mirar por encima si se ponía de puntillas sobre sus sandalias. Al otro lado, todo era gris y neblinoso. El niño podía encontrarse en el fin del mundo, pero él sabía que era al revés: el mundo comenzaba al otro lado del muro. El gran mundo se encontraba más allá del jardín de los abuelos. Y durante todo el verano le había atraído descubrirlo.

Intentó escalarlo dos veces. En ambas ocasiones resbaló por las piedras rugosas y cayó de espaldas sobre la hierba húmeda.

El niño no desistió, y lo consiguió al tercer intento.

Respiró hondo y trepó, se agarró a las frías piedras y llegó a lo alto del muro.

Se lo tomó como una victoria personal: estaba a punto de cumplir seis años y había saltado un muro por primera vez en su vida. Se quedó un rato sentado en lo alto, como un rey en su trono.

El mundo al otro lado era grande e ilimitado, pero también gris y borroso. La niebla que esa tarde se había extendido por la isla impedía que divisara todo lo que había fuera, pero al pie del muro distinguió la hierba pajiza de un pequeño prado. Un poco más allá vislumbró altos enebros nudosos y piedras cubiertas de musgo que sobresalían del suelo. El terreno era tan plano como el del jardín a su espalda, pero todo parecía mucho más salvaje: desconocido y tentador.

El niño posó el pie derecho sobre una gran piedra semienterrada y pasó al prado del otro lado. Era la primera vez que se encontraba solo fuera del jardín, y nadie sabía dónde estaba. Su madre se había ido de la isla ese día. Su abuelo había bajado a la playa hacía un rato, y su abuela dormía cuando él se había puesto las sandalias y salido a escondidas de la casa.

Podía hacer lo que quisiera. Lo que buscaba era una aventura.

Dejó de sujetarse a las piedras del muro y saltó sobre la hierba silvestre. Era rala y no resultaba un obstáculo. Dio unos pasos más y, poco a poco, el mundo ante él se aclaró. Los enebros tomaron forma tras la hierba, y se encaminó hacia ellos.

El suelo era suave y amortiguaba todos los ruidos; sus pasos apenas emitían un leve crujido sobre la hierba. Ni siquiera cuando intentaba saltar con los pies juntos y pisaba con fuerza el suelo se oía más que un leve ruido sordo, y cuando retiraba los pies la hierba se enderezaba y su rastro desaparecía rápidamente.

Avanzó unos cuantos metros de esa manera: salto, paf, salto, paf.

Cuando salió del prado y se introdujo entre los enebros dejó de saltar a pie juntillas. Bufó, inspiró aire fresco y miró a su alrededor.

Mientras saltaba sobre la hierba, la niebla suspendida ante él había ido acercándose sigilosamente y ahora lo envolvía todo. El muro de piedra que limitaba con el prado se había vuelto borroso en la bruma y la casa marrón oscuro había desaparecido por completo.

Por un instante pensó en dar media vuelta, regresar a través del prado y volver a trepar el muro de piedra. No tenía reloj y el tiempo no significaba nada para él, pero ahora lo cubría un cielo plomizo, y el aire a su alrededor se había enfriado. Supo que el día tocaba a su fin y que pronto caería la noche.

Sólo deseaba alejarse un poco más por el suave terreno. Sabía dónde estaba; la casa en la que su abuela dormía se encontraba a su espalda, aunque ya no la pudiera ver. Continuó adelante hacia el borroso camino de niebla visible pero inalcanzable, que se alejaba constantemente de manera juguetona, como por arte de magia.

El niño se detuvo. Contuvo la respiración.

Reinaba el silencio y nada se movía, pero de pronto tuvo la sensación de no encontrarse solo.

¿Había oído un ruido en la niebla?

Se dio la vuelta. Ya no se veían ni el muro ni el prado, a su espalda sólo había hierba y enebros. Alrededor los arbustos permanecían inmóviles, y aunque sabía que no estaban vivos —no eran seres vivos como él—, no podía dejar de pensar en lo grandes que eran. Negras figuras silenciosas que lo rodeaban y quizá se acercaran cuando no las mirara.

De nuevo se volvió y vio más enebros. Enebros y niebla.

Ahora ya no sabía en qué dirección se encontraba la casa, pero el miedo y la soledad lo impulsaron a seguir adelante. Apretó los puños y corrió por el campo en busca del muro de piedra y el jardín que crecía detrás, pero lo único que veía era hierba y enebros. Al final ni siquiera eso: el mundo se había vuelto borroso a causa de las lágrimas.

Se detuvo, respiró hondo y las lágrimas dejaron de correr. Vio más enebros entre la niebla; uno de ellos tenía dos gruesas ramas, y de pronto el niño notó un movimiento.

Era una persona.

Un hombre.

Surgió de entre la niebla gris y se detuvo a unos pasos. Era alto y ancho de espaldas y vestía ropa oscura, y había visto al niño. Estaba de pie sobre la hierba, calzaba unas gruesas botas y lo miraba de arriba abajo. Llevaba calado un gorro negro y parecía mayor, pero no tanto como el abuelo del niño.

El niño no se movió. No conocía al hombre y había que tener cuidado con los desconocidos, se lo había dicho mamá. Pero al menos ya no se encontraba solo entre la niebla y los enebros. Si el hombre no fuera bueno siempre podría darse la vuelta y salir corriendo.

—Hola —dijo el hombre en voz baja.

Respiraba con dificultad, como si hubiera caminado mucho a través de la niebla o hubiera corrido a toda velocidad.

El niño no respondió.

El hombre volvió rápidamente la cabeza y miró alrededor. Entonces miró de nuevo al niño sin sonreír y preguntó en voz baja:

—¿Estás solo?

El niño asintió en silencio.

—¿Te has perdido?

—Creo que sí —dijo el niño.

—No te preocupes… Yo conozco bien el lapiaz. —El hombre se acercó un paso más—. ¿Cómo te llamas?

—Jens —respondió el niño.

—¿Y qué más?

—Jens Davidsson.

—Bien —asintió el hombre, que titubeó y añadió—: Yo me llamo Nils.

—¿Y qué más? —preguntó Jens.

Parecía un juego. El hombre se echó a reír.

—Me llamo Nils Kant —contestó, y se acercó un paso más.

Jens seguía inmóvil, pero había dejado de mirar alrededor. Hierba y piedras y enebros era todo lo que había en la niebla. Aparte de Nils Kant, el desconocido, que ahora le sonreía como si ya fueran amigos.

La niebla los envolvía, no se oía sonido alguno. Ni siquiera el piar de los pájaros.

—No te preocupes —lo tranquilizó Nils Kant, y alargó la mano.

Ahora se hallaban muy cerca el uno del otro.

Jens pensó que Nils Kant tenía las manos más grandes que había visto jamás, y comprendió que era demasiado tarde para echar a correr.

1

Después de que su padre, Gerlof, le llamara un lunes de octubre por la tarde por primera vez en casi un año, Julia comenzó a pensar en huesos que el agua había devuelto a la playa rocosa.

Huesos blancos como madreperlas y pulidos por las olas, casi fosforescentes entre las piedras grises de la orilla.

Fragmentos de huesos.

Julia no sabía si estaban allí, pero llevaba más de veinte años esperando verlos.

Ese mismo día Julia había tenido una larga conversación con la oficina de la seguridad social, que le había ido tan mal como todo lo que le ocurría ese otoño, y ese año.

Como de costumbre, había pospuesto la llamada al máximo para evitar oír los suspiros de esa gente. Cuando por fin se decidió, una máquina de voz monótona le solicitó su número de identificación personal. Después de haber marcado todas las cifras, la conectaron de nuevo al laberinto de la red telefónica, lo que equivalía a ser conectada al vacío. Tuvo que esperar de pie en la cocina; miró por la ventana y escuchó el zumbido del auricular, apenas audible, como una lejana corriente de agua.

Si Julia contenía la respiración y se pegaba el teléfono al oído, en ocasiones podía oír voces de espíritus que resonaban en la lejanía. Unas veces eran susurrantes y apagadas, otras, estridentes y desesperadas. Estaba atrapada en el mundo fantasmal de la red telefónica, prendida de las voces suplicantes que a veces también oía en el extractor de la cocina cuando fumaba de pie. Los conductos de ventilación del edificio alquilado resonaban y murmuraban: casi nunca comprendía las palabras; no obstante, escuchaba con atención. Sólo una vez oyó claramente la voz de una mujer que decía: «Sí, es verdad, ya es la hora».

Estaba de pie junto a la ventana de la cocina, escuchaba el zumbido y miraba la calle. Fuera hacía frío y viento. Las hojas amarillo otoñal de abedul se liberaban del pegajoso asfalto mojado y se alzaban en el aire. A lo largo del bordillo de la acera había un légamo gris negruzco de hojas aplastadas por las ruedas de los coches que nunca más abandonaría el suelo.

Pensó que quizá pasara algún conocido por allí. Jens podría doblar en la esquina al final de la calle, trajeado y encorbatado como un auténtico abogado, el pelo recién cortado y la cartera en la mano. Largas zancadas, mirada altiva. La vería en la ventana, se detendría sorprendido en la acera, luego alzaría el brazo, saludaría y sonreiría…

El zumbido desapareció de repente y una voz estresada llenó el auricular:

—Seguridad social, Inga.

No era la nueva funcionaría que se ocupaba de su caso; ésta se llamaba Magdalena. ¿O era Madeleine? Nunca se habían visto.

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