Read La escriba Online

Authors: Antonio Garrido

La escriba (26 page)

—¿Entonces?

—Simplemente, no es adecuado. Y creed que no digo esto en razón de su juventud. He de reconocer que cuando su paternidad lo propuso como ayudante, lo juzgué acertado. Sin embargo, los hechos se han obstinado en demostrarme lo contrario.

—Bueno. Decidme en qué os ha disgustado y veremos de solucionarlo.

—Pues en mil cosas, su paternidad. Para empezar, desconoce las minúsculas. Emplea ese antiguo alfabeto latino, todo en burdas versales, sin signos de puntuación ni espacios entre las palabras. Además, estropea pergaminos como quien se suena la nariz. Ayer, sin ir más lejos, emborronó la misma página dos veces. ¡Ah! Y, por supuesto, no sabe griego. Sí, pone entusiasmo; pero lo que yo necesito es un escriba, no un aprendiz.

—Podéis dar gracias de contar con ese muchacho. Es dócil y tiene una bonita letra. Además, vos sabéis griego. ¿Para qué necesitáis a otra persona?

—Ya se lo he explicado, su paternidad. La vista no me responde. A distancia soy capaz de distinguir un milano de un vencejo, pero de cerca, según pasan las horas, a duras penas diferencio una vocal de una consonante.

El obispo se rascó la barba y soltó un eructo.

—De todas formas, no sé cómo podría ayudaros. En el cabildo no conozco a nadie que sepa griego. Tal vez en el monasterio…

—También lo he preguntado —dijo Alcuino negando con la cabeza.

—Entonces habréis de conformaros.

—Quizá no. —Enarcó las cejas—. Hará un par de días conocí casualmente a una muchacha que necesitaba ayuda. Por fortuna, no sólo sabe leer, sino que también escribe con una letra inmaculada.

—¿Una muchacha? Seguro que estáis al corriente de la incapacidad de la mujer para asuntos del conocimiento. ¿No os habrá atraído por motivos más mundanos? —le guiñó el ojo con picardía.

El fraile endureció el semblante.

—Os aseguro que no, paternidad. Necesito una escriba, y su presencia más bien obedece a un regalo de la providencia.

—Si ése es vuestro capricho, haced lo que creáis. Pero que no ande de noche por el cabildo, no vaya a soliviantar al resto del clero.

Alcuino quedó satisfecho. Bebió un poco de vino y se sirvió otro trozo de pastel. En ese momento recordó el tema del Marrano y le preguntó a Lotario por la causa que lo llevaría al patíbulo.

—Parecéis angustiado por el asunto —aventuró el obispo tras engullir un bocado de pastel más grande que su propia boca—. De hecho, cuando os invité al acto, no mostrasteis demasiado interés, y debo reconocer, fray Alcuino, que eso me ha inquietado.

—Os ruego me disculpéis si no comparto vuestro entusiasmo —se sirvió un exiguo trozo de queso—, pero nunca fue de mi agrado tratar la muerte como un acontecimiento. Tal vez si conociese los detalles de lo sucedido, comprendería mejor vuestra postura, aunque en cualquier caso, no os preocupéis más allá de lo necesario: os acompañaré a la ejecución y rezaré por el alma del reo.

Lotario apartó el pan de un manotazo.


Actio personalis moritur cum persona
. Aquí en Fulda, el clero es respetuoso con la ley, del mismo modo que supongo lo será en vuestro país britano. Nuestra humilde presencia no sólo reconforta al reo en su última vicisitud terrena, sino que además infunde el necesario respeto en la muchedumbre, que, como sabréis, por naturaleza está tentada de seguir ejemplos contrarios a la doctrina de Nuestro Salvador.

—Y yo admiro tan loables intenciones —respondió Alcuino—. Sin embargo, considero que ciertos espectáculos no consiguen más que provocar la distracción de la plebe y acentuar los bajos instintos. ¿Acaso vos mismo no habéis comprobado cómo tuercen sus caras en grotescas muecas cuando aplauden la agonía del ajusticiado, no habéis oído las soeces blasfemias que pronuncian mientras el reo se retuerce bajo la horca, o no habéis percibido sus miradas lujuriosas, empañadas aún por los efectos del vino?

El obispo dejó de engullir y retó a Alcuino con la mirada.

—¡Escuchadme atentamente! Ese bastardo asesinó a una muchacha que estaba en la flor de la vida. La degolló con una hoz y profanó su cuerpo inocente.

Alcuino se atragantó y echó fuera el bocado. No había imaginado que el suceso alcanzara tal gravedad.

—Un crimen verdaderamente horrendo —dijo—. Del que nada sabía. Pero aun así, ese castigo…

—Querido hermano. La ley no la dictamos nosotros, humildes siervos de Dios. Son los capitulares de Carlomagno los que hablan al respecto. Además, no entiendo qué justificación podéis esgrimir ante la aplicación de un escarmiento tan íntegro.

—No, no. Por favor. No me malinterpretéis. Opino como vos que el crimen ha de ser castigado, y que el castigo, para que obre justicia, debe estar en consonancia con la perversidad del delito cometido. Lo que ocurre es que esta mañana, después del oficio de
tercia
, escuché a unos capellanes un comentario desconcertante.

—Decidme, pues, de qué hablaban.

—Dijeron que ese pobre retrasado, aludiendo al condenado, no debería haber nacido. ¿Sabéis vos a qué podían referirse?

—Vos mismo lo habéis dicho. Hablaban de ese cretino. No veo en esas palabras nada que os hubiera de intrigar —repuso Lotario mientras se servía otro trozo de calabaza.

—El caso es que les pregunté sobre el Marrano, creo que fue así como le llamaron. Me contaron que es retrasado de nacimiento, y que hasta el día del asesinato no había causado problemas serios. Añadieron que en alguna ocasión había asustado a alguien, pero más a causa de su aspecto desaliñado que por su propio comportamiento, y que nadie habría imaginado que fuera capaz de cometer un acto tan cruel y abominable.

—Y cierto es todo lo que os han dicho. Por lo visto, querido Alcuino, sabéis del caso bastante más de lo que parece.

—Sólo los detalles que os acabo de relatar. Sin embargo, ignoro cómo se determinó su culpabilidad. Por favor, decidme, ¿acaso fue sorprendido mientras atacaba a la joven? ¿Le vio un testigo por los alrededores? ¿O tal vez alguien halló sus ropas ensangrentadas?

El obispo se levantó y apartó el plato bruscamente.


Habet aliquid ex inicuo omne magnum exemplum, quod cautra ángulos, utilitate publica rependitur
. El monstruo es culpable. Fue juzgado y condenado. Y como cualquier cristiano de bien, espero que aplaudáis cuando lo enviemos al infierno.

A Alcuino le sorprendió aquella reacción. No había pretendido enjuiciar su forma de obrar, sino tan sólo hacer un comentario, pero al punto comprendió que había conducido la conversación de un modo irreverente. En realidad no tenía ningún motivo para cuestionar la opinión de Lotario.

—Querido padre, le ruego sepa perdonarme —se disculpó—. Si aún lo considera oportuno, cuente el lunes con mi presencia.

Lotario le miró de arriba abajo.

—Eso espero, fray Alcuino. Y le sugiero que piense más en las víctimas y se despreocupe de los asesinos. Ni para ellos, ni para los que les comprenden, hay lugar en el Reino de los Cielos —dijo Lotario mientras se retiraba sin despedirse.

Alcuino advirtió tarde lo necio de su comportamiento. Ahora Lotario le tomaría por un britano presuntuoso con más ganas de querer demostrar su superioridad que de ocuparse de sus propios asuntos. Y lo peor de todo era que estaba seguro de que, tarde o temprano, aquel enfrentamiento le granjearía algún disgusto.

Terminado el desayuno, se encaminó hacia las cocinas para aprovisionarse de un par de manzanas con las que alimentarse a mediodía. Las escogió maduras y amarillas, muy perfumadas, como le gustaban. Luego se dirigió a la antigua biblioteca ubicada en la parte opuesta del palacio. Le dijeron que el obispo había mandado construirla en el extremo sur del edificio, orientada hacia el interior del atrio, a fin de preservarla del viento y las humedades.

Cuando abrió la puerta, le extrañó encontrar a Theresa sentada en el único banco que escoltaba el
scriptorium
. La joven manejaba la pluma en el aire como si escribiera sobre un pergamino imaginario, pero la movía con tal delicadeza que en lugar de escribir daba la sensación de estar interpretando una suerte de danza. Alcuino imaginó que intentaba ejercitarse, pero lo cierto era que, sin duda, ya disponía de las aptitudes necesarias para el delicado arte de la copia.

—Buenos días —la interrumpió—. No recordaba que hoy vinieras al cabildo.

La joven dio un respingo y dejó la pluma sobre el
scriptorium
. Se quedó mirando boquiabierta a Alcuino y de repente se levantó como si la hubieran pinchado en el culo.

—Estaba… estaba practicando —se excusó—. Mi padre dice que si se practica lo suficiente, uno puede llegar hasta donde quiera.

—Eso casi siempre es cierto, con mucha práctica… y yo diría también que con mucha fe. Para progresar hay que creer en lo que se hace. Por cierto, ¿te gusta tu oficio? Quiero decir… ¿Te gusta trabajar como
percamenarius?

La muchacha no respondió enseguida y sus mejillas se encendieron.

—No quisiera parecer desagradecida, pero tan sólo lo hago para estar cerca de los libros —dijo al cabo.

—Aprecio un sentimiento de culpa, cuando debería ser lo contrarío —repuso él—. La Divina Providencia cuida de que cada cual desempeñe el puesto que Ella haya proveído. Y el tuyo no tiene por qué ser el de una perfecta encuadernadora.

La muchacha permaneció cabizbaja un momento. De repente se le iluminó el rostro.

—¡Leer! ¡Eso me encanta! Siempre que puedo aprovecho para leer, y cuando lo hago, creo viajar a otros países, conocer otras lenguas o vivir otras vidas. —Sus ojos se movían de un lado a otro como intentando escenificarlo—. No creo que exista nada igual. En ocasiones incluso imagino que escribo. Pero no me refiero a copiar como un amanuense, sino a redactar mis propios pensamientos. —Se detuvo como si hubiese dicho una tontería—. No sé… Mi madrastra siempre decía que tengo la cabeza llena de pájaros, que bastante mal hago con tener un oficio de hombres y que debería casarme y parir hijos.

—Nunca se sabe. Tal vez sea ése el camino que el Señor te haya deparado. ¿Cuántos años tienes? ¿Veintidós?… ¿Veinticuatro?… Fíjate en mí. Ya he cumplido los sesenta y soy un simple maestro. Tal vez no sea demasiado, pero me siento feliz desempeñando las tareas que Dios tuvo a bien encomendarme.

—Entonces, ¿no depende de mí? Quiero decir… ¿Dios ya ha decidido mi futuro?

—Veo que aún no has leído
La Ciudad de Dios
, pues de lo contrario sabrías lo que el santo de Hipona ilustró con meridiana claridad en sus legajos: los astros, como ciertamente se ha demostrado, tienen en su disposición y movimientos las llaves de nuestro destino.

—¿Y vos podéis averiguarlo?

—No resulta tan fácil. Sería necesario elaborar tu pliego astral, conocer el momento exacto de tu alumbramiento, determinar la posición que ocupaba el sol en el firmamento y desde luego, muchos, muchos días de trabajo.

Theresa se quedó desconcertada. De repente torció el gesto y volvió a sentarse.

—Pero si lo que decís es cierto, ¿no significaría eso que los astros son más poderosos que la Divina Providencia?

—Pues no exactamente. Y no soy yo quien lo afirma, sino el mismísimo san Agustín, quien en sus textos se pregunta qué otra cosa son los astros sino simples instrumentos de Dios, obra Suya, y espejo de Sus celestiales propósitos. El Hacedor no nos dio el alma para ser esclavos de un destino. Nos otorgó el libre albedrío para distinguirnos de los cuadrúpedos, de las bestias salvajes que pueblan este mundo. Y ese albedrío es el que en tu interior te dice que debes perseverar en la escritura. Que servirás mejor a Sus propósitos leyendo y escribiendo, en lugar de malgastar tu vida cosiendo páginas y escaldando cueros.

—Mi padre siempre me decía lo mismo. Con otras palabras, desde luego, pero más o menos lo mismo… —Entonces se le ocurrió algo—. ¿Vos podríais enseñarme?

—¿Enseñarte? ¿A qué?

—Habéis dicho que sois maestro. Podría aprender lo que enseñáis a vuestros alumnos.

Al principio el fraile dudó, pero finalmente se mostró conforme. Establecieron que tras la jornada de escritura dedicarían un par de horas al estudio del
trivium
y el
cuadrivium
, ya que la lectura y la escritura las dominaba con soltura. Una vez superadas las materias básicas, profundizarían en el estudio de las Sagradas Escrituras. De repente, Alcuino se levantó como si recordara algo.

—¿Te apetece caminar un rato? —le propuso.

—¿Y la escritura?

—Lleva contigo un par de tablillas. Ya verás como las utilizamos.

Capítulo 14

Antes de salir, Alcuino ordenó a Theresa que aguardase mientras le comentaba un asunto al obispo. Luego el fraile se dirigió a las dependencias del eparca, donde fue recibido por su secretario particular. Tras explicarle su propósito, el secretario, un viejo contrahecho al que parecía dolerle hasta el hábito, se incorporó y desapareció tras unos cortinajes rojos, de los cuales regresó al poco con andares parsimoniosos.

—Su paternidad os recibirá por la noche. Ahora se encuentra atareado con un emisario llegado de Aquis-Granum.

—Pero es preciso que le vea.

—Os repito que está ocupado. Además, no es buen momento. Al parecer, se ve obligado a retrasar la ejecución del Marrano, y eso le ha soliviantado.

—¿Un retraso? No entiendo.

—Carlomagno se acerca a Fulda con una legación romana, y sabiendo de su venida, resultaría desconsiderado privar al rey del espectáculo.

—Perfecto —asintió, sin ocultar su satisfacción—. A propósito, ayer estropeé mi estilo y necesitaría fabricarme otro. ¿Sabríais indicarme dónde conseguir plumas de ganso?

—¿Plumas de ganso? No sé. De esos asuntos se ocupa el chambelán, que ahora se encuentra en la plaza, ultimando los detalles de la ejecución. Pero si va a la Taberna del Gato, allí encontrará quien le diga. Hay varias granjas con patos y pollos por los alrededores.

«Patos y pollos.» ¡Patos y pollos ya tenían en los corrales de las cocinas! ¿Es que nadie en el cabildo sabía que las plumas de ganso eran las únicas apropiadas para la escritura? Recordó entonces que aquélla no era la primera vez que oía hablar de la Taberna del Gato. De hecho, aquel lugar debía de ser bastante popular, pues hasta el mismo obispo no había dudado en referirle el delicioso hidromiel que se dispensaba en aquella fonda. Alcuino le dio las gracias y se encaminó hacia el lugar donde aguardaba Theresa.

Other books

Suddenly, a Knock on the Door: Stories by Etgar Keret, Nathan Englander, Miriam Shlesinger, Sondra Silverston
Kill Station by Diane Duane; Peter Morwood
His Other Lover by Lucy Dawson
The Egypt Code by Robert Bauval
Censoring an Iranian Love Story by Shahriar Mandanipour


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024