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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

La hora de las sombras (25 page)

—Sí, he oído esa historia —replicó Julia—, no hace falta que…

Pero ya no había quien detuviera a Gerlof.

—Fuera lo que fuese, lo cierto es que, un buen día de primavera de finales del siglo XIX, mi abuela vio algo mientras lavaba la ropa en el estrecho de Kalmar, a las afueras de Grönhögen. De pronto, oyó unos pasos apresurados a su espalda, y el duende salió corriendo del bosque, un hombrecillo de un metro de altura que vestía ropa gris. No dijo esta boca es mía, sólo corrió hasta el estrecho y pasó junto a Sara sin mirarla. Y no se detuvo al llegar al agua. Mi madre lo llamó, pero él se fue directo al mar, hasta que las olas le cubrieron y se hundió bajo la superficie. Luego, desapareció.

Julia asintió levemente. Era una historia extravagante; quizá la más extraña de todas las que se contaban en su familia ölandesa.

—Un duende que se suicida —dijo—. Eso no se ve todos los días.

—La historia no es verdadera a todas luces —prosiguió Gerlof—. Pero yo la creo.
Creo
que mi madre vio un duende, o por lo menos alguna especie de fuerza natural o fenómeno desconocido que ella interpretó como un duende. Y al mismo tiempo sé que los duendes y los trols no existen.

—Por lo menos hoy día no se ven tan a menudo —añadió Julia.

—No —replicó Gerlof lentamente—, y lo mismo ocurre con Nils Kant. Nadie habla de él, nadie lo ve. La policía lo tiene archivado como fallecido, y está enterrado en el cementerio de Marnäs bajo una lápida que cualquiera puede visitar. Y sin embargo, en el norte de Öland hay personas que creen que aún está vivo. Al menos entre los que son tan viejos como para acordarse de él.

—¿Y tú qué piensas? —preguntó Julia de nuevo.

—Yo creo que estaría bien aclarar todo lo relacionado con Nils Kant —respondió Gerlof.

—Yo prefiero encontrar a mi hijo —apuntó Julia en voz baja—. Ésa es la razón de que haya venido.

—Lo sé —repuso Gerlof—, pero las historias podrían estar relacionadas.

—¿Nils Kant y Jens?

Gerlof asintió con la cabeza.

—Sé que es cierto en parte. La clave es Martin Malm.

—¿Qué quieres decir?

—Él tenía la sandalia de Jens —señaló Gerlof—. Y fue uno de sus barcos el que trajo el ataúd de Nils Kant a Suecia.

—¿Sí? ¿Cómo lo sabes?

—No es ningún secreto —respondió Gerlof—. Yo mismo estaba en el muelle cuando arribó el barco con el ataúd. Una funeraria de Marnäs se ocupó de él.

Julia se quedó pensativa mientras se aproximaban a la salida a Marnäs. Frenó y giró.

—Pero hoy no hemos podido hablar con el remitente de la sandalia —señaló ella finalmente.

—No, pero has visto su casa —apuntó Gerlof—. Martin se encontraba mal hoy, pero más tarde o más temprano podremos hablar con él. La semana próxima, quizá.

—No puedo quedarme solo por ese motivo —replicó Julia rápidamente—. Tengo que volver a Gotemburgo.

—Vaya —dijo Gerlof—. ¿Cuándo te vas?

—No lo sé. Pronto… Quizá mañana.

—Mañana es el entierro en la iglesia de Marnäs —le recordó Gerlof—. A las once.

—No sé si iré —dijo Julia, y giró en la rotonda del hogar Marnäs—. Yo no conocía a Ernst. Es horrible que haya muerto, y nunca olvidaré la mañana en la que lo encontré…, pero yo no lo conocía.

—Sin embargo, podrías intentar ir al entierro —sugirió Gerlof, y abrió la puerta del coche.

Julia se bajó para ayudarlo. Cargaba la bolsa con las bebidas alcohólicas mientras que su padre llevaba la cartera.

—Gracias —dijo Gerlof, y se apoyó en el bastón—. Ahora tengo mucho mejor las piernas.

—Bueno, entonces hasta luego —se despidió Julia después de acompañarlo al ascensor—. Gracias por este día.

Salió a la rotonda, entró en el coche y vio cómo Gerlof abría la puerta del ascensor y entraba sin caerse.

Después arrancó el motor y volvió a salir a la carretera, hacia el este. Pensaba comprar comida en Marnäs antes de regresar al cobertizo.

Comenzaba a anochecer lentamente; eran las cuatro y veinte. La gente normal, la gente que tenía trabajo, regresaba a casa después de su jornada laboral.

Pero no todos habían regresado a casa. Al pasar por la pequeña comisaría de Marnäs distinguió luz en el interior.

Julia se detuvo en la tienda de comestibles y compró leche, pan y algo de embutido. No le quedaba mucho saldo en la cuenta, y todavía faltaba más de una semana para cobrar el dinero del subsidio. Lo mejor que podía hacer era no pensar en ello.

Al salir de la tienda la ventana de la comisaría de policía seguía iluminada. Pensó en Lennart Henriksson y en lo que Astrid le había contado sobre él. También Lennart había sufrido una gran tragedia en su vida.

Julia se quedó de pie mirando la ventana iluminada. A continuación metió la comida en el portaequipajes del Ford y cerró con llave. Luego cruzó la calle y llamó a la puerta de la comisaría con los nudillos.

17

—Le eché la culpa a mi madre —dijo Julia—. Por haberse tumbado a echar la siesta ese mediodía. —Parpadeó para apartar las lágrimas de sus ojos y prosiguió—: A papá aún más…, es decir, a Gerlof…, por haber bajado a la playa a reparar la red. Si hubiera estado en casa Jens no habría salido; el niño adoraba a su abuelo. —Julia se sorbió los mocos y suspiró—. Les he culpado durante años —confesó—, pero en realidad fue culpa mía. Dejé a Jens para ir a Kalmar a encontrarme con un hombre. A pesar de que sabía que sería una pérdida de tiempo. Ni siquiera apareció. —Guardó silencio, y añadió—: Era el padre de Jens, Michael. Nos habíamos separado; él vivía en Skåne, pero prometió coger el tren para verme. Yo creía que podíamos intentarlo de nuevo, pero él no pensaba así. —Se sorbió de nuevo los mocos—. Así que Michael no fue de mucha ayuda cuando Jens desapareció; estaba en Malmö…, pero la mayor culpable fui yo.

Lennart guardaba silencio mientras escuchaba al otro lado de la mesa —sabía escuchar, pensó Julia— y la dejaba hablar. Cuando ella calló, dijo:

—No fue culpa de nadie, Julia. Como decimos en la policía, se trató sencillamente de una serie de desafortunadas coincidencias.

—Sí —convino Julia—. En caso de que fuera un accidente.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Lennart.

—Quiero decir que… También podría ser que cuando Jens salió se encontrara a alguien que se lo llevó.

—Sí… pero ¿quién? —inquirió Lennart—. ¿Quién haría algo así?

—No lo sé —repuso Julia—. ¿Un loco? Tú que eres policía sabes más de eso.

Lennart asintió lentamente con la cabeza.

—Se necesitaría estar perturbado…, muy perturbado —añadió—. Y entonces, seguro que tenía antecedentes penales por otros crímenes. En aquel tiempo no había nadie con ese perfil en Öland. Créeme, buscamos sospechosos. Llamamos a muchas puertas, indagamos en el registro criminal.

—Lo sé —repuso Julia—. Hicisteis lo que pudisteis.

—En la policía creímos que había bajado a la playa —apuntó Lennart—. Está a sólo un centenar de metros, y ese día era fácil desorientarse en la niebla. Muchos de los ahogados en el estrecho de Kalmar desaparecen para siempre; no fue la primera vez ni será la última… —Guardó silencio—. Seguro que te resulta difícil hablar de esto y yo no…

—No te preocupes —le interrumpió Julia. Recapacitó y añadió—. No creí que fuera una buena idea venir aquí en otoño y enfrentarme de nuevo a todo, pero me ha sentado bien. Empiezo a superar lo de Jens; sé que él no volverá. —Se esforzó por parecer muy segura—. Tengo que seguir viviendo.

Era martes por la tarde en Marnäs. Julia sólo había entrado en la comisaría para saludar a Lennart, pero se había quedado. Y Lennart, que al parecer estaba a punto de finalizar su jornada de trabajo, apagar el ordenador e irse a casa, no la había apremiado.

—¿Así que esta noche no estás ocupado? —preguntó Julia.

—Sí, pero más tarde —contestó Lennart—. Soy miembro de la Comisión Municipal de Vivienda y tenemos una reunión por la tarde, aunque no empieza hasta las siete y media.

Julia quiso preguntarle qué partido político representaba, pero corría el riesgo de que la respuesta no le gustara. Asimismo, le habría gustado saber si estaba casado, pero también le daba miedo la respuesta.

—Podemos encargar una pizza en Moby Dick —propuso Lennart—. ¿Te apetece?

—Vale.

La comisaría tenía una cocina en una sala interior. Aunque la oficina era impersonal, allí las cortinas, las jarapas rojas del suelo y hasta un par de cuadros en las paredes conferían cierta comodidad hogareña. Una cafetera impoluta reposaba sobre la encimera igual de impoluta. En una esquina había una mesa baja con dos sillones donde se sentarían cuando llegaran las pizzas de jamón del bar del puerto.

Mientras comían empezaron a hablar —no sólo a charlar—, y su conversación a media voz trató en gran parte de la pena y la añoranza.

Más tarde Julia no recordaría cuál de los dos había empezado a abordar temas personales, pero supuso que había sido ella.

—Tengo que seguir viviendo —reflexionó—. Si Jens desapareció en el estrecho tendré que aceptarlo. No es la primera vez que ha pasado algo así, como tú dices —añadió tras una pausa—. El caso es que él tenía mucho miedo al agua, no le gustaba jugar en la playa. Así que a veces he pensado que se dirigió hacia el interior, hacia el lapiaz. Sé que suena raro… pero Gerlof también lo cree.

—También buscamos por el lapiaz —murmuró Lennart—. Ese día buscamos por todas partes.

—Lo sé, y he intentado recordar… ¿Nos vimos entonces? —preguntó Julia—. Tú y yo, quiero decir.

Recordaba a los policías que la habían interrogado cuando Jens desapareció como una serie de caras anónimas. Le preguntaron cosas, ella respondió de forma mecánica. No le importaba quiénes eran, sólo que encontraran a Jens.

Mucho después comprendió que algunas de las preguntas de la policía se habían basado en la posibilidad de que ella misma —por alguna razón desconocida, quizá porque estaba loca— hubiera matado a su propio hijo y ocultado su cuerpo.

Lennart negó con la cabeza.

—Nunca nos vimos…, al menos no hablamos. Los encargados de tratar con la familia fueron otros policías y, como te dije, mi tarea consistió en dirigir la búsqueda. Reuní a los voluntarios en Stenvik y peinamos la playa durante toda la tarde; yo mismo conduje por los caminos de los alrededores de Stenvik y por el lapiaz. Pero no encontramos nada…

Él guardó silencio y suspiró.

—Fueron días horribles —prosiguió—, sobre todo porque yo…, yo había pasado por una situación parecida, en mi vida privada. Mi padre fue…

Guardó silencio.

—Algo he oído, Lennart —intervino Julia con tacto—. Astrid Linder me contó lo que le pasó a tu padre…

Lennart asintió con la cabeza y bajó la vista.

—Sí, no es ningún secreto —reconoció.

—Nils Kant —dijo Julia—. ¿Cuántos años tenías cuando… cuando ocurrió?

—Ocho. Tenía ocho años —dijo Lennart con la mirada clavada en el suelo—. Había comenzado la escuela en Marnäs. Era uno de los últimos días de clase, un día soleado y precioso. Estaba contento; deseaba que llegaran las vacaciones de verano. De pronto, entre los alumnos empezó a correr el rumor de que había habido un tiroteo en el tren a Borgholm; habían disparado a alguien de Marnäs…, pero no se sabía nada con certeza. No me enteré de lo que había ocurrido exactamente hasta que llegué a casa. Mi madre estaba allí con su hermana. Se quedaron sentadas en silencio un buen rato, hasta que al fin mi madre me contó lo que había pasado.

Lennart guardó silencio, ensimismado en sus recuerdos. Julia creyó ver en su mirada ausente al niño de ocho años conmocionado y triste de aquel día.

—¿No podéis llorar los policías? —preguntó con tiento.

—Sí —respondió Lennart en voz baja—, pero se nos da mejor ocultar nuestros sentimientos. —Después añadió—: Nils Kant…, no sabía nada de él. Era más de diez años mayor que yo, y nunca nos habíamos visto a pesar de que vivíamos a sólo un par de kilómetros de distancia. Y de pronto había matado a mi padre.

De nuevo se hizo un silencio.

—Y después, ¿qué sentiste por él? —preguntó Julia finalmente—. Quiero decir que comprendería que lo odiaras…

Estaba pensando en sí misma, y en las veces que había imaginado cómo reaccionaría si encontrara al asesino de Jens. ¿Qué haría?, se preguntaba.

Lennart suspiró y miró más allá de la oscura ventana que daba a la parte posterior de la comisaría.

—Sí, odiaba a Nils Kant. Con todas mis fuerzas. Pero también le temía. Sobre todo de noche, cuando no podía dormir. Me aterraba que regresara a Öland para matarnos a mí y a mi madre. —De nuevo guardó silencio—. Tardé mucho tiempo en superar esos miedos.

—Hay quien dice que aún vive —murmuró Julia—. ¿Lo has oído?

Lennart la miró.

—¿Quién?

—Nils Kant.

—¿Que está vivo? —dijo Lennart—. Eso es completamente imposible.

—Ya. Tampoco yo creo que…

—Kant está muerto y enterrado —insistió Lennart, y cortó un trozo de pizza—. ¿Quién dice eso?

—Tampoco yo me lo creo —repitió Julia de inmediato—. Pero desde que llegué a la isla Gerlof no he dejado de hablar de él; es como si quisiera convencerme de que Nils Kant está detrás de la desaparición de Jens. Que el día de su desaparición mi hijo se encontró con Nils Kant. A pesar de que entonces Nils llevaba muerto diez años.

—Murió en 1963 —confirmó Lennart—. El ataúd llegó al puerto de Borgholm ese otoño. —Bajó la mirada—. Y no sé si debería desvelarlo pero…, el caso es que la policía de Borgholm abrió la caja. Con mucha discreción, no sé bien si por miedo o respeto a Vera Kant; quiero decir que aún tenía mucho dinero y tierras…, pero abrieron el ataúd.

—¿Y había un cuerpo dentro? —preguntó Julia.

Lennart asintió con la cabeza.

—Yo lo vi —murmuró, y añadió—: Tampoco esto es del todo oficial, pero cuando desembarcaron el ataúd…

—De uno de los buques de carga de Malm —añadió Julia.

Lennart asintió.

—En efecto. ¿Ha sido Gerlof el que te ha informado de todos los detalles? —preguntó y, sin esperar respuesta, prosiguió—: Acababan de destinarme a Marnäs, tras un par de años en Växjö, y pedí permiso para viajar a Borgholm y presenciar la apertura del ataúd. Obedecía a móviles de carácter exclusivamente personal, no profesional, pero mis colegas se mostraron comprensivos. El ataúd esperaba a que los empleados de la funeraria fueran a buscarlo en un almacén del puerto, dentro de una caja de madera con documentos y sellos de algún consulado de Sudamérica. —Guardó silencio, y luego continuó—: Un agente de mediana edad abrió la tapa. Y allí estaba el cuerpo de Nils Kant, medio reseco y recubierto de un moho velloso. Un doctor del hospital de Borgholm que estaba presente constató que se había ahogado en agua salada. Al parecer había pasado bastante tiempo en el mar, pues los peces habían empezado…

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