Authors: Antonio Garrido
Olaf le miró incrédulo. No se atrevía a andar sin la muleta, pero Izam le animó. Tras un par de intentos logró atravesar la estancia. Cuando llegó a los brazos de Lucilla, la mujer rompió a llorar como si realmente le hubiera crecido una pierna nueva.
Pasaron el tiempo ajustando los mecanismos y comentando la simplicidad de la articulación. Izam le explicó que usando lamas de distinto grosor, lograría graduar la flexibilidad y la dureza. Después salieron fuera para comprobar su funcionamiento. Mientras pisó en piedra, Olaf caminó sin dificultad, pero al intentarlo entre los surcos, advirtió que la madera se hundía en los terruños.
—Le acoplaremos un pie que solucione el problema —aseguró Izam.
De vuelta a la cabaña, Lucilla le ofreció a Izam el conejo que había guisado para Olaf y sus hijos. Era el único alimento del que disponían, así que Izam lo rechazó. Mientras tallaba la extremidad, el joven ingeniero admitió para sí que las molestias que se estaba tomando en realidad obedecían a su interés por Theresa. Le intrigaba que una muchacha tan joven y bonita fuera capaz de afrontar una tarea de tal envergadura, y lo cierto era que, ahora que lo pensaba, desde el primer instante se había esforzado en agradarle y estar cerca de ella.
Probó una vez más el pie de madera antes de ensamblarlo en la extremidad de la pierna. Una vez insertado, lo giró adelante y atrás para comprobar que no se atascaba. Explicó a Olaf que el pie disponía de juego, pero que podría quitarlo si veía que le molestaba.
Luego hablaron del arado.
Izam comentó las ventajas de la reja de hierro y el uso de la vertedera. Los arados de madera como el de Olaf se rompían con facilidad y apenas si penetraban en la tierra. En cuanto a la vertedera, ésta permitía apartar la tierra removida, mantenía el surco abierto y aireaba el terreno para que la simiente agarrara con fuerza. Con la primavera llegaría el período de la siembra, de modo que debían darse prisa para arar las parcelas ya roturadas. Olaf le indicó que en cuanto terminara, comenzaría a desbrozar el terreno que aún permanecía salvaje.
Después de alabar la limpieza de la vivienda y la sorprendente zanja que conducía el agua hasta la cabaña, Izam se despidió. No dijo si regresaría, pero Theresa deseó que lo hiciera.
La segunda semana sirvió para confirmarle a Olaf que su nueva pierna supliría con creces la vieja muleta. De hecho se encontró tan a gusto que, pese a las rozaduras que le produjo en el muñón, pasó varios días sin desprendérsela. Había aprendido a hundir el arado apoyándose en la pierna auténtica y aprovechar la rigidez de la postiza para equilibrar el empuje. A veces, cuando debía realizar labores pesadas, introducía el pasador que atrancaba la rodilla para emplear mejor su fuerza.
Lucilla y los niños estaban felices. Y él, más todavía.
Al amanecer se levantaban para arar los campos. Olaf abría la tierra y a continuación Lucilla sembraba el centeno, mientras los chiquillos corrían detrás de ellos espantando los pájaros que intentaban comerse las semillas. Luego, tras el sembrado, cubrían los surcos con tierra previamente machacada con una maza. Por las tardes, después de terminar sus faenas, Theresa y Helga subían desde el poblado para traerles algún apero, comida, o telas viejas con que confeccionar ropa para los chavales.
Lucilla y Helga pronto hicieron buenas migas. Hablaban de críos, del embarazo, de los guisos, y de los comadreos que sucedían en la villa sin que las lenguas les desfallecieran. A veces Helga se sentía importante ordenándole a Lucilla que arreglara la vivienda.
Aunque le dedicara menos tiempo, Theresa continuaba auxiliando a Alcuino en la copia y traducción de documentos. Acudía temprano al sc
riptorium
y permanecía allí hasta el mediodía, transcribiendo los textos que le encomendaba el fraile. Sin embargo, éste había trocado el trabajo caligráfico por otro de tipo teológico en que ella apenas si participaba, lo que le hizo imaginar que llegaría el día en que Alcuino prescindiría de su ayuda.
De vez en cuando se presentaban en el
scriptorium
varios sacerdotes de mirada altiva que entraban sin avisar y se sentaban junto a Alcuino. Eran romanos, y formaban parte de la delegación papal que permanentemente acompañaba a Carlomagno.
Theresa los bautizó como «los escarabajos» porque siempre vestían de negro. Cuando los escarabajos venían al
scriptorium
, ella debía abandonar la estancia.
—Esos religiosos que acuden al
scriptorium
, ¿también son monjes? —se interesó un día ella.
—No —sonrió—. Quizá lo fueron hace tiempo, pero ahora son clérigos pertenecientes al cabildo romano.
—Monasterios… cabildos… ¿Acaso no es todo lo mismo?
—Pues obviamente no. Un monasterio o abadía es un recinto donde los frailes se recluyen para orar y pedir por la salvación de los hombres. Generalmente son lugares cerrados, a veces apartados de las ciudades, con leyes y tierras propias, gobernados por un prior o un abad conforme a su mejor criterio. En cambio un cabildo es una congregación abierta, compuesta por un conjunto de sacerdotes guiados por un obispo que administra una diócesis. —Vio la expresión de Theresa y continuó—. Para que lo entiendas, en Fulda conviven, de un lado, la abadía; con su abad, sus frailes, sus órdenes y sus muros. Y de otro, el cabildo; con su obispo, sus clérigos y sus responsabilidades eclesiásticas. Los frailes rezan sin abandonar el monasterio, mientras que los clérigos del cabildo atienden a los lugareños en las iglesias.
—Siempre me he confundido con los clérigos, los frailes, los obispos, los diáconos… ¿Es que no son todos curas?
—Por supuesto que no —rio—. Por ejemplo, yo mismo me he ordenado diácono y, sin embargo, no soy sacerdote.
—¿Y cómo puede ser eso?
—Quizá parezca un tanto equívoco, pero si prestas atención te será fácil entenderlo. —Cogió la tablilla de cera de Theresa y trazó una cruz en la parte superior del cuadrilátero—. Como ya sabes, la Iglesia está gobernada por el Santo Pontífice Romano, el llamado Papa o Patriarca.
—En Bizancio también hay un papa —repuso ella, ufana. Era una de las pocas cosas que sabía.
—Efectivamente. —Y añadió otras cuatro cruces a la primera—. El Papa de Roma gobierna el Patriarcado de Occidente.
Ahora bien, a éste hemos de sumarle los cuatro de Oriente: el de Constantinopla, el de Antioquia, el de Alejandría y el de Jerusalén. Cada Patriarcado tutela los distintos reinos o naciones sometidos a su jurisdicción a través de las Archidiócesis Principales o Primacías, que están encabezadas por el arzobispo más antiguo del reino de que se trate.
—Que serían como los gobernadores espirituales de cada nación —aventuró la muchacha.
—Mejor que gobernadores, convendría llamarlos guías. —Y dibujó debajo de la primera cruz un círculo correspondiente a la Primacía—. Bien. De esa Archidiócesis Principal depende un conjunto de arzobispados. —Y trazó pequeños cuadrados correspondientes a las archidiócesis.
—Papado, archidiócesis más antigua, archidiócesis…
—Veo que vas comprendiendo —sonrió—. Cada archidiócesis, con su obispo a la cabeza, gobierna en una provincia eclesiástica, que a su vez abarca varias diócesis de las que se hace cargo un obispo, también llamado mitra.
—Papado, archidiócesis más antigua, archidiócesis y diócesis.
—Correspondiéndose con Papa, arzobispo más antiguo, arzobispo y obispo.
—No es tan complicado —admitió ella—. Y estos clérigos romanos pertenecen al Papado…
—Así es, aunque no significa que hayan sido antes obispos. En realidad, las más de las veces son las relaciones de parentesco y amistad las que otorgan los cargos. —Miró a Theresa con cierta suspicacia—. Dime una cosa, ¿a qué este repentino interés por los curas?
Ella apartó la mirada, ruborizada. Estaba preocupada por la falta de tareas de escritura y pensó que cuanto más supiera de asuntos religiosos, más fácil le resultaría conservar su trabajo.
En cierta ocasión Alcuino le indicó a Theresa que la embajada papal se había desplazado hasta Fulda, como etapa intermedia en su viaje hacia Würzburg. La embajada transportaba unas reliquias con las que Carlomagno pretendía frenar las continuas insurrecciones al norte del Elba, y en breve partiría hacia la ciudadela para depositar los santos despojos en su catedral. Cuando le comunicó que él formaría parte de la expedición, Theresa echó un borrón sobre el pergamino en que trabajaba.
Por la tarde se encontró con Izam de camino a las caballerizas. El joven se interesó por la marcha de los terrenos, pero Theresa apenas le prestó atención porque en su cabeza sólo cabía Würzburg. Cuando Izam se despidió, ella se lamentó por haberse mostrado grosera.
Aquella noche apenas pudo conciliar el sueño.
Imaginó a su padre humillado y deshonrado. Cada noche desde su huida había pedido a Dios que pudiera perdonarla. Los echaba de menos; a él y a su madrastra. Añoraba sus abrazos, sus risas, sus regañinas… Anhelaba escuchar las historias que Gorgias le contaba sobre Constantinopla, su pasión por la lectura, las noches de escritura en vela… ¡Tantas veces se había preguntado qué sería de ellos, y tantas otras había evitado la respuesta!
En ocasiones se sentía tentada de regresar y demostrar a todos que no había sido ella la culpable. Con el paso de los meses había reflexionado sobre el papel que el
percamenarius
había desempeñado en el incendio, recordando cada uno de sus actos: sus provocaciones; el golpe que propinó al bastidor, y cómo éste cayó en el fuego ocasionando la hoguera.
Volver y combatir a Korne: según lo pensaba, lloraba por su cobardía. Temía perder lo que milagrosamente había obtenido en Fulda: el amor de Hóos Larsson, la amistad de Helga
la Negra
, la sabiduría de Alcuino, la fortuna de sus tierras. Si en Würzburg la condenaban, perdería su nueva vida.
Estimó en unos tres meses el tiempo desde su huida. Finalmente se durmió, pensando que nunca regresaría.
A la mañana siguiente, Alcuino la reprendió después de que se equivocara al elegir una tinta fluida.
—Lo siento —se disculpó ella—. Anoche descansé mal.
—¿Problemas con tus tierras?
—No exactamente. —Dudó si planteárselo—. ¿Recordáis lo que me comentasteis ayer? ¿Lo de vuestro viaje a Würzburg?
—Sí, claro. ¿Qué sucede?
—Pues veréis… Estuve pensando sobre ello, y me gustaría acompañaros.
—¿Acompañarme? —Se detuvo—. ¿Qué clase de idea necia es ésa? Se trata de una expedición muy peligrosa. Además, no viajan mujeres, y no veo qué interés…
—Desearía acompañaros —insistió ella. A Alcuino le sorprendió la brusquedad de la interrupción.
—¿Y los esclavos? ¿Y tus tierras? ¿Por eso has dormido tan mal?
—Helga se ocupará. Y también de Olaf y de Lucilla. Os lo suplico… Vos mismo me dijisteis que precisabais de un ayudante.
—Sí, pero aquí en Fulda, no a bordo de un barco.
Theresa decidió arriesgar. No podía confesarle su participación en el incendio, pero debía volver a Würzburg y afrontar sus responsabilidades.
—Iré aunque no queráis —afirmó tajante. Alcuino no dio crédito a sus oídos.
—Pero ¿se puede saber qué brebaje has tomado?
—Si no queréis ayudarme, iré yo sola andando.
Al fraile le extrañó la insolencia de la muchacha. Pensó en darle una bofetada, pero finalmente se compadeció.
—¡Escúchame, testaruda…! Te quedarás en Fulda, quieras o no. Y ahora, olvida tanto pájaro y aplícate a tu trabajo. —Y salió del
scriptorium
dando un violento portazo.
Al día siguiente, un acólito comunicó a Alcuino que la delegación papal había decidido adelantar la partida al domingo por la mañana. Al parecer, un recién llegado de Würzburg había traído malas noticias. Cuando el acólito salió, Alcuino cerró la puerta y se dirigió a Theresa.
—Adivina de quién se trata.
—No sé. ¿Algún soldado? —Temió que la anduviesen buscando.
—Es tu amigo: Hóos Larsson.
Hasta bien entrada la tarde, Theresa no localizó a su amado. Por boca de Alcuino se enteró de que lo habían conducido a la residencia de los optimates para que informara a la embajada papal de la situación en Würzburg, y desde entonces se hallaba reunido con los soldados de Carlomagno. Poco antes de
nona
, el joven abandonaba la estancia con gesto contrariado. Ella le esperaba fuera, entumecida por el frío. Nada más verlo, se levantó. Lo encontró flaco y demacrado, pero su cabello enmarañado y sus profundos ojos azules lo hacían sumamente atractivo. Cuando el joven la reconoció, corrió hasta ella y se fundió en un beso interminable.
Pasaron la noche en la vivienda de Helga
la Negra
, quien no dudó en cederles su casa y mudarse ella a las cocinas. Theresa intentó preparar algo de carne, pero el guisado se le quemó. Cenaron frugalmente y hablaron poco; sólo deseaban comerse a besos. Cuando se fueron a la cama, a Theresa le pareció que ningún libro podría llenarla tanto como lo hacía Hóos con su cuerpo.
Por la mañana, el joven le informó de la terrible noticia.
—Ojalá no tuviera que decírtelo, pero Gorgias, tu padre… ha desaparecido.
Ella lo miró incrédula. Luego se apartó.
Le preguntó cien veces a qué se refería, y le odió por no habérselo contado la noche anterior. Él no supo darle una justificación.
Le comentó que en Würzburg, el conde Wilfred le había informado sobre el incendio. Deducir que la chica a quien todos creían muerta era la joven de quien estaba enamorado, fue cuestión de atar dos cabos.
—Cuando te conocí, tú misma me dijiste que trabajabas como oficial
de percamenarius
, que habías huido de Würzburg y que naciste en Bizancio. Todo concordaba…
—¿Y se lo contaste a ellos?
—Por supuesto que no. Pero Wilfred me dijo que el padre de la chica, o sea, tu padre, había desaparecido. Wilfred no hablaba de otra cosa; como si ansiara encontrarlo.
—Pero ¿qué significa que ha desaparecido? —Las lágrimas se le desbordaron—. ¿Cómo ocurrió? ¿Le han buscado?
—Theresa, no lo sé. Me gustaría poder decirte otra cosa, pero nadie sabe nada. No lo han visto, y desde luego que lo han buscado. Wilfred ordenó que registraran casa por casa, publicó un bando y hasta organizó una batida por los alrededores. La verdad, creo que deberías regresar a Würzburg. Tal vez tu presencia ayude a encontrarlo.