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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

La hora de las sombras (32 page)

BOOK: La hora de las sombras
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Nada que hacer, sólo seguir bebiendo. Ya hace algunos años que bebe vino barato, pues el dinero que le envía su madre ha ido decreciendo desde mediados de la década de los cincuenta.

La única explicación que su madre le ha dado es que ha vendido la cantera familiar, que ahora está cerrada. No le ha contado cuánto dinero le queda. Y hace muchos años que el tío August no le escribe desde Småland.

Nils no se ha peleado con nadie ni ha herido gravemente a nadie tras abandonar Öland. Pero Henriksson, el policía provincial, aún sigue apareciendo algunas noches junto a su cama, ensangrentado y sin decir palabra. Su único consuelo es que cada vez sucede con menos frecuencia.

Nils sujeta el vaso vacío entre las manos, se inclina hacia delante para levantarse, entrar en el bar y pedir otro vino; en ese preciso instante reconoce la melodía que alguien silba en la oscuridad.

Se queda sentado a la mesa y escucha con atención.

Sí, ha oído esa melodía, hace muchos años. La ponían mucho en la radio durante la guerra, y estaba entre la colección de discos de su madre.

«Hola, alegres hermanos…»

Una canción alegre y jovial. No recuerda el título, pero sí la letra.

«Hola, si quieres, dímelo, y nos vamos al sur, a casa…»

No la había oído desde que abandonó Stenvik: es una canción sueca. Nils se pone en pie. Con cautela, mira por encima de la barandilla, a tres o cuatro metros del suelo.

Sombras.

O le engaña la vista o en la playa, justo al lado de los postes de la veranda, hay alguien sentado.

—¿Hola? —grita en sueco bajando la voz.

Los silbidos se detienen al instante.

—Hola —responde una voz tranquila desde la oscuridad.

Sí, cuando sus ojos se acostumbran a la oscuridad, Nils ve una figura sentada allí abajo. Es un hombre con sombrero. Ha dejado de silbar y no se mueve.

En cuanto Nils se dirige hacia la escalera al otro lado de la veranda comienza a caer una lluvia fría y fina. Apoya la mano en la barandilla y baja los peldaños con pasos inestables.

Desciende hacia la oscuridad, paso a paso, hasta sentir bajo sus sandalias de cuero la suave arena aún caliente.

Hace años que Nils pasa las noches en esa veranda, pero nunca hasta hoy ha bajado a la playa de noche. Podría haber ratas, grandes como gatos y hambrientas.

Se acerca con cuidado a los gruesos postes de la veranda.

La figura que le ha respondido sigue sentada a lo lejos, recostada tranquilamente en una tumbona de esas que se pueden alquilar por unos cuantos colones en la tienda, a un centenar de metros.

Nils ve a un hombre con la camisa arremangada y con una especie de sombrero para el sol que le oculta el rostro. Tararea la misma vieja melodía de antes.

«Dímelo, y nos vamos al sur…»

Nils da un paso hacia delante y luego se detiene. Se queda inmóvil, bamboleándose a causa del vino pero también por los nervios.

—Buenas noche —saluda el hombre.

Nils carraspea.

—¿Eres… sueco?

Las palabras en sueco le resultan extrañas en su boca.

—¿No lo oyes? —responde el hombre de la tumbona, al mismo tiempo que un rayo ilumina el horizonte.

A la luz del rayo Nils vislumbra rápidamente el rostro blanco del sueco. Unos segundos más tarde se oye un débil tronar en el mar.

—Me ha parecido más prudente que tú bajaras aquí a la oscuridad, en lugar de subir yo —dice el sueco.

—¿Qué?

—He ido a buscarte a tu habitación, pero la encargada me ha dicho que sueles pasar las noches en este bar, bebiendo. ¿No hay nada más que hacer en Costa Rica?

—¿Qué quieres? —pregunta Nils.

—Lo que importa es saber qué quieres tú, Nils.

Nils no contesta. Por un instante tiene la sensación de haber visto antes a ese hombre, cuando era joven.

Pero ¿dónde? ¿En Stenvik?

No se acuerda.

El sueco se apoya en el reposabrazos de la tumbona y se levanta. Echa una mirada al mar y luego a Nils.

—¿Quieres volver a casa, Nils? —pregunta—. ¿Volver a Suecia? ¿A Öland?

Nils asiente lentamente con la cabeza.

—Entonces yo puedo arreglarlo —asegura el sueco—. Te daremos una nueva vida, Nils.

22

—No te culpo de nada, Gerlof —declaró Lennart lentamente—, pero al parecer has inducido a tu hija a creer que Nils Kant aún está vivo. Que vive en la vieja casa de Vera. Y que secuestró a su hijo en el lapiaz.

Era por la tarde y Gerlof estaba sentado a su mesa en la residencia de Marnäs. Tenía la vista fija en el suelo, como un colegial sorprendido en una falta.

—Puede que haya dicho algo —concedió al fin—. Pero eso de que Nils se ocultara en casa de Vera Kant, no: nunca he dicho tal cosa; quizá que estuviera vivo…

Lennart suspiró. Estaba delante de Gerlof en medio de la habitación e iba de uniforme. Había ido a la residencia para informarle de que Julia estaba recuperándose de sus heridas en casa de Astrid, en Stenvik, después de que el día anterior la hubieran escayolado y vendado en el hospital de Borgholm.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó Gerlof en voz baja.

—Tiene un esguince en el pie derecho, la muñeca y la clavícula rotas, hemorragia nasal, conmoción cerebral y cardenales por todo el cuerpo —informó Lennart, que suspiró de nuevo y añadió—: Podría haber sido mucho peor; se podría haber roto la crisma. También podría haber ido mejor… Podría no haber entrado en casa de Vera Kant, por ejemplo.

—¿La acusarán? ¿De allanamiento de morada?

—No —respondió Lennart—. Yo no lo haré. Tampoco creo que lo hagan los dueños de la finca.

—¿Has hablado con ellos?

Lennart asintió.

—Conseguí localizar al sobrino de Vera en Växjö. Le he llamado antes de venir. Un primo de Nils algo más joven… No ha estado en Stenvik desde hace muchos años y asegura que tampoco ha ido nadie de la familia. La casa pertenece a varios primos de Småland, pero al parecer no se ponen de acuerdo sobre si repararla o venderla.

—Me imaginaba algo así —asintió Gerlof. Luego negó con la cabeza y miró al policía—. Lennart, nunca le dije a Julia que yo creyera que Nils Kant está vivo —añadió—. Sólo dije que hay gente que lo cree.

—¿Quiénes?

—Bueno… Ernst —dijo Gerlof, que no deseaba comprometer a John Hagman con la policía—. Ernst Adolfsson lo creía. Creo que él pensaba que Nils Kant estaba vivo y que había matado a Jens en el lapiaz. Así que él intentó que yo…

Lennart lo miró con ojos cansados.

—Detectives privados —interrumpió—. Alguna gente cree que sabe cómo resolver los crímenes mejor que la policía.

A Gerlof le habría gustado soltarle alguna agudeza, pero no se le ocurrió nada.

—Otra cosa muy distinta es que alguien ha entrado en casa de Vera Kant —prosiguió Lennart.

Gerlof miró sorprendido al policía.

—Ah, ¿sí?

—La puerta ha sido forzada. Y había rastros en el piso de arriba: recortes de periódico colgados de la pared, restos de comida…, y un saco de dormir. Y habían estado cavando en el sótano.

Gerlof recapacitó.

—¿Has registrado la casa?

—Sólo por encima —respondió Lennart—. Era más importante llevar a tu hija al hospital.

—Muy bien. Su padre te lo agradece —aseguró Gerlof.

—La he dejado con Astrid, y hoy por la mañana he pasado por casa de Vera Kant antes de venir a verte —prosiguió el policía—. Julia tuvo suerte, el quinqué se rompió al caerse sobre el suelo de piedra de la cocina. Si hubiera ido a parar al lado de la pared podría haber ardido toda la casa.

Gerlof asintió.

—¿Qué has dicho del sótano? ¿Han estado cavando? ¿O enterrando algo?

—Es difícil saberlo. Creo que sólo cavando.

—Los ladrones no suelen entrar en las casas a cavar —comentó Gerlof—. Ni se quedan a dormir.

Lennart le lanzó una mirada cansina.

—Otra vez haciendo de detective.

—Sólo pienso en alto. Y creo…

—¿Qué?

—Bueno…, creo que quien entró en la casa tiene que ser alguien de Stenvik.

—Gerlof…

—En Öland pueden hacerse muchas cosas sin que nadie te moleste —prosiguió Gerlof—. Lo sabes muy bien. Apenas hay nadie para verte…

—Envía una carta al periódico para quejarte de que faltan policías —replicó Lennart al punto.

—Pero hay una cosa que la gente siempre ve —prosiguió Gerlof—: a los extraños. La gente de Stenvik se habría fijado en desconocidos que llevaran palas, en coches desconocidos aparcados junto a la casa de Vera Kant. Y por lo que sé, nadie ha visto absolutamente nada.

Lennart recapacitó.

—¿Cuánta gente vive todo el año en Stenvik? —preguntó al cabo de un rato.

—Muy poca.

Lennart guardó silencio unos segundos.

—Puede que necesite tu ayuda, Gerlof —dijo, y añadió enseguida—: No me refiero a la investigación, sino sólo a algunos datos. Encontré algo en el sótano. —Introdujo la mano en el bolsillo del uniforme—. Había varias cajitas de
snus
en las ventanas del sótano y debajo de la escalera. Todas vacías. No creo que sean de la época de Vera Kant.

Sacó una cajita dentro de una bolsa de plástico y un cuaderno.

—No consumo
snus
—afirmó Gerlof.

—No. Pero ¿conoces a alguien de Stenvik aficionado al
snus?

Gerlof dudó unos segundos, y al final asintió con la cabeza.

No había razón para ocultarle a la policía datos que podría descubrir por sí misma.

—Sólo a una —dijo.

A continuación le dio un nombre a Lennart. El policía lo anotó en su cuaderno y asintió.

—Gracias por la ayuda.

—Te acompaño con mucho gusto —declaró Gerlof—. Si es que vas a ir a verlo. —Lennart abrió la boca y Gerlof añadió rápidamente—: Hoy me encuentro bien, puedo caminar. Se sentirá relajado y hablará más si voy contigo. Estoy casi seguro.

Lennart suspiró.

—Entonces, ponte el abrigo; daremos un paseo.

—Fue un bonito discurso, John —dijo Gerlof—. Me refiero al del entierro de Ernst.

Su amigo, que estaba sentado al otro lado de la mesa de su pequeña cocina, asintió en silencio casi imperceptiblemente. Se reclinó unos segundos, después se incorporó. Estaba tenso, Gerlof lo veía con claridad, y la razón no era difícil de imaginar: la tercera persona sentada a la mesa era Lennart Henriksson, aún de uniforme. Eran las seis menos cuarto de la tarde y había anochecido.

La cajita de
snus
vacía reposaba sobre la mesa.

—¿Así que vais a reabrir el caso? —inquirió John.

—Tanto como reabrirlo… —repuso Lennart, y se encogió de hombros—. Nos gustaría hablar con Anders, por si la cajita de
snus
resulta ser suya. En tal caso, es probable que fuera él quien durmiera en casa de Vera Kant, excavara en el sótano y colgara en la pared los recortes sobre Nils Kant y Jens Davidsson. Me gustaría saber dónde estaba Anders el día en que desapareció el pequeño Jens.

—No es necesario que se lo preguntéis a Anders —dijo John—. Yo lo sé.

—Vaya —exclamó Lennart. Sacó el cuaderno y un bolígrafo—. Cuéntame.

—Estuvo aquí —repuso John lacónico.

—¿En Stenvik?

John asintió.

—¿Contigo? ¿Puedes confirmar su coartada ese día?

John se encogió de hombros.

—De eso hace muchos años. No me acuerdo…, pero por la noche ambos estuvimos buscándolo por la playa. De eso sí me acuerdo.

—Yo también lo recuerdo —intervino Gerlof.

Aun cuando muchos otros sucesos de aquella tarde eran vagos, conservaba la imagen de John y su hijo, que entonces debía de tener veinte años, dirigiéndose juntos hacia el sur por la playa.

—¿Y durante el mediodía? —preguntó Lennart—. ¿Dónde estaba Anders entonces?

—No me acuerdo —confesó John—. Puede que saliera. Pero seguro que no fue a casa de Gerlof. —Miró a su amigo—. Anders no es mala persona.

Éste asintió.

—Nadie piensa lo contrario.

Lennart continuó tomando notas.

—De todas formas tendremos que hablar con él. ¿Se encuentra tu hijo en casa?

—Está en Borgholm —repuso John—. Se fue ayer después del funeral.

—¿Vive allí?

—A veces…, vive con su madre —explicó John—. Otras vive aquí conmigo. Hace lo que quiere. No tiene carné de conducir, así que se desplaza en autobús.

—¿Cuántos años tiene?

—Cuarenta y dos.

—Cuarenta y dos… ¿Y todavía vive en casa de sus padres? —inquirió Lennart.

—No es ningún crimen. —John señaló con el pulgar por encima del hombro—. Y además, tiene su propia casa, detrás de la mía.

—En mi opinión —apuntó Gerlof con tacto—, Anders es un poco especial. ¿No te parece, John? Es bueno y servicial, pero diferente.

—Me he encontrado con Anders un par de veces —dijo Lennart—. Y a mí me parece que está en sus cabales.

John mantuvo la cabeza erguida.

—A Anders le gusta estar solo —afirmó—. Piensa mucho, habla poco. Pero no es mala persona.

—¿Y la dirección?

John le dio una dirección en Köpmansgatan. Lennart la apuntó.

—Bien. Entonces no te molestamos más, John. Nos vamos a Marnäs.

Esta última frase iba dirigida a Gerlof, que se encontraba detrás de él y cada vez se sentía más como un segundo policía.

Había resultado muy desagradable ver cómo el miedo se reflejaba en los ojos de John durante la conversación. Miedo a que la autoridad, que planeaba sobre ellos como un halcón, finalmente se hubiera fijado en él y en su único hijo y ya nunca los dejara en paz.

—No es mala persona —repitió John, a pesar de que Lennart ya se había levantado y se dirigía a la puerta.

—No te preocupes, John —murmuró Gerlof, aunque su tono no sonaba del todo convincente—. Te llamaré esta noche. ¿De acuerdo?

John asintió, pero seguía observando con aire tenso a Lennart, que esperaba en la puerta.

—Vamos, Gerlof.

Sonó como una orden. Gerlof ya no se sentía como un policía, sino más bien como un perro faldero; se levantó obedientemente y siguió al policía. En realidad deseaba visitar a su hija en casa de Astrid, pero tendría que dejarlo para otra ocasión.

A Gerlof le temblaban los músculos más de lo habitual al dirigirse hacia su habitación; también las articulaciones le dolían más de lo normal. De nuevo se encontraba en la residencia de Marnäs después de que Lennart lo hubiera traído de vuelta.

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