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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

La hora de las sombras (11 page)

Apartó la vista de las piedras y miró de nuevo las obras de arte talladas y pulidas junto al borde del precipicio, encima de la cantera. Pequeñas torres de faros, tapaderas redondas para pozos, altos relojes de sol y un par de anchas lápidas. El espacio para los nombres estaba aún vacío.

Faltaba algo. Había un amplio hueco en medio de la larga hilera de estatuas, y Julia se acercó más. La noche anterior la había visto desde el lado opuesto de la cantera: la larga torre que se parecía a la de la iglesia de Marnäs. Un agujero de poca profundidad se abría en la grava junto al borde de la roca de encima de la cantera.

Julia se acercó lentamente por entre las piedras pulidas, y la cantera se abrió ante ella como una inmensa piscina sin agua.

En aquel lugar no era tan profunda, apenas unos pocos metros, pero la roca estaba cortada en vertical. Se detuvo en el borde, miró en silencio el árido paisaje de piedra y de pronto vio la alta torre de iglesia justo debajo de ella. Se había caído por el borde al fondo de la cantera y estaba volcada. La aguja de la torre señalaba al oeste, hacia el mar.

La torre de la iglesia no se había partido.

Pero debajo de la larga escultura yacía Ernst Adolfsson. Miraba fijamente el cielo desde el fondo de la cantera, con la boca ensangrentada y el cuerpo aplastado.

Öland, mayo de 1945

Todo ha cambiado. Grandes acontecimientos están a punto de suceder, tanto en el mundo como en la vida de Nils Kant. Lo nota en el aire.

El sol es más intenso que nunca sobre el lapiaz, los vientos ölandeses son más frescos, el aire más claro y las flores lucen en todo su esplendor. La hierba está verde, el sol del verano no la ha agostado aún. Pequeñas líneas borrosas y titilantes crecen en el cielo durante unos instantes hasta convertirse en golondrinas que se precipitan hacia la planicie con movimientos circulares como flechas negras, toman velocidad de nuevo con las alas y revolotean antes de aparecer en el cénit una vez más.

La primavera ha llegado por fin a Öland, y Nils Kant nota el cambio en el aire. Ahora tiene casi veinte años, por fin es adulto y completamente libre. Tiene toda la vida por delante y presiente que pasarán grandes cosas. Lo siente en todo el cuerpo.

Empieza a ser demasiado mayor para pasearse en silencio por la isla cazando conejos. Tiene otros planes. Ahora que la guerra ha terminado viajará por el mundo, a cualquier parte. Le gustaría llevarse a Maja Nyman, la chica que vive en la casa junto al cantil en Stenvik. La recuerda y piensa mucho en ella. Pero en realidad nunca han hablado, sólo se han saludado al encontrarse, cuando nadie la acompañaba. Si no halla pronto una oportunidad para hablar con ella viajará solo.

Este día se aleja de Stenvik más de lo acostumbrado, casi llega hasta el lado oriental de la isla. Antes de cruzar el camino comarcal ha cazado dos conejos que ha dejado bajo un arbusto para recogerlos de vuelta a casa de su madre. Antes de regresar piensa dispararle a uno o dos más, y a alguna golondrina, por pura diversión.

El agua derretida de la nieve de invierno aún forma anchos charcos por todo el lapiaz, que producen la sensación de caminar por un paisaje de musgo repleto de pequeños lagos. El agua se evapora rápidamente al sol. Nils tiene unas botas altas y gruesas y puede vadear los charcos si quiere. Unas veces lo hace, otras los rodea. Es completamente libre y posee el mundo entero.

Adolf Hitler ha intentado apoderarse del mundo. Ahora está muerto, se ha suicidado en Berlín. Después ha llegado el final para Alemania. Ya no les quedaban fuerzas para luchar contra los rusos y los americanos.

Nils salta por encima de un charco y continúa andando entre un grupo de enebros. Recuerda que cuando era más joven le gustaba Hitler, o al menos había tenido un gran respeto por su fuerte voluntad.

Escuchaba extasiado fragmentos de sus discursos altisonantes desde Alemania cuando su madre tenía la radio del salón encendida, y durante años había esperado que los bombarderos alemanes se abalanzaran sobre Öland, que llegara finalmente la guerra; pero ahora Hitler está muerto y la gran Alemania ha sido destruida en su totalidad por las bombas de los aviones ingleses.

Alemania ya no es tan interesante. En cambio, le atrae visitar Inglaterra. Y América aparece grande y llena de promesas, pero hasta allí ya han viajado muchos ölandeses y nunca han regresado; en el siglo XIX desaparecieron miles sin dejar rastro. Nils quiere viajar por el mundo y luego regresar a Stenvik como un emperador.

Nils oye algo, un ruido apagado y seco, y se detiene.

No se ve ni un solo conejo, pero Nils no obstante siente que…

No está solo.

Hay alguien ahí.

Ha oído algo en el viento, un breve sonido que no es ni el canto de un pájaro, ni el zumbido de los insectos, ni el relincho de caballos. Ha paseado por el lapiaz durante años, sabe cuándo las cosas están como deben estar y cuándo no. En este preciso momento hay algo que no está nada bien. Un escalofrío de desconfianza le recorre cuello y espalda.

No es un conejo, es otra cosa.

¿Lobos? La abuela de Nils, muerta hace tiempo, le contaba historias de lobos en el lapiaz. Antes había lobos allí. Pero ahora ya no.

¿Gente?

¿Lo vigila alguien?

Nils se descuelga lentamente la escopeta Husqvarna del hombro, la levanta con ambas manos lista para disparar y le quita el seguro con el pulgar. Dos cartuchos de la fábrica de munición de Gyttorp están listos para salir por los cañones.

Mira alrededor: los enebros crecen por todas partes, la mayoría torcidos y vencidos por el viento; apenas tienen un metro de altura, pero no obstante son frondosos y es imposible ver a través de ellos. Si Nils se pone de pie puede escudriñar el paisaje por encima y ver muy lejos; entonces nadie le puede sorprender, pero cuando se agacha parece que los enebros crezcan y se inclinen sobre él.

Ya no oye ningún ruido; si es que alguna vez ha oído alguno. Quizás haya sido sólo en su cabeza; le ha ocurrido otras veces cuando está solo.

Nils permanece en silencio sobre la hierba sin mover ni un dedo y espera. Respira lentamente, tiene todo el tiempo del mundo. Si espera, los conejos siempre acaban apareciendo; al final los nervios les traicionan y salen de sus escondites dando saltos y corren a ciegas para alejarse del cazador. Entonces sólo hay que llevarse la escopeta al hombro, apuntar a la criatura marrón y apretar el gatillo. Y luego acercarse y recoger el cuerpo ligeramente humeante.

Nils contiene la respiración. Aguza el oído.

Ya no oye nada, pero corre una leve brisa y de repente percibe un claro olor a sudor rancio y tela aceitosa. Con el viento le llega un penetrante olor a un cuerpo humano, o a varios.

Hay gente cerca.

Nils se dirige hacia la derecha con el dedo en el gatillo.

Unos ojos asustados lo observan desde un enebro a sólo unos metros de distancia.

Una mirada humana encuentra la suya.

El rostro de un hombre toma forma en la oscuridad bajo el espeso enebro, el rostro de un hombre tiznado de suciedad y sombreado por un pelo enredado. Detrás de su cabeza un cuerpo se aprieta con fuerza contra el suelo; viste ropa holgada de color verde. Nils reconoce un uniforme.

El hombre es un soldado. Un soldado extranjero sin casco ni armas.

Nils sujeta la escopeta delante de él y siente el latido de su corazón hasta en la punta de los dedos. Levanta el cañón de la escopeta unos centímetros.

—Sal —ordena en voz alta.

El soldado abre la boca y dice algo. No habla sueco, al menos el sueco que Nils conoce. Es un idioma extranjero. Suena a alemán.

—¿Qué? —dice Nils rápidamente—. ¿Qué dices?

El soldado levanta las manos despacio; las tiene agrietadas y sucias; y al mismo tiempo Nils ve que el hombre no está solo en su escondite. Tras él, debajo del enebro, se oculta otro soldado con un uniforme sucio que lo mira fijamente. Parecen estar huyendo, como si escaparan de horribles recuerdos.


Bitte nicht schiessen
—susurra el soldado que está más cerca de Nils.

8

Julia llamó a Gerlof desde el teléfono de Ernst Adolfsson para contarle que le había encontrado muerto, y dónde.

Gerlof entendió lo que le contaba; sin embargo, consiguió que no le afectara demasiado y se concentró en escuchar la voz de su hija. Sonaba excitada, naturalmente, pero no asustada. Julia conservaba el dominio de sí misma.

—Así que Ernst ha muerto —dijo Gerlof. El auricular permaneció en silencio—. ¿Estás segura? —preguntó.

—Soy enfermera —replicó ella.

—¿Has llamado a la policía? —preguntó él.

—He llamado a urgencias —respondió—. Van a enviar a alguien. Pero la ambulancia no le servirá a Ernst… Es demasiado tarde. —Guardó silencio durante unos segundos—. Seguro que también viene la policía, aunque haya sido un accidente. Tiene…

—Voy para allá —dijo Gerlof. Lo decidió mientras pronunciaba las palabras—. Seguro que la policía llegará enseguida, pero yo tampoco tardaré. Siéntate a esperar en el sofá de Ernst.

—Sí. Esperaré —dijo Julia—. Te esperaré.

Todavía sonaba tranquila.

Colgaron. Gerlof permaneció frente al escritorio unos minutos antes de reunir fuerzas.

Ernst. Ernst estaba muerto. Gerlof se tomó su tiempo para asimilar estos hechos. Hasta hacía poco contaba con dos amigos íntimos vivos. John y Ernst. Ahora sólo le quedaba uno.

Cogió su bastón y se levantó. Estaba decidido a ir a la cantera, a pesar de que el reumatismo y la pena entorpecieran sus movimientos más que nunca. Al salir al pasillo, oyó unas risas en la cocina y se encaminó hacia allí.

Boel se hallaba con una chica nueva, a la que al parecer estaba enseñando a poner en marcha el lavaplatos. Al descubrir a Gerlof le sonrió, pero en cuanto se fijó en su semblante se puso seria.

—Boel, tengo que ir a Stenvik. Ha ocurrido un accidente. Mi mejor amigo ha muerto —anunció Gerlof con resolución—. Tendría que llevarme alguien.

No retiró la mirada; al fin Boel asintió con la cabeza. Aborrecía los cambios en la rutina diaria, pero esta vez no discutió.

—Espere un par de minutos, yo le llevaré —dijo simplemente.

Al llegar al desvío norte de Stenvik, que conducía a la cantera, Gerlof, que ocupaba el asiento del copiloto, levantó el brazo y señaló hacia delante.

—Tomaremos la carretera del sur —dijo él.

—¿Por qué? —preguntó Boel—. Debes ir…

—Tengo dos amigos en Stenvik —dijo Gerlof—. Uno era Ernst. Debo informar al otro sobre lo ocurrido.

No era un desvío largo; pronto apareció la salida sur con el letrero de «CAMPING» cubierto de cinta aislante para indicar que las instalaciones de Stenvik estaban provisionalmente cerradas. Lo había puesto John Hagman, aunque el riesgo de que en octubre se presentara alguien con la tienda o la caravana era mínimo.

A la izquierda apareció la pequeña garita cerrada, y tras ella el minigolf donde se encontraba un hombre de mediana edad vestido con un mono verde que sostenía una escoba con gesto cansino. Lanzó una tímida mirada al coche. Era Anders Hagman, el único hijo de John. Estaba soltero y no hablaba mucho, y Gerlof casi siempre lo había visto con ese desgastado mono (quizá tenía unos cuantos).

De pronto el camino que conducía al camping se hizo visible.

—Ya hemos llegado —informó Gerlof—. Es esa casa de allí.

Señaló un pequeño edificio de ventanas diminutas a la vera del camino que parecía la casa del guarda. Ante la puerta había aparcado un oxidado Volkswagen Passat verde: John se hallaba en casa.

Boel frenó y detuvo el coche. Gerlof abrió la puerta y se apeó con la ayuda de su bastón, y casi en el mismo instante se abrió la puerta de la casita. Un hombre de baja estatura que vestía un mono azul oscuro y tenía el pelo gris peinado hacia atrás y recogido en una pequeña coleta sobre la nuca salió en calcetines a la escalera de madera. Era John Hagman, a quien las visitas nunca le cogían desprevenido.

Padre e hijo regentaban el camping de Stenvik durante el verano. Anders solía pasar el invierno en Borgholm.

John, en cambio, se quedaba el año entero en Stenvik y se ocupaba sólo del mantenimiento diario del camping cuando Anders no aparecía. Era demasiado trabajo para un anciano, y Gerlof le habría ayudado de no haber sido aún mayor que John.

Gerlof le saludó con la cabeza, y el otro le devolvió el saludo y se puso un par de botas de goma que había en la escalera.

—Vaya —dijo al acercarse—. Qué sorpresa.

—Sí. Ha ocurrido un accidente.

—¿Dónde?

—En la cantera.

—¿Ernst? —preguntó John en voz baja.

Gerlof asintió.

—¿Está herido?

—Bueno. Algo peor. Mucho peor.

John lo conocía desde hacía casi cincuenta años; después de retirarse habían mantenido la relación. Sólo con ver la mirada de Gerlof comprendía lo mal que lo estaba pasando.

—¿Hay alguien allí? —preguntó.

—Debería —respondió Gerlof—. Mi hija Julia iba a llamar. Ella está allí. Llegó ayer de Gotemburgo.

—Vaya. —John dio un par de pasos hacia el interior de la casa y salió con un anorak y un llavero—. Podemos ir en mi coche. Voy a avisar de que nos vamos.

Gerlof asintió; le parecía bien. Seguro que Boel querría regresar a la residencia, y así él podría hablar con John a solas.

Éste se encaminó hacia Anders, se detuvo frente a él y le dijo algo en voz baja. Su hijo negó con la cabeza. John señaló a Gerlof, que oyó cómo levantaba la voz. Sabía que los Hagman tenían una relación tirante, dependían demasiado el uno del otro.

Al fin, Anders asintió con la cabeza y John hizo un gesto de negación y le dio la espalda. La discusión había terminado.

Mientras John abría la portezuela de su coche, Gerlof se encaminó lentamente hacia Boel para agradecerle que le hubiera traído.

—Así que Ernst ha muerto —comentó John sentado al volante.

—Eso dice Julia —respondió Gerlof a su lado, y desvió la mirada hacia la playa y el mar refulgente al pie de la carretera de la costa.

—Le ha caído una piedra encima.

—Una gran piedra. Es lo que me ha contado Julia —añadió Gerlof.

Advirtió que no ocurría un accidente en la cantera desde hacía sesenta años, y ahora que estaba cerrada le había caído una piedra encima a su amigo.

—He traído la llave de repuesto —declaró John—. Por si se han llevado a Ernst.

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