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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

La hora de las sombras (16 page)

BOOK: La hora de las sombras
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Se apartó de las brillantes ventanas del
Ölands-Posten
y vio un nuevo letrero junto al del periódico, «POLICÍA», con su escudo azul y amarillo característico.

En la puerta, debajo del letrero, había un papel pegado. Julia subió los dos escalones que conducían a la puerta y leyó:

«COMISARÍA ABIERTA MIÉRCOLES DE 10 A 12», se veía escrito con tinta negra.

Era viernes, así que la comisaría estaba cerrada. ¿Qué pasaba si se cometía un crimen en Marnäs y no era miércoles? No había ningún papel que respondiera a eso.

Observó por la ventana y vio una sombra moverse en el interior.

Cuando Julia descendió los escalones de cemento la puerta rechinó. Se abrió, y Lennart Henriksson apareció en el umbral. Esbozó una sonrisa.

—He observado que tenía visita —explicó él— ¿Cómo te encuentras hoy?

—Hola —respondió ella—. Estoy bien. Creía que no había nadie. Leí el letrero…

—Lo sé, los miércoles tengo que estar aquí dos horas —aclaró Lennart—. Pero también vengo en otros momentos. Aunque es un secreto; así me da tiempo a hacer más cosas. Pasa.

Llevaba puesta la chaqueta del uniforme negra y del cinturón colgaban una radio de policía y una pistola negra.

—¿Ibas a alguna parte? —preguntó Julia.

—Iba a almorzar, pero entra un rato, si quieres.

Se hizo a un lado para que Julia pasara.

El interior del local parecía más viejo que el de la redacción del periódico que acababa de visitar, pero estaba limpio, tenía macetas en la ventana y no olía a cigarrillos. Sólo había una mesa, cara a la puerta, donde todos los papeles estaban pulcramente ordenados, al igual que el ordenador, el fax y el teléfono. Encima de una repisa repleta de archivadores colgaba un cartel con el dibujo de un teléfono que anunciaba la línea antidroga de la policía. En la pared opuesta había un gran mapa del norte de Öland.

—Bonita oficina —comentó Julia.

A Lennart Henriksson le gustaba el orden; a Julia eso le agradó.

—¿Te gusta? —preguntó él—. Lleva treinta años abierta.

—¿Eres el único que trabaja aquí?

—Ahora, sí. En verano hay más gente, pero en esta época del año estoy solo. Han ido recortando servicios. —Echó una mirada sombría al local y añadió—: A ver cuánto tiempo sigue abierta.

—¿La quieren cerrar?

—Quizá. Los jefazos hablan de eso sin parar, para ahorrar —explicó Lennart—. Creen que todo debe de estar centralizado en Borgholm; es mejor y más barato. Pero espero que no la cierren antes de que me jubile, dentro de unos años. —Miró a Julia—. ¿Has almorzado?

—No.

Julia negó con la cabeza, recapacitó y notó que tenía mucha hambre.

—¿Vamos a tomar un menú del día? —propuso Lennart.

—Bueno.

Julia no encontró ninguna razón para negarse. —Bien. Vayamos al Moby Dick. Voy a apagar el ordenador y a poner el contestador automático.

Cinco minutos después, Julia se encontraba de nuevo en el pequeño puerto con Lennart. Entraron en el mejor restaurante de Marnäs; según el policía, el mejor y el único de todo el pueblo.

El mobiliario del Moby Dick era de inspiración marinera, y tenía cartas de navegación y redes de pesca y viejos remos de madera agrietada clavados en los oscuros paneles de madera. Ahora casi la mitad de las mesas del restaurante estaban ocupadas por clientes; se oía un débil murmullo y el tintineo de la porcelana. Algunos rostros curiosos se volvieron hacia Julia cuando entró, pero Lennart pasó primero, como si quisiera protegerla, y eligió una mesa individual junto a la ventana con vistas al mar Báltico.

¿Cuándo había comido en un restaurante por última vez? Julia no lo recordaba. Había perdido la costumbre de sentarse a una mesa entre extraños, pero hizo un esfuerzo por respirar con tranquilidad y mantenerle la mirada a Lennart.

—Hola, bienvenidos.

Un hombre con una gran barriga y la camisa remangada se acercó y les tendió dos cartas con las tapas de piel.

—Hola, Kent —saludó Lennart, y tomó el menú.

—¿Qué queréis beber en un día tan bonito como hoy?

—Yo tomaré una cerveza sin alcohol —pidió Lennart.

—Yo tomaré agua fría, gracias —dijo Julia.

Su primer impulso había sido pedir vino tinto, a poder ser una botella entera, pero se dominó. Afrontaría esta situación sobria. No corría ningún peligro; todos los días la gente almorzaba en los restaurantes de todo el mundo.

—Hoy tenemos lasaña —ofreció Kent.

—Está bien —dijo Lennart.

—Para mí también.

Cuando el camarero cogió las cartas, Julia tuvo un vislumbre del amplio tatuaje verde oscuro y desvaído por el tiempo que Kent tenía en el brazo debajo de la manga. Parecían letras enmarcadas. ¿Un nombre? ¿El nombre de un barco?

—La ensalada y el café están incluidos en el precio del menú —dijo, y desapareció en la cocina.

El policía se levantó para ir a buscar la ensalada y Julia le siguió.

—¡Lennart! —gritó una voz masculina desde el otro extremo del local cuando regresaban a su mesa—. ¡Lennart!

Éste suspiró en silencio.

—Ahora vuelvo —le dijo en voz baja a Julia, y se dirigió hacia el hombre que le había llamado, un señor mayor con el rostro rojo y brillante y una especie de mono de granjero azul.

Julia se sentó y vio cómo el hombre gesticulaba frenético y le contaba algo a Lennart con semblante adusto. Él le dio una respuesta lacónica y en voz baja, y el hombre comenzó a gesticular de nuevo.

El policía regresó a la mesa unos minutos después y apenas tuvo tiempo de sentarse antes de que Kent apareciera con dos platos llenos de crepitante y humeante lasaña.

Lennart suspiró de nuevo.

—Perdona —le dijo a Julia.

—No pasa nada.

—Le han robado un bidón de gasolina del granero —prosiguió—. Cuando uno es policía en el campo siempre está de servicio; no hay tiempo para aburrirse, te lo aseguro. Pero ahora comamos.

Se inclinó sobre el plato.

Julia también comió. Tenía hambre, y la lasaña estaba buena, con mucha carne picada.

Cuando su plato estuvo casi vacío, Lennart bebió un trago de cerveza y se recostó en el respaldo.

—Así que has venido a visitar a tu padre —comentó—. No a tomar el sol y bañarte.

Julia sonrió y negó con la cabeza.

—No, aunque Öland también es bonita en otoño.

—Parece que Gerlof está bien —dijo Lennart—. Si no fuera por el reumatismo.

—Sí. Tiene el síndrome de Sjögren —respondió Julia—. Es una especie de dolor reumático en las articulaciones que viene y va. Pero conserva la cabeza clara. Y todavía puede construir barcos en botellas.

—Sí, son bonitos. Yo tenía pensado encargar uno para la comisaría, pero al final no lo he hecho.

Hubo una pausa.

Lennart acabó la cerveza y preguntó en voz baja:

—Y tú, Julia, ¿cómo estás?

—Bien… —respondió Julia apresuradamente. Era una mentira a medias, aunque entonces pareció comprender que quizás el policía estaba realmente interesado y preguntó—: ¿Te refieres a… lo de ayer?

—Sí —dijo Lennart—, en parte sí. Pero también me refiero a lo que sucedió hace mucho tiempo…, en los años setenta.

—¡Ah! —exclamó Julia.

Lennart lo sabía. Por supuesto que lo sabía, ¿qué se había creído ella? Él le había contado que llevaba treinta años trabajando como policía en la isla. Y él, al igual que Astrid, se había atrevido a sacar el tema prohibido con tranquilidad y tacto; un tema del que su hermana se había cansado hacía mucho tiempo y que muchos parientes de Julia jamás habían osado mencionar.

—¿Participaste en el caso? —preguntó en voz baja.

Lennart bajó la vista a la mesa y titubeó, como si la pregunta le trajera desagradables recuerdos.

—Sí, participé en la búsqueda —contestó finalmente—. Fui uno de los primeros policías en llegar a Stenvik. Organicé una batida con los vecinos para inspeccionar la playa. Nos pasamos la tarde entera arriba y abajo; la búsqueda se interrumpió una hora antes de la medianoche. Cuando un niño desaparece nadie quiere parar…

Guardó silencio.

Julia recordó que Astrid Linder había dicho casi lo mismo, y bajó la vista a la mesa. No quería llorar delante del policía.

—Perdona —se disculpó un segundo después cuando le brotaron las lágrimas.

—No hay nada que perdonar —la tranquilizó Lennart—. Yo también lloro a veces.

Su voz era apagada y tranquila, como la apacible superficie del mar.

Julia parpadeó y se concentró en el serio rostro del policía para mantener la vista clara.

Deseaba decir algo, cualquier cosa.

—Gerlof —empezó, y carraspeó— no cree que Jens, mi hijo, se ahogara.

Lennart la miró.

—Vaya —dijo simplemente.

—Él ha… ha encontrado un zapato —prosiguió Julia—. Una pequeña sandalia, una sandalia de niño. Una igual a la que Jens llevaba cuando…

—¿Un zapato? —Lennart siguió mirándola—. Una sandalia de niño. ¿La has visto?

Julia asintió.

—¿La reconociste?

—Sí… quizá. —Julia levantó el vaso de agua—. Al principio estaba segura…, pero ahora no lo sé. —Miró al policía—. Fue hace tanto tiempo… Una piensa que nunca olvidará ciertas cosas, pero las olvida.

—Me gustaría verla —dijo Lennart.

—No habrá problema. —No sabía qué pensaría Gerlof de mezclar a la policía en ese asunto, pero no le importaba. Jens era
su
hijo—. ¿Crees que pueda significar algo?

—No creo que debamos esperar demasiado —observó Lennart. Se acabó la lasaña y añadió—: ¿Así que a su edad Gerlof se ha convertido en detective?

—Detective…, sí, quizá. —Julia suspiró, era agradable poder hablar de eso con otra persona que no fuera Gerlof—. Tiene muchas teorías, o como se diga. Vagas hipótesis…, no sé qué piensa realmente. Me dijo que le enviaron la sandalia por correo en una carta sin remitente, y me habló de un hombre que se llamaba Kant y que tenía…

—¿Kant? —repitió Lennart de repente. Parecía inquieto—. ¿Nils Kant? ¿Te habló de él?

—Sí —afirmó Julia—. Era de Stenvik, pero no vivía allí cuando nací. Hoy he estado en el cementerio, y he visto…

—Está enterrado en el cementerio de Marnäs —dijo Lennart.

—Sí, he visto la lápida —señaló Julia.

El policía miraba la mesa fijamente. Los hombros caídos; de pronto pareció muy cansado.

—Nils Kant… Se resiste a morir.

Öland, mayo de 1945

En el lapiaz una gran mosca de un verde reluciente llega zumbando bajo la luz del sol. Vuela en zigzag por el aire entre los enebros y la hierba y finalmente aterriza en la palma de una mano tendida. Las alas se detienen y el insecto estira las patas y se queda quieto, preparado para volar ante el menor peligro, pero la mano yace inmóvil sobre la hierba.

Nils Kant tiene aún la escopeta alzada y mira la mosca cuyas alas reposan sobre la mano del soldado alemán.

El soldado yace de espaldas en la hierba. Sus ojos están abiertos, el rostro vuelto hacia un lado, y podría pensarse que mira a la mosca sorprendido. Pero tiene medio cuello y el hombro izquierdo destrozados por el disparo de la escopeta de Nils, la sangre ha manchado la desgastada chaqueta del uniforme y el soldado no ve nada.

Nils respira y escucha.

Ahora no se oye siquiera el zumbido de la mosca, un silencio sepulcral reina en el lapiaz, aunque aún le pitan ligeramente los oídos por los dos disparos de la escopeta. Han debido de resonar por los alrededores, pero no cree que los haya oído nadie. No hay ningún camino en las cercanías, y la gente rara vez se interna tanto en el lapiaz. Está tranquilo.

Nils está muy tranquilo. Tras el primer disparo, tras el
disparo fortuito
que ha tumbado al primer alemán, ha sido como si dos manos invisibles le hubieran sujetado los hombros temblorosos y los hubieran asentado.

Venga, tranquilízate. La sangre había dejado de pulsar en sus dedos, sus manos ya no le temblaban y se había sentido más seguro que nunca al alzar su escopeta Husqvarna hacia el otro alemán.

La mirada fija, el dedo rozando el gatillo, el cañón apuntado con firmeza. Si la guerra era esto, o casi esto, se parecía mucho a cazar conejos.

—¡Dámelo! —ordenó de nuevo.

Alargó la mano y el alemán comprendió y entregó la pequeña y brillante piedra preciosa que le había enseñado a Nils con una ligera inclinación de la mano.

Nils sujetó la piedra entre sus dedos sin bajar la vista ni la escopeta y se la guardó en el bolsillo trasero. Asintió con la cabeza para sí mismo y muy lentamente rodeó el gatillo con el dedo índice.

El alemán levantó las manos, indefenso; en ese momento comprendió la gravedad de su situación, dobló las rodillas y abrió la boca, pero Nils no tenía intención de escucharlo.

—Heil Hiltler —dijo en voz baja, y disparó.

Una última explosión y después, silencio. Así de sencillo.

Los dos soldados yacen entre los enebros, uno medio echado hacia atrás con la espalda doblada sobre el otro. La mosca avanza hasta la yema del dedo índice del soldado que está encima, estira sus alas y se eleva sin esfuerzo. Nils la sigue con la mirada hasta que da la vuelta por detrás del gran enebro y desaparece.

Él da un paso adelante, apoya una bota contra el soldado y lo empuja. El cuerpo se desliza lentamente sobre su compañero y acaba tendido sobre la hierba. Así está mejor. Podría colocar a los soldados ordenados como para un verdadero funeral, pero así vale.

Nils mira los muertos. Los soldados parecen mayores, pero tienen su misma edad, y ahora que yacen quietos se vuelve a preguntar quiénes serán.

¿De dónde vendrían? No ha entendido lo que decían, pero está bastante seguro de que hablaban alemán. Sus uniformes están embarrados y ajados, los dobladillos deshilachados y las rodillas desgastadas. Ninguno de los dos va armado, pero el que yace encima del otro tenía un morral de tela colgada del hombro que ha caído a un lado tras desplomarse. No lo ha visto hasta ahora.

Nils se agacha y desata el morral, que está seco y casi sin sangre. Desdobla el pliegue de tela y ve unas pocas cosas: un par de latas de conservas sin etiqueta, un pequeño cuchillo con la empuñadura desgastada, un atado de cartas, media barra de pan negro seco. Unos trozos de cuerda, un par de vendas sucias marrones y un pequeño compás de latón sin pulir.

Nils coge el cuchillo y se lo guarda como recuerdo. No vale nada.

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