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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

La hora de las sombras (10 page)

Jens Gerlof Davidsson.

Y entonces llegó ese día.

Era otoño, pero Julia estaba estudiando enfermería y se había quedado en Stenvik con Jens más tiempo que de costumbre. Michael, el padre de Jens, se encontraba en el continente. Después de comer, Julia había dejado a su hijo al cuidado de Ella y Gerlof y se había ido a Kalmar en coche cruzando el puente recién construido. Después de tomar el café, Gerlof, sin ninguna vacilación ni mal presentimiento, dejó a Jens con su esposa y bajó a desenredar unas redes de pesca que pensaba tender a la mañana siguiente.

Desde el cobertizo, había visto cómo la niebla se extendía por el estrecho de Kalmar; la niebla más espesa que había visto desde que dejara el barco. Cuando llegó a la playa la sintió en la piel como una fría cortina, y tiritó como si estuviera en la cubierta de un barco a merced del frío. Unos minutos después todo a su alrededor se sumergió en una bruma blanca en la que no se veía nada.

En ese momento debería haber regresado a casa, con Ella y Jens. Y pensó hacerlo. Pero se quedó en el cobertizo y trabajó en la red una hora más.

Eso fue lo que ocurrió. Pero como se quedó en el cobertizo y tenía buen oído, sabía una cosa de la que nunca consiguió convencer a nadie, quizá sólo a Julia: Jens no había bajado al mar ese día. En tal caso Gerlof lo habría oído. Quizá la niebla atenuara un poco los sonidos, pero se oían. Jens no se había ahogado como creía la policía, y su cuerpo no había sido arrastrado ni se había hundido en el fondo del estrecho de Kalmar.

Jens se había dirigido a otro sitio distinto al mar.

Gerlof se inclinó sobre la mesa y escribió una sola frase.

«EL LAPIAZ ES COMO UN MAR.»

Sí. Ahí fuera cualquier cosa podía haber pasado inadvertida.

Dejó el bolígrafo sobre la mesa y cerró la libreta, y al abrir el cajón volvió a ver la sandalia envuelta en el papel de seda, y junto a ella un delgado libro que había sido publicado ese año.

Se trataba de una obra conmemorativa de sesenta páginas, titulada
Naviera Malm: 40 años
. Debajo del título se veía la fotografía de un barco.

Ernst le había prestado el libro a Gerlof durante su última visita, hacía dos semanas.

—Esto puede darnos alguna pista —le había dicho—. Mira en la página dieciocho.

Gerlof sacó el libro, lo abrió y hojeó hasta esa página. Debajo del texto había una pequeña fotografía en blanco y negro que ya había estudiado muchas veces.

La imagen era antigua. Representaba un muelle de piedra en un pequeño puerto, sobre el que se amontonaba una partida de largas tablas. Detrás del montón de madera se veía la negra popa de un pequeño velero, similar a cualquiera de los que Gerlof había gobernado; junto al montón se alineaba un grupo de hombres vestidos con ropa de trabajo negra y gorra de visera. Dos de ellos estaban delante y tenían las piernas separadas; uno le pasaba el brazo amigablemente por el hombro al otro.

Gerlof observó a los hombres, que le devolvieron la mirada.

Llamaron a la puerta con los nudillos.

—Café, Gerlof —anunció la voz de Boel.

—Voy —respondió Gerlof, y empujó la silla hacia atrás.

Se levantó de la mesa con cierta dificultad.

Pero no podía apartar la vista de los hombres de la foto.

Ninguno de ellos sonreía, y Gerlof tampoco les sonreía, pues tras la última conversación con Ernst estaba casi seguro de que uno de ellos había causado la muerte de su nieto Jens, y a continuación había ocultado su cuerpo para siempre.

El único problema era que no sabía cuál de ellos lo había hecho.

Cerró con un suspiro el libro y lo guardó en el cajón del escritorio.

Luego cogió el bastón y salió lentamente a tomar un café.

7

En Öland el amanecer llega como una silenciosa luz deslumbrante a lo largo de la línea del horizonte, pero aquella mañana de octubre Julia durmió durante toda la salida del sol.

De las tres ventanas del cobertizo de Gerlof colgaban pequeños estores que en el pasado eran granates pero que con el sol se habían ido destiñendo hasta transformarse en rosa pálido. Justo antes de las ocho y media el seguro del estor junto a la cama de Julia se descorrió, y éste se enrolló de golpe con un estrépito que retumbó en el cobertizo en silencio.

Julia abrió los ojos. No fue el ruido lo que la despertó, sino el sol que de repente entró a raudales por la ventana del este. Parpadeó y levantó la cabeza de la cálida almohada. Se asomó a la ventana y vio una hierba pajiza otoñal agitada por el viento y recordó dónde se encontraba. Viento fuerte y aire fresco.

«Stenvik», pensó.

Volvió a parpadear e intentó mantener la cabeza alzada, pero se hundió de nuevo rápidamente en el hueco de la almohada. Siempre se sentía espesa por las mañanas; le había pasado toda la vida, y durante veinte años a menudo el sueño del olvido había sido muy tentador. Tras ese día, a causa de las depresiones había dormido más tiempo del que se suponía que debía dormir en su vida adulta. Pero resultaba difícil levantarse por la mañana cuando no parecía existir razón alguna para hacerlo.

También resultaba muy difícil levantarse en Stenvik, ya que no había un cuarto de baño caldeado al que ir dando tumbos. Todo lo que encontraría en las inmediaciones sería una playa de piedras y agua helada.

Julia recordó vagamente el repiqueteo de la lluvia torrencial durante la noche, pero ahora sólo se oían olas al pie del cobertizo. El rítmico rumor le hizo pensar en saltar de la cama, vestirse a toda prisa y bajar corriendo para lanzarse al mar, pero se le pasó.

Permaneció tumbada unos minutos más en la estrecha cama y luego se levantó.

Hacía mucho viento y el aire era húmedo y frío, pero el Stenvik que divisó al ponerse los pantalones y el jersey y abrir finalmente la puerta del cobertizo no era el mismo paisaje fantasmal que el de la noche anterior.

La lluvia torrencial parecía haber lavado todas las cosas grises; ahora el sol brillaba de nuevo y la costa rocosa de Öland aparecía límpida, sobria y bella. La bahía que daba su nombre a la aldea no era profunda, se trataba más bien de una suave ensenada circular que se extendía a ambos lados del cobertizo, labrada por el agua brillante del estrecho. A un centenar de metros de la costa descansaban las gaviotas con las alas extendidas por encima de las olas y lanzaban sus gritos o sus risas estridentes al viento.

Podía percibir la tristeza bajo la luz del sol, porque no todo era tan bello como parecía, pero Julia intentó ahogarla. Esa mañana sólo deseaba sentirse bien y no pensar en fragmentos de huesos ni hablar del recuerdo de Jens.

Oyó el alegre ladrido de un perro. Al volver la cabeza hacia el camino de la costa, vio a una mujer de pelo blanco con un anorak rojo que paseaba en dirección sur con un perrito marrón claro que corría sin correa de un lado a otro olfateando el camino. Dándole la espalda a Julia, giraron y entraron con pasos apresurados en una casa al otro lado del camino.

Julia comprendió que aparte de Ernst había más gente viviendo en Stenvik.

Poco a poco la somnolencia fue desapareciendo y le pareció que rebosaba energía. Cogió un bidón de plástico y rápidamente subió a casa de Gerlof para llenarlo con agua potable del grifo del jardín. A la luz del sol la casa aparecía realmente acogedora, pero su padre no le había dado la llave, así que no podía entrar a ver el dormitorio de su infancia.

Tras llenar el bidón se dio cuenta de que nada le impedía quedarse más de un día en Öland. Si tenía algo razonable que hacer —si Gerlof se espabilaba y le proponía hacer o buscar algo—, podría quedarse un par de días o tres.

Después observó el jardín desierto y se decidió. No. Regresaría a Gotemburgo ese mismo día, pero un poco más tarde.

De vuelta en el cobertizo, mientras sujetaba con fuerza el bidón de plástico, se detuvo a mirar la casa amarilla que se alzaba tras el seto de espino blanco al pie de la casa de verano. Estaba rodeada de altos y frondosos fresnos y en realidad apenas se vislumbraba debido a los setos, pero lo poco que se veía no era bonito. No sólo estaba vacía sino también completamente abandonada. La parra virgen había trepado por las paredes y comenzaba a cubrir las ventanas rotas.

Julia recordaba vagamente que antes vivía allí una mujer mayor que nunca salía ni se relacionaba con nadie de la aldea.

Era raro que hubieran dejado que la vivienda se deteriorase; bajo todas esas grietas había una casa magnífica. Deberían restaurar toda la finca.

Julia continuó andando hasta el cobertizo para prepararse un té y desayunar.

Cuarenta y cinco minutos después echaba el cerrojo al cobertizo, con una bolsa colgada del hombro y la otra en la mano. Al otro lado de la puerta la cama estaba hecha, la electricidad cortada adecuadamente con el interruptor central y los estores bajados. El cobertizo estaba de nuevo vacío.

Julia se encaminó por el cantil hacia el coche, miró alrededor pero no vio a nadie en la costa, y después entró en el vehículo. Arrancó el motor y observó el cobertizo por última vez. Miró el cantil, el decrépito molino de viento y el mar resplandeciente a sus pies, y otra vez se sintió embargada por la tristeza.

Condujo velozmente hacia la carretera general.

Pasó de largo la granja convertida ahora en casa de campo, pasó de largo el caserón abandonado y pasó de largo la casa de campo de Gerlof. Adiós, adiós.

«Adiós, Jens.»

Si se giraba a la izquierda por el camino de la aldea se llegaba a un sendero que conducía a otro grupo de casas de campo, donde también había una piedra caliza cuadrada a medio enterrar con un texto pintado en blanco: «PIEDRA ARTESANAL 1 KM». Un poste de hierro más alto mostraba el símbolo de callejón sin salida.

Julia vio la señal y recordó lo que había pensado hacer esa mañana antes de despedirse de Gerlof y partir: detenerse en la cantera abandonada y echar un vistazo a las esculturas de piedra de Ernst Adolfsson.

En realidad no tenía dinero para adquirir ninguna, pero le apetecía verlas. Y quizá podría hacerle a Ernst algunas preguntas sobre Jens, en caso de que el anciano recordara su desaparición y deseara contarle dónde había estado ese día. No tenía nada que perder.

Al girar hacia el estrecho sendero, el pequeño Ford comenzó a botar y dar bandazos. Era el peor camino por donde había pasado en Öland hasta el momento, sobre todo a causa de la lluvia. En el suelo empapado se formaban grandes charcos en las rodadas de las ruedas; aunque redujo la velocidad y continuó en primera, el coche siguió patinando en los baches de barro reluciente.

Dejó atrás las casas de campo y avanzó por la linde del lapiaz. El camino se inclinaba lentamente hacia la cantera a lo largo de la carretera de la costa, pero luego se enderezaba hacia la pequeña cabaña de Ernst Adolfsson y acababa en una rotonda en el jardín frente a la casa, donde Ernst había aparcado su viejo Volvo PV blanco.

No se movía una mosca: había una piedra plana y pulida colocada en medio de la rotonda con un texto en negro: «PIEDRA ARTESANAL - BIENVENIDOS».

Julia giró detrás del Volvo y detuvo el coche. Se apeó y sacó su fino monedero del bolso.

El viento susurraba entre la hierba de un paisaje carente de árboles casi por completo. A un lado del jardín se abría una enorme herida en la montaña: era la cantera; al otro lado sólo había hierba y enebros dispersos hasta donde alcanzaba la vista. El lapiaz.

Se dio la vuelta y miró la casa. Estaba cerrada y en silencio.

—¡Hola! —gritó.

El viento amortiguó su voz y nadie respondió.

Una amplia senda de piedra caliza triturada conducía hasta la puerta lateral de la casa. Vio un timbre.

Julia se acercó y llamó.

Tampoco obtuvo respuesta. Pero tenía el coche aparcado allí mismo, así que, ¿adónde había ido Ernst?

Volvió a llamar, un largo timbrazo. Nada.

Siguiendo un impulso probó a abrir la puerta. No estaba cerrada con llave y al empujarla se quedó entreabierta, como invitándola a pasar.

Metió la cabeza.

—¿Hola?

Nadie respondió. La luz estaba apagada y el recibidor, sumido en la oscuridad. Esperó oír el sonido de pasos pesados y un bastón apoyándose en el suelo, pero todo permanecía en silencio.

«No hay nadie en casa; ve a ver a Gerlof», dijo su voz interior. Pero era demasiado curiosa. ¿En Öland no cerraban la puerta cuando salían de casa? ¿Aún confiaban tanto en la gente?

El felpudo verde de plástico de la puerta decía «BIENVENIDOS». Julia se limpió las suelas un par de veces y entró.

—Hola —dijo—. ¿Ernst? Soy Julia. La hija de Gerlof…

Del techo del recibidor colgaba un móvil con pequeños barcos de madera que navegaban en la corriente de aire. A la derecha se encontraba la cocina; estaba limpia y recogida, con una pequeña mesa y dos sillas. A la izquierda se hallaba el dormitorio con la cama hecha.

El recibidor daba a un salón con sofá, televisor y una ventana panorámica que mostraba la cantera y el azul estrecho a lo lejos. Había montones de periódicos y libros sobre la mesa que se encontraba en medio de la habitación, pero tampoco vio a nadie en el salón. De una de las paredes colgaba un reloj hexagonal hecho de piedra caliza pulida, con trozos de pizarra como manillas.

Lo único extraño de la casa era que aparte del reloj no contenía otros objetos de piedra artesanal. ¿Tenía Ernst de sobra con lo que había fuera?

Regresó al recibidor y miró alrededor un par de veces, como si un atacante desconocido fuera a surgir de una hendidura de la pared. Salió de nuevo a la escalera y cerró la puerta con cuidado.

Permaneció inmóvil bajo la luz del sol, insegura sobre lo que haría a continuación. Ernst Adolfsson seguramente había salido y había olvidado cerrar la puerta con llave.

Miró hacia las esculturas de piedra al borde de la cantera, a lo lejos. Junto a ellas había una pequeña mesa de trabajo roja rodeada de bajos abedules, y en un montón junto al cobertizo reposaban aún más bloques de piedras de diferentes tamaños. Tenían algunas partes pulidas pero parecían inacabados. Vio rostros deformes y negras cuencas de ojos de piedra y pensó en los trols que secuestraban a los niños y se los llevaban a la montaña para siempre. Gerlof le había contado que antaño, cuando a los trabajadores de la cantera les desaparecía alguna herramienta, siempre echaban la culpa a los trols. Era impensable que un compañero de trabajo la hubiera robado.

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