Authors: Antonio Garrido
No se despidió de la Negra porque estaba tan borracha que ni siquiera logró levantarse. En el establo, Theresa advirtió que el carro de Althar lucía como nuevo, pues el herrero, además de reparar el buje, también lo había lijado. Se situó junto a Hóos y lo abrigó para protegerle del rocío. Luego Althar hizo restallar el látigo y el animal emprendió parsimoniosamente el camino.
Las callejuelas se sucedieron mientras las primeras almas abandonaban sus casas para desplazarse a los campos. Siguiendo las indicaciones del barbero, se dirigieron hacia el flanco meridional de la abadía, donde, según sus palabras, encontrarían al boticario trabajando en el huerto. Debía de ser temprano, porque a través de la alambrada de zarzo no se divisaba ningún jornalero. Althar se apeó del carro y ayudó a acomodar a Hóos sobre un tocón cercano.
—Hemos llegado —anunció el viejo.
Un escalofrío sacudió a Theresa, que no supo si obedecía a la helada o al hecho de quedarse sola de nuevo. Miró agradecida a Althar y se abrazó a él cuando éste le extendió los brazos. Luego se apartó con los ojos brillando.
—Nunca le olvidaré, cazador de osos. Ni a Leonora. Dígaselo.
Él se frotó los párpados. Luego hurgó entre sus ropajes y sacó una bolsa de monedas que ofreció a Theresa.
—Es todo lo que conseguí. —Ella se quedó boquiabierta—. Por tu cabeza de oso —añadió él.
Althar se despidió de Hóos con un gesto. Luego arreó al caballo y lentamente desapareció entre las callejuelas anegadas por el barro.
Transcurrió un rato antes de que las campanadas de
prima
anunciaran el inicio de la actividad en el monasterio. Al poco se abrió una portezuela, y de la misma salieron varios monjes que comenzaron a merodear por las veredas del huerto. Los más jóvenes se dedicaron a limpiar y desbrozar perezosamente la maleza, mientras el más viejo, un fraile alto y desgarbado, se entretenía en examinar los arbustos agachándose de vez en cuando para acariciarlos. Theresa se dijo que el alto debía de ser el boticario, no sólo por su edad, sino también porque lucía la sarga de monje en lugar de la más tosca de novicio. El fraile alto continuó mata por mata en parsimoniosa inspección, hasta alcanzar el lugar donde aguardaba Theresa. En ese momento, ella aprovechó para chistarle.
—¿Quién anda ahí? —preguntó el monje, e intentó vislumbrar a través del seto de zarzo.
Theresa se encogió como un conejo asustado.
—¿Fray Herbolario? —preguntó con un hilo de voz.
—¿Quién le busca?
—Me envía Maurer, el barbero. Por el amor de Dios. Ayúdenos.
Al apartar las zarzas, el fraile divisó a Hóos con el espinazo encorvado, doblado sobre sí mismo a punto de caer del tocón. De inmediato ordenó a dos novicios que lo trasladaran al interior del cercado. Theresa les siguió sin preguntar, cruzando por los corrales hasta un edificio achaparrado protegido por una puerta con un tosco candado. El fraile sacó de entre sus mangas una llave y tras un par de intentos empujó la puerta, que cedió con un crujido. Luego los novicios acomodaron a Hóos sobre una mesa tras apartar varios cuencos y, siguiendo las indicaciones del fraile, regresaron al huerto para continuar escardando y reparando las cercas. Theresa aguardó en el umbral de la puerta.
—No te quedes ahí fuera —dijo el fraile mientras componía los botes, tarros, frasquillas y redomas que trastabillados y desordenados se amontonaban a ambos lados de la mesa—. De modo que te envía el barbero, ¿eh? ¿Y dijo él que yo te ayudaría?
Theresa pareció comprender.
—Traje esto para vos. —Y le ofreció el pastel de carne preparado por Helga
la Negra
.
El fraile le echó un vistazo y lo apartó a un lado sin prestarle atención. Luego se volvió hacia la mesa y continuó ordenando los tarros mientras interrogaba a Theresa sobre el origen de la fiebre. Se mordió el labio al oír lo del pulmón.
Desplazó a un lado un alambique de desecado y sorteó una prensa de madera que aparecía ligeramente inclinada. Luego cogió una balanza de mano y un frasco que llenó de agua de un pozo interior, midió la cantidad y se dirigió hacia un enorme aparador donde descansaban decenas de recipientes de cerámica, entre los que comenzó a buscar algo. Theresa observó que le costaba distinguir los nombres escritos por la forma en que guiñaba los ojos.
—Veamos:
Salix Alba… Salix Alba..
. —dijo acercando la nariz hasta rozar los tarros—. ¿Sabes? La salud es la integridad del cuerpo, el equilibrio de la naturaleza a partir de lo cálido y lo húmedo. Eso es la sangre. De ahí que se diga
sanitas
, como si se dijera
sanguinis status
. —Sacó un tarro, lo miró y volvió a dejarlo en su sitio—. Todas las enfermedades tienen su origen en los cuatro humores: la sangre, la bilis, la melancolía y la flema. Cuando aumentan por encima de lo natural, se producen las enfermedades. La sangre y la bilis originan las dolencias agudas, mientras que la flema y la melancolía producen las crónicas. ¿Dónde habrán puesto la corteza de sauce?
—
Salix Alba
. Aquí está —indicó Theresa.
El monje la miró con extrañeza. Luego se dirigió al tarro que señalaba la muchacha y comprobó que así era.
—¿Sabes leer? —preguntó incrédulo.
—Y también escribir —respondió ella sin pudor.
El fraile enarcó una ceja, pero no comentó nada al respecto.
—Tiene flema en el pulmón —explicó—, para lo que no existe un único tratamiento. Disponemos de tal cantidad de tinturas, ensalmos y pociones, que dar con el adecuado nos llevará algún tiempo. Fíjate en este remedio. —Sacó una brizna de corteza del tarro—. Cierto es que el sauce infundido en leche disminuye la fiebre, pero igualmente lo consigue la harina de cebada disuelta en agua tibia, o el azafrán con miel. Cada remedio se comporta de distinta forma conforme a las distintas mezclas de sus proporciones, y cada paciente se revela distinto, como distintas son las naturalezas de los órganos que lo componen. Pulmones débiles o malheridos a veces sanan como por ensalmo, mientras que otros, en apariencia vigorosos y saludables, se inflaman sin motivo con la llegada de la primavera. Por cierto… ¿a qué se dedica este joven?
—Posee tierras en Aquis-Granum —aclaró, y aprovechó para contarle que ella se hospedaba con Helga
la Negra
hasta que encontrase algún trabajo.
—Interesante —comentó él. Dejó el tarro de sauce y cruzó la sala hasta una hornera que encendió con un candil—. Dios nos envía las enfermedades, pero igualmente nos ofrece los remedios para mejorarnos. Y del mismo modo que para alcanzar el paraíso estudiamos sus palabras, debemos estudiar las de Empédocles, Galeno, Hipócrates o incluso Plinio, para encontrar la curación, ya sea bajo el polvo de un mineral de alumbre, ya sea entre las glándulas del prepucio del castor. Sujeta esta tintura —ordenó.
La muchacha aferró el recipiente en que el fraile había vertido un hervor oscuro. Le preocupaba que hablase tanto porque temía que de repente apareciese el enviado eclesial mencionado por Maurer, y les expulsase del monasterio antes de que el boticario aplicara el tratamiento.
—Y si hay varios remedios, ¿por qué no utilizarlos todos? —preguntó.
—
Alibi tu medicamentum obligas
. Déjame eso. —El fraile añadió un polvo claro y batió el suero que se enturbió hasta convertirse en blanquecino—. «Medicina» proviene de «medida», es decir, de la moderación, que es la premisa que debe guiar todos nuestros actos. Griegos fueron los padres de este arte iniciado por Apolo y continuado por su hijo Esculapio. Más tarde fue Hipócrates quien retomó su saber y lo elevó con sus conocimientos cautos y sabios. A él debemos su forma de entender la curación, basada en el razonamiento, la experimentación y la observación.
Theresa se impacientaba.
—Pero ¿cómo lo curaréis?
—La pregunta no es tanto «cómo», sino «cuándo». En cuanto a la respuesta, no depende de mí, sino de él. Así pues, deberá permanecer aquí hasta que eso suceda… si es que llega a suceder.
—La verdad, no creo que sea buena idea. El barbero nos comentó que la semana pasada llegó a la abadía un monje extranjero enviado por Carlomagno, y si es tan severo como dicen, me asusta que pudiera reprocharos algo.
—¿Pues qué habría de decirme?
—No sé. Según parece, la abadía sólo se ocupa de sus propios enfermos, y si ese hombre se entera de que auxiliáis a un desconocido…
—¿Cómo se llama?
—No sé. Sólo recuerdo que era un fraile extranjero.
—Me refiero al herido.
—Perdón —respondió azorada—. Larsson. Hóos Larsson.
—Pues bien, señor Larsson, un placer conocerle. Y una vez hechas las presentaciones, asunto solucionado.
Theresa esbozó una sonrisa, pero insistió.
—Si por cualquier causa ese hombre expulsa a Hóos antes de su curación, no podría perdonármelo.
—¿Y qué te hace pensar así? Por lo que sé, ese «recién llegado» no es ningún demonio. Tan sólo pretende imponer orden en la abadía.
—Pero el barbero dijo…
—Por Dios, olvida al barbero. Además, para tu tranquilidad te aseguro que ese enviado de Carlomagno no se enterará de que Hóos se hospeda en la botica.
—Intentad comprenderme. Estoy muy preocupada. ¿Me aseguráis que, si Hóos se queda aquí, se recuperará?
—
groto dum anima est, spes est
. Mientras hay vida, hay esperanza.
Theresa imaginó que tanta amabilidad no sería gratuita, de modo que sacó la bolsa con monedas que le había entregado Althar y se la ofreció. El fraile le prestó la misma atención que al pastel de carne.
—Guárdalo. Ya me lo compensarás de otro modo. O hagamos una cosa: vuelve mañana después de
tercia
y pregunta por el cirellero. Dile que fray Alcuino te está esperando. Tal vez pueda encontrarte un trabajo.
Cuando se lo contó a la Negra, ésta no dio crédito. —Seguro que ese boticario busca algo malo —afirmó. —¿A qué te refieres?
—Espabila, muchacha. Algo malo contigo.
—A mí me pareció honesto. En vez de comerse el pastel, se lo entregó a los novicios.
—A saber si no estaba ya empachado.
—¡Si es flaco como un palillo! Oye —rio nerviosa—. ¿De qué clase de trabajo crees que se tratará?
—Pues si el boticario se comporta como Dios manda, quizá te emplee de doméstica, que los frailes mucho rezar y luego ensucian como puercos. O a lo mejor tienes suerte y necesita una cocinera, que tampoco te vendría mal para coger unas libras de peso. Pero si quieres que te sea sincera, hay decenas de muchachas dispuestas a limpiar letrinas, así que no entiendo su interés en contratar a una joven tan fina. En fin. Ándate con tiento y cuida bien de tu trasero.
Pasaron la mañana cocinando y ordenando la taberna. En la estancia principal había varios toneles que hacían las veces de mesas, algunos taburetes, una banca corrida y una tela colgante que separaba la zona de los clientes de la de la cocina. Junto al hogar, un anafre de hierro, dos trébedes, diversas pailas, un enjambre de sartenes, una caldereta, paletas de madera, cántaros y orzas desportillados, y un sinfín de jarras y platos amontonados a la espera de que llegase el agua del pozo para limpiarlos. Helga le explicó que había trasladado la bodega al altillo porque cuando guardaba el vino en la cocina, a la que se descuidaba, se lo sisaban. Detrás se ubicaba el almacén, mitad corral mitad gallinero, en que cada noche ejercía su oficio.
A mediodía comieron de las raciones que habían preparado para servir en la taberna, y volvieron a comentar el episodio del monasterio. Cuando terminaron, Helga propuso ir a la plaza mayor para ver al Marrano, un reo a quien acusaban de un terrible delito. Dijo que se arreglarían el cabello y se entretendrían contemplando cómo los muchachos le arrojaban berzas y nabos, y de paso comprarían algún afeite para perfumarse el cuerpo. Theresa acabó aceptando y salieron canturreando hacia la plaza del mercado.
Aunque los golpes propinados por los guardias habían convertido el cuerpo del Marrano en un pegote de carne magullada, aún se le apreciaba el rostro arrugado y lampiño del que provenía su apodo. El hombre permanecía acurrucado de rodillas, atado a un madero y vigilado por dos hombres armados con espadas. Theresa supuso que era un retrasado porque sus ojillos temblaban asustados, como si intentase comprender lo que le estaba ocurriendo. Decenas de personas lo rodeaban, amenazándolo y maldiciéndolo. Un muchacho azuzó a un perro para que le mordiera, pero el animal se revolvió y salió huyendo. Helga compró dos cervezas a un vendedor ambulante y buscó un lugar desde donde contemplar el espectáculo, pero varias mujeres la señalaron con el dedo, así que finalmente decidió retirarse a un sitio más discreto.
—Nació tonto, pero en treinta años nadie imaginó que fuera peligroso —le contó a Theresa mientras acomodaba su culo contra un murete.
—¿Peligroso? ¿Qué ocurrió?
—Antes nunca había dado problemas, pero la semana pasada encontraron desnuda y despatarrada en la ribera del río a una muchacha a la que solía importunar. Le había cortado el cuello.
Theresa no pudo evitar rememorar el incidente con aquellos sajones que habían intentado violentarla. Entonces apuró su cerveza y pidió a la Negra que volvieran a la casa. La mujer accedió de mala gana, porque hacía tiempo que en Fulda no escarmentaban a un asesino, aunque se conformó diciéndose que ya disfrutaría el día del ajusticiamiento. De regreso se detuvieron a comprar los afeites que Helga utilizaba para ejercer su oficio. Eligió un frasco con aroma a resina de pino y otro más profundo, parecido al incienso. Theresa no comprendió por qué en lugar de cobrarle por los afeites, el comerciante le guiñaba un ojo y quedaba con ella para luego.
Por la tarde acudieron a la taberna dos borrachos que bebieron vino barato hasta que se les acabó el dinero. Cuando marcharon, Theresa propuso a Helga acercarse al monasterio para saber del estado de Hóos, pero Helga le recomendó que esperase a la cita concertada con el boticario. Por la noche se presentaron en la taberna tres jovenzuelos que cenaron, rieron y se fueron. Al poco llegaron cinco jornaleros que apestaban a sudor, en busca de alimento. Tomaron asiento cerca del fuego, pidieron cerveza en abundancia y bromearon sobre cuál de las dos mujeres acabaría antes con las enaguas por los suelos. Después de atenderles, la Negra dejó a Theresa a cargo de la cocina y salió en busca de unas amigas, ya que pronto las necesitaría. Regresó del brazo de dos mujeres pintarrajeadas, vestidas con ropas coloridas, que nada más llegar se sentaron en los regazos de los jornaleros para chillar y reír al compás de sus caricias. Uno de ellos deslizó la mano bajo la falda de la que tenía encima y la mujer fingió un gritito. Otro ya bebido ofreció un trago a la suya y derramó el vino por su escote, pero la joven, en lugar de reprochárselo, le respondió enseñándole un pecho. En aquel instante, Theresa comprendió que lo más apropiado sería retirarse, pero uno de los jornaleros lo advirtió y se interpuso en su camino. Por fortuna, la Negra lo tranquilizó prometiéndole al oído una noche de desenfreno. Luego dijo a la joven que fuera al almacén y se encerrara en la bodega.