Authors: Antonio Garrido
—Sin embargo, acordaréis conmigo que los campesinos también han de rezar de vez en cuando. Pasadme un poco de agua, por caridad.
—Desde luego. Y no tan de vez en cuando.
—Y de igual modo aceptaréis que los
bellatores
, además de ejercitarse para la contienda, no deben olvidar sus obligaciones espirituales. —Bebió un trago.
—Por supuesto… —admitió Flavio.
—Pues entonces no veo impedimento para que en alguna ocasión nosotros trabajemos un rato —dijo, algo más recuperado.
—Olvidáis que no soy monje como vos. Soy canciller papal. Primicerio de Letrán.
—Con dos piernas y dos brazos —le recordó Alcuino levantándose—. Y ahora, si me disculpáis, esto aún no ha terminado.
El fraile dirigió una mirada hacia la orilla. Luego, furtivamente, observó a Izam apoyado en el pretil de la nave.
—Seguro que ese vigía le preocupa —observó Theresa, refiriéndose a Izam—. Hace tiempo que marchó, y aún no ha regresado.
—Por Dios, muchacha, no dramatices. Estará vaciando los intestinos o explorando el terreno —dijo Flavio.
—Pero fijaos en Izam: no aparta la mirada del bosque y se le ve preocupado.
Flavio advirtió lo acertado de aquel juicio. El ingeniero se movía de un lado a otro como un animal acosado, daba órdenes sin parar, y no apartaba la mano de su arco. Alcuino dejó a Flavio y se acercó a Izam.
—Estimo que aún nos queda día y medio de travesía. ¿Me equivoco? —tanteó.
Izam lo miró de soslayo.
—Perdonad, pero no estoy para confesiones —dijo apartándose de su lado.
—Lo comprendo. No sois el único que echa de menos a ese vigía. Yo también estaría alarmado.
Izam lo miró sorprendido. Aún no había compartido lo que pensaba con la tripulación, pero aquel cura parecía haberlo adivinado. Clavó la mirada en los árboles y se tocó la barbilla.
—No sé a qué esperan para atacarnos. Tal vez a que llegue la noche —observó, dando por sentado que ambos sabían de lo que estaban hablando.
—Lo mismo opino yo —terció Hóos uniéndose a la conversación—. No deben de ser muchos, o ya nos habrían asaltado.
Alcuino y el comandante miraron al recién llegado.
—Cuando necesite una opinión ya os la pediré. Ahora limitaos a vuestro trabajo —replicó Izam.
—Desde luego —dijo Hóos retirándose.
—¿Le conocéis? —preguntó Alcuino.
—De Aquis-Granum, aunque no demasiado. Lo único que sé es que conoce más estos parajes que todos esos soldados. Y ahora, si no os importa, he de preparar a mis hombres.
Alcuino asintió con la cabeza para, acto seguido, encaminarse hacia el lugar donde descansaban los bueyes. En ese momento sólo pensaba en proteger su equipaje, y cerca de los animales disfrutaría de más oportunidades. Advirtió que Izam dividía a la tripulación en dos grupos. Al parecer, había reconsiderado el número de hombres que deberían portear los víveres. Hóos y Theresa se encontraban entre los presentes.
—Escuchad con atención —pidió el ingeniero—. Es posible que algunos bandidos estén apostados tras esos árboles, y si es así, deberemos apresurarnos. Los que retrocedáis por los bagajes, abrid los ojos y caminad sobre el hielo por el centro del cauce. Vosotros tres ocupaos de los equipajes. Los demás de los víveres. Si en una hora no habéis regresado, partiremos sin vosotros.
Los elegidos se agruparon y emprendieron la marcha. Alcuino y Flavio les acompañaron. Los demás intentaron devolver la nave al agua, pero tras varios empujones apenas la movieron un palmo. Izam estableció la defensa del lugar disponiendo toneles con flechas a ambos lados del casco. Luego se situó a proa, cuidando de que Theresa permaneciera a bordo parapetada tras una pila de sacos.
Meditaba sobre la situación cuando de repente, río arriba, divisó un objeto oscuro flotando entre los carámbanos. No llegó a identificarlo porque la corriente lo sumergió rápidamente, pero poco a poco la mancha se fue deslizando hacia la proa del barco. Entonces Izam agarró un arpón, saltó por la borda y se situó junto a un hueco donde se abría el hielo. Cuando la mancha alcanzó el agujero, hundió el arpón hasta sentir que enganchaba. Entonces tiró con fuerza del mango y gritó con horror al advertir que se trataba de la cabeza del vigía, horriblemente mutilado.
Casi había transcurrido el plazo otorgado, cuando a lo lejos aparecieron los primeros marineros. Avanzaban pesadamente cuando de repente uno de los bueyes lanzó un mugido y cayó al suelo fulminado. Izam comprendió que el ataque había comenzado. De inmediato ordenó a sus hombres que cargasen los arcos. El grupo que regresaba se resguardó tras los trineos. Los arqueros de Izam dispararon una andanada que se cruzó con la que desde la orilla lanzaban los salteadores. Un par de hombres abandonaron los bueyes y echaron a correr en dirección al barco, pero ambos fueron abatidos a los pocos pasos. Alcuino y Flavio se mantuvieron agachados tras el último trineo. Hóos se les acercó.
—Permanezcan aquí hasta que yo diga lo contrario —les ordenó.
Alcuino y Flavio asintieron. Hóos se agazapó tras el buey herido y cortó las ligaduras que lo unían al sano. Luego llamó a los clérigos.
—Vamos. Colóquense detrás. Ahora, cuando golpee al animal, corran tras él utilizándolo como parapeto.
—Flavio no podrá —objetó Alcuino.
Hóos miró a Flavio y advirtió que una flecha le había atravesado el muslo.
—Está bien. Yo me ocuparé de él —dijo, entregándole a Alcuino la cuerda que sujetaba el buey—. Vamos. Aprisa.
—¿Y los equipajes? —preguntó Alcuino al advertir que Hóos había cortado el tiro.
Hóos se agazapó tras los sacos mientras las flechas llovían de un lado a otro.
—Conseguiré arrastrarlos. Ahora corra —dijo, y golpeó el lomo de la bestia.
El animal arrancó despavorido con Alcuino agarrado a su rabo. Hóos le gritó que se parapetara y el fraile obedeció. Uno de los remeros intentó unirse al animal, pero cuando iba a conseguirlo cayó fulminado por un dardo. Hóos llamó a otro hombre para que le ayudara. Entre ambos recostaron a Flavio sobre el trineo y lo protegieron con unas tablas. Luego, agachados, comenzaron a empujarlo en dirección al barco.
—¡Esos malditos nos están acribillando! —bramó Hóos ya cerca del casco.
—Ya lo veo. ¿Está bien Flavio? —preguntó Izam desde el navío.
—Un rasguño en un muslo.
—¿Y los víveres?
—En los carros —dijo señalando a otro grupo de hombres que llegaban tras sendos carromatos.
—Bien. ¡Rápido!, izad las provisiones y empujemos el barco.
Pese a encontrarse exhausto, Alcuino se unió a los que desde el lado izquierdo trataban de deslizar la nave. Poco después, Hóos y los demás hombres les echaban una mano.
—¡Subid a Flavio! ¡Está malherido! —gritó Izam. Las flechas seguían diezmándolos.
Varios remeros izaron a bordo los bagajes y acomodaron a Flavio en la cubierta, mientras abajo continuaban empujando.
—¡Por todos los demonios! ¡Empujad, malditos bastardos!
Los hombres obedecieron a Izam. Al segundo intento la nave se movió.
—¡Otra vez! ¡Más fuerte! ¡Empujad!
De repente el hielo comenzó a crujir con un estruendo ensordecedor. Los hombres se apartaron aterrados y el barco empezó a hundirse como si se lo estuviese tragando el diablo.
—¡Atrás, rápido! ¡Alejaos!
En ese instante, el suelo se abrió y el barco se precipitó en el río hasta la escotadura. Varios remeros cayeron al agua enredados en las cuerdas.
—¡Subid al barco! ¡Arriba, condenados, arriba! —ordenó Izam entre una lluvia de dardos.
Hóos logró encaramarse el primero. Los otros supervivientes se desprendieron de sus arcos y se aferraron a la borda. Alcuino se debatía entre ellos con medio cuerpo sumergido en el río.
—Hay hombres atrapados —avisó Alcuino sujetando a un herido.
—No hay tiempo. Subid. —Hóos le tendió el brazo desde el brocal.
—No podemos abandonarlos —insistió sin soltar al que mantenía agarrado.
—¡Subid, maldita sea, o juro que yo mismo bajaré a izaros!
Alcuino se negó.
Hóos saltó por la borda y cayó al hielo junto a Alcuino. Luego desenfundó su espada y atravesó al hombre que el fraile estaba ayudando. Acto seguido se levantó y remató a otro que luchaba por escapar de las aguas heladas.
—Ya no hay que esperar más. ¡Nos vamos! —anunció Hóos.
Alcuino miró a Hóos con estupor. Extendió el brazo como un sonámbulo y un par de remeros le ayudaron a trepar por la borda.
La nave avanzó río arriba hasta que el sol se ocultó tras las montañas. Poco después detenía su marcha en un pequeño remanso.
—Fondearemos aquí —declaró Izam.
Alcuino aprovechó para atender a los heridos, pero como carecía de ungüentos se limitó a limpiar flechazos y vendar las contusiones. Una voz débil le distrajo a sus espaldas.
—¿Puedo ayudaros?
Alcuino miró a Theresa con gesto de preocupación. Asintió con gesto serio y la joven se agachó para auxiliarle. Cuando terminaron con los heridos, Theresa se retiró a un rincón para rezar por los muertos. Hóos se acercó a Alcuino con un trozo de pan en la mano.
—Tomad, comed un poco —le ofreció.
—No tengo hambre. Gracias.
—Alcuino, por el amor de Dios. Vos mismo lo visteis. El barco ya navegaba y esos infelices estaban atrapados. No se podía hacer otra cosa.
—Tal vez no hubierais opinado lo mismo de haber sido vos el atrapado —respondió con ira.
—No os obcequéis. Puede que yo no sea la clase de persona con quien compartir una tarde de poesía, pero os he salvado la vida.
Alcuino asintió con la cabeza y se retiró irritado.
Nada más amanecer, uno de los remeros se descolgó por la proa para evaluar los daños. Al cabo de un rato subió mal encarado.
—El casco está destrozado —informó mientras le secaban—. Dudo que aquí podamos repararlo.
Izam meneó la cabeza. Podría atracar en la orilla para abastecerse de madera, pero era un riesgo innecesario.
—Proseguiremos mientras el barco aguante.
Alcuino se despabiló con el chapotear de los remos. A su lado dormitaban Flavio, medio cubierto con una manta, y Theresa, acurrucada junto a la talega de su padre. Alcuino decidió despertarlos para evitar que se congelaran. Mientras Flavio se despejaba, la muchacha preparó un poco de vino y una rebanada de pan de centeno.
—Han racionado los víveres —informó la joven—. Parece que durante el ataque se perdieron los alimentos.
—Me duele la pierna —se lamentó Flavio.
Alcuino le levantó la sotana. Por fortuna, el romano era un hombre grueso y la flecha se había alojado casi por entero en la grasa.
—Haríamos bien en arrancarla.
—¿La pierna? —preguntó asustado.
—No, por Dios; la flecha.
—Mejor aguardemos a llegar a Würzburg.
—De acuerdo, pues. Probad mientras este queso.
Flavio mordió la porción. De repente Alcuino agarró la flecha y la extrajo de un tirón. El grito de Flavio resonó en las montañas. Alcuino vertió un poco de vino sobre la herida y la cubrió con unas vendas que tenía preparadas.
—Maldito aprendiz de cirujano…
—Esa herida podría haberse complicado —alegó con serenidad—. Ahora incorporaos e intentad caminar un poco.
Flavio obedeció a regañadientes, pero al poco deambulaba torpemente entre su equipaje, arrastrando los pies como si se los hubiesen encadenado. Observó que una vía de agua humedecía la cubierta junto a un arcón de su propiedad que ya se veía empapado. Gritó como una mujerzuela y, con la ayuda de Alcuino, trasladaron el arcón a un lugar más elevado.
—A juzgar por vuestro rostro, debe de contener algo importante —observó Alcuino palmeando el arcón.
—
Lignum crucis..
. una reliquia que viaja conmigo —explicó Flavio angustiado.
—
¿Lignum crucis?
¿La madera de la Cruz del Gólgota? ¿La reliquia conservada en la basílica Sessoriana?
—Veo que sabéis de lo que hablo.
—Pues sí, aunque lo cierto es que soy bastante escéptico.
—¿Cómo? Acaso insinuáis…
—No, por Dios. Disculpadme —atajó—. Por supuesto que creo en la autenticidad del
lignum crucis
, del mismo modo que defiendo la naturaleza de los cuerpos de Gervasio y Protasio, o la capa de san Martín de Tours. Pero acordaréis conmigo que han sido muchas las abadías u obispados en que casualmente se han encontrado todo tipo de huesecillos.
—
Breve confinium veratis et falsi
. No seré yo quien entre a disputar la autenticidad de unas reliquias que contribuyan a atraer almas al Reino de los Cielos.
—No sé. Tratándose de asuntos de Dios, tal vez deberíamos confiar más en sus mandamientos.
—Observo en vos el don de la polémica. —Secó el arcón con un paño húmedo—. El hábil don de quien gasta saliva sin entender el porqué de su discutir. ¿Acaso conocéis el verdadero poder de una reliquia? ¿Seríais tal vez capaz de discernir entre la Lanza de Longinus, el Santo Sudario, o la sangre de un mártir?
—Conozco esa clasificación, pero en cualquier caso os reitero mis disculpas. No pretendía cuestionar…
—Pues si no lo pretendíais, entonces no lo hagáis —respondió Flavio a viva voz.
—Lo siento, paternidad —se excusó Alcuino azorado—. Pero antes, y si no os incomoda, permitidme una última pregunta.
Flavio lo miró con hastío, como si dudase en contestar.
—Decidme —consintió.
—¿Para qué lleváis la reliquia a Würzburg?
El prelado pareció pensárselo, aunque finalmente respondió.
—Como sabréis, Carlomagno lleva años intentado someter a los paganos de Abodria, Panoia y Baviera. Sin embargo, ni las continuas campañas, ni sus castigos ejemplares han conseguido que Dios anide en sus recónditas almas. Los paganos son gentes rudas, ancladas en el politeísmo, en la herejía, en el concubinato… Con esa gente, la fuerza de las armas es necesaria, aunque a veces no suficiente.
—Continuad. —Alcuino no estaba seguro de pensar lo mismo.
—Maldita herida. —Se interrumpió para arreglarse el vendaje—. Pues bien, hace ocho años, Carlomagno y sus huestes acudieron a Italia en respuesta a la súplica del Santo Pontífice. Como tal vez sepáis, los lombardos, no conformes con señorear en los antiguos ducados bizantinos, habían invadido las ciudades de Faenza y Comacchio, sitiado Rávena y sometido Urbino, Montefeltro y Sinigaglia.