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Authors: Antonio Garrido

La escriba (53 page)

Un grupo de incrédulos encabezados por Korne,
el percamenarius
, se dirigió al camposanto para exhumar el cadáver de Theresa. Desconocían el lugar exacto donde la habían enterrado, así que excavaron en las tumbas más recientes, pero no la encontraron. Cuando comprobaron que ni siquiera existía sepultura, regresaron a la fortaleza exigiendo unirse a las deliberaciones que Izam, Flavio, Alcuino y el propio conde habían comenzado. Para entonces, Wilfred ya había informado a Alcuino de los detalles del incendio. También le habló de la obsesión de Korne por vengar la accidental muerte de su hijo. Sin comentarlo con nadie, Alcuino urdió un plan para proteger a Theresa.

Al cabo de un rato, Wilfred aceptó la presencia de Korne para evitar que en el exterior se produjera una algarada. El
percamenarius
solicitó ver a la resucitada, pero Alcuino se opuso. El fraile alegó que Theresa se encontraba inconsciente y que él respondería a cuantas cuestiones se le plantearan. Les explicó su relación con la joven y les adelantó que, gracias a Dios, poseía la respuesta a aquel prodigio.

Wilfred tableteó sus dedos con nerviosismo. Luego hizo restallar la fusta y los dos perros tiraron del artilugio móvil hacia una de las ventanas. Se asomó y contempló a la turba. Alcuino le miró. Le desconcertaba que un lisiado pudiera manejarse sin más ayuda que la de aquellos animales. Luego se fijó en que todos le miraban, pendientes de su explicación.

—Lo primero es comprobar si esa joven es realmente quien parece ser —dijo—. Ya sé que los aquí presentes la han reconocido, pero ¿la han visto sus familiares? ¿O ella misma lo ha confirmado?

—¡Por el amor de Dios! Intentad ser consecuente —terció de repente Korne—. ¿Qué va a refrendar la joven si continúa desmayada? Habrá que esperar a que su madrastra se calme y ver si nos aclara algo.

—¿Y su padre, el escriba? —se interesó Alcuino.

—Desapareció hará un par de meses. Aún no le hemos encontrado.

Se hizo el silencio un rato. De repente entró Zenón en la sala.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó Izam al médico.

—Helada como un carámbano, pero el calor de la chimenea la reanimará pronto.

Izam dirigió la mirada a la fogata. Por lo general, las casas francas sólo disponían de un hogar excavado en el suelo. Sin embargo, aquel edificio acomodaba una especie de horno adosado a la pared de una de las estancias.

Korne carraspeó. Nadie se decidía a afrontar el asunto de la resucitación.

—Bueno —anunció
el percamenarius
—, parece obvio que la muchacha no murió en el incendio.

Alcuino se levantó. Su sombra alargada se deslizó hacia el
percamenarius
.

—No os confundáis, os lo ruego. Lo único innegable es que la joven está viva. Si murió o no en el incendio es lo que queremos averiguar. Recordad que tras el desastre, sus padres reconocieron el cadáver.

—Un cadáver irreconocible. Zenón puede confirmarlo.

Alcuino miró a Zenón, pero el físico bebió un sorbo de vino y miró hacia otro lado. Entonces Alcuino extrajo una Vulgata de entre sus bártulos, sus dedos escuálidos abrieron lentamente las tapas y recorrieron el ejemplar como si leyera algo. Luego cerró el libro, alzó la vista y clavó sus ojos en Korne.

—Antes de comentar esta discusión, acudí a la capilla de la fortaleza para rogarle a Dios que me iluminara. Oré tras tocar las reliquias de la
Santa Croce
y de repente tuve una visión. Ante mí apareció un ángel de entre las tinieblas. De su cuello nacía una corona refulgente que orlaba su cabello largo e inmaculado. Flotaba suave, como un cisne en un lago, y de sus ojos emanaba la Paz eterna del Todopoderoso. Aquel heraldo me mostró el cuerpo de Theresa consumido por las llamas, y a su lado otro cuerpo perfecto formado por un torbellino de luz cegadora que se hinchaba y resplandecía hasta conformar una Theresa nueva, viva, y sin pecado.

—¿Otra Theresa? ¿Insinuáis que no es la misma? —preguntó Wilfred asustado.

—Sí y no. Imaginad por un momento una pequeña oruga. Imaginad la oruga de la imperfección que abandona el envoltorio del pecado para transformarse en mariposa de virtud. Oruga y mariposa son el mismo ser, pero el cuerpo de la primera yace consumido, mientras el segundo, nuevo pero renacido del primero, se eleva hacia los cielos. Cierto es que Theresa murió. Tal vez hizo mal, y su cuerpo ardió por ello. Pero en ocasiones, Dios, en su infinita sabiduría, nos muestra el camino de la redención brindándonos la libación de un milagro. Un prodigio de bondad para enseñarnos la senda del arrepentimiento. —Miró a Wilfred con gravedad—. El Hacedor podría haberse girado, dejar que el alma de Theresa penase en el Acheron, el Phelgeton y el Cocyto de los griegos, que purgase sus culpas en el lugar donde el Señor lava las inmundicias de las hijas de Sión. Pero ¿de qué habría servido si ninguno de nosotros aprendiéramos de su tormento?

Wilfred y Flavio escuchaban embelesados, sin apenas respirar, y así siguieron unos segundos hasta advertir que Alcuino había terminado. Sin embargo, los ojos de Korne parpadearon con estupidez. Aunque no entendiera las palabras de Alcuino, mediara o no la mano de Dios, no iba a admitir la existencia de un milagro.

—¿Y eso qué prueba? Podría haberla resucitado el diablo —masculló.

Alcuino respiró triunfal. Por fin había logrado que Korne cayese en la herejía. Ahora le resultaría fácil desviar su atención, acusándole de blasfemo.

—¿Negáis acaso una intervención divina? —alzó la voz—. ¿Os atrevéis a renegar de Dios? ¿A comparar Su poder infinito con el ignominioso del diablo? ¡Arrodillaos, blasfemo! Atestiguad vuestro arrepentimiento y aceptad los designios del Señor, o preparaos para acudir al tormento de inmediato.

Alcuino le arrebató la espada a Izam y la apoyó contra el cuello de Korne.

—¡Jurad ante Dios! —le exigió tendiéndole la Biblia—. ¡Jurad ante Dios que renunciáis al diablo!

El sudor acudió a la frente de Korne cuando pronunció el juramento. Luego se levantó y abandonó la estancia mordiéndose los labios.

Tras quedarse a solas, Flavio reconvino a Alcuino. Él era el enviado papal y, por tanto, el único autorizado para juzgar una intervención divina.

—Me molesta tener que decíroslo, pero tal vez os hayáis precipitado. En ocasiones, hechos asombrosos tienen su origen en las circunstancias más fútiles. Zenón afirma que la muerta estaba irreconocible.

—Mirad, Flavio: Zenón no reconocería ni a la madre que le parió —repuso Alcuino señalando el sexto vaso de vino que había vaciado.

—Pero ¡maldición! Al menos podríais haber esperado a que Theresa despertara y nos contase lo sucedido. Os aseguro que si el milagro fuera tal, yo sería el primero en celebrarlo.

—Ya oísteis cómo Wilfred afirmaba que el tal Korne era un mal tipo; alguien dispuesto a acabar con Theresa. La muchacha se encontraba en peligro, de modo que si un milagro me ayudaba a salvarla, ¿por qué no darle la bienvenida?

—¿Qué decís? ¿Lo habéis concebido vos? ¿No tuvisteis esa visión?

—Pues no. No la tuve.

—¡Por Dios santísimo! ¿Y no se os ha ocurrido otra cosa que inventaros un milagro?

—Mirad, Flavio, después de lo ocurrido durante el incendio, tan milagro es que esa joven esté viva, como el que hubiera resucitado. Además, Dios nos ayuda de formas muy diferentes. A vos con vuestras reliquias, y a mí con mis visiones —sentenció.

En ese instante una doméstica desaliñada entró asustada en la sala.

—La muchacha se está despertando —anunció.

Se apresuraron hacia el lugar donde Theresa descansaba. Alcuino observó el rostro de la joven perlado por el sudor. Retiró las mantas que la cubrían y pidió que le acercaran una vela. Luego empapó un paño con agua tibia y limpió con cuidado la cara de la muchacha. Seguidamente, tal como solía hacer con los alumnos que en invierno se quedaban dormidos a la intemperie, le aplicó unas friegas en ambos brazos insistiendo sobre las coyunturas. Poco a poco el color retornó a las mejillas, los párpados se agitaron y tras unos momentos de incertidumbre comenzaron a abrirse hasta dejar entrever unos ojos enrojecidos. Luego sus iris se iluminaron de un bello color almíbar. Alcuino sonrió y saludó a la muchacha antes de marcarle en la frente la señal de la cruz. Después la ayudó a incorporarse introduciendo un almohadón bajo su cabeza.

—Theresa… —susurró Alcuino.

La joven asintió en un hálito. Frente a ella advirtió la figura huesuda de un hombre tranquilo.

—Bienvenida a casa —dijo el fraile.

Aunque Alcuino intentó explicárselo, Theresa no le entendió. Le dolía la cabeza como si se la hubiera pateado un caballo, y aquella historia de un milagro era tan confusa que parecía sacada del sueño de un demente. Se incorporó y pidió un poco de agua. Luego, cuando escuchó de nuevo el relato, miró a Alcuino como si fuera un extraño. En ese instante entró Wilfred. Alcuino susurró a Theresa que le siguiera el juego.

—Theresa, ¿me reconoces? —preguntó el conde, complacido de hallarla despierta.

La muchacha miró los perros y asintió con la cabeza.

—Dios se alegra por tu regreso, y nosotros con El, por supuesto. Han sido días de tristeza, pero ya no debes preocuparte. Pronto todo volverá a ser como antes.

La joven sonrió tímidamente. Wilfred le devolvió una sonrisa forzada.

—Me gustaría que hicieras memoria. ¿Recuerdas realmente lo que ocurrió en el incendio?

Theresa miró a Alcuino como pidiendo su aprobación. El fraile disimuló, así que ella concedió con un ligero tartamudeo.

—Entonces supongo que querrás contárnoslo —acercó su rostro al de la muchacha—. ¿Contemplaste al Redentor? ¿Percibiste Su apariencia? No te aflijas por responder. Ha sido Él quien te ha devuelto con nosotros.

Theresa se extrañó por la pregunta. Alcuino se adelantó.

—Quizá deba descansar. Ahora está confusa. Se dio un golpe en la cabeza y apenas recuerda nada —declaró.

—Bien, bien… Es normal. Pero en cuanto se recupere, llamadme. Recordad que fui yo quien enterró su cuerpo abrasado.

Wilfred se despidió con tibieza antes de retirarse de la sala. Mientras lo hacía, Alcuino admiró el artefacto rodante que le transportaba. El hombre manejaba la silla de perros como un boyero consumado, sorteando con facilidad los trancos y baldosas sueltas que le salían al paso. Observó que el artefacto, en su parte inferior, alojaba una bacinilla para auxiliarle en el momento de sus evacuaciones. Por la destreza con que manejaba los sabuesos, dedujo que llevaría en aquella situación bastantes años.

Alcuino se volvió hacia Theresa. La joven le miraba con cara extrañada.

—Verás. —Se sentó a su lado—. Los designios del Señor trazan extraños vericuetos: caminos tortuosos que en ocasiones confunden a los necios, pero no a quien ha dedicado su vida a persistir en Su doctrina. Es obvio que aún no te llegó la hora. Tal vez porque todavía no te has hecho merecedora del Reino de los Cielos, si bien eso no significa que no puedas conseguirlo.

Theresa se encontraba cada vez más confusa. No entendía qué ocurría, ni por qué insistían en que ella hubiera resucitado.

—¿Y mis padres? —preguntó.

—Tu madrastra espera en la antesala. Pronto la verás.

Theresa se incorporó lentamente. La cabeza le martilleó.

Reconoció la estancia de Wilfred. En alguna ocasión había acudido a aquella sala para encontrarse con su padre, pero nunca le había parecido tan fría y desolada. Alcuino la ayudó.

Una vez sentada, se tocó la cabeza. Notó un bulto doloroso. Alcuino le explicó que se había golpeado con una roca durante una escaramuza con los bandidos. Al recordarlo, Theresa se interesó por Izam y Hóos, y él le informó que se encontraban ocupados en las tareas de desembarco.

—Quiero ver a mis padres —insistió.

Alcuino le demandó paciencia. Le dijo que Rutgarda parecía trastornada, y a Gorgias aún no le habían localizado. Theresa se inquietó, pero él la tranquilizó diciéndole que hablaría con Wilfred para saber qué había ocurrido. Con respecto al milagro, le confesó que se había visto obligado a inventarlo.

—Korne no habría aceptado otra explicación. Sé que cometí reniego, pero en aquel momento no discurrí nada más apropiado.

—Pero ¿por qué un milagro?

—Porque, en palabras de Wilfred, habían encontrado tu cuerpo abrasado.

—¿Mi cuerpo?

—Uno que confundieron con el tuyo, y que por lo visto aún conservaba los restos de un vestido azul que Gorgias reconoció como el que tú lucías aquel día.

—¡Dios mío! Aquella muchacha desarrapada. —Recordó no haber podido hacer nada por salvarla—. Intenté protegerla con mí vestido húmedo… —explicó, y añadió los detalles de lo acaecido durante el incendio.

—Algo así imaginé. Como hubiera hecho cualquiera con dos dedos de frente, pero no las eminencias que habitan en este poblado. Por eso juzgué ventajoso que esas mismas «eminencias» contemplaran la mano de Dios en tu regreso. Y también pensé en Korne, el
percamenarius
, quien ansia vengar la muerte de su hijo. De momento ha jurado respetarte, pero no creo que eso le detenga.

Le comunicó que avisaría a su madrastra para que entrara a verla.

—Una última cosa. —Miró con severidad a Theresa—. Si quieres vivir, no hables con nadie del milagro.

Capítulo 25

Alojaron a Alcuino en una celda del ala sur de la fortaleza, próxima a la de Izam y lindante con la habitación de Flavio. Desde su ventana distinguió el valle del Main, con las estribaciones de los picos del Rhön al fondo. En los prados la nieve comenzaba a escasear, pero en las cumbres aún relucía como si les hubiesen dado una mano de pintura. Se fijó en las extrañas formaciones que salpicaban el paisaje allá donde los bosques perdían su espesura. Al observarlos, apreció una miríada de orificios que horadaban unos túmulos pardos similares a los túneles de una mina, y mientras se vestía, se preguntó si aún las explotarían.

Bajó a cenar después de
nona
para encontrarse con Wilfred, a quien halló en la sala de armas, acompañado de Theodor, el gigantón que empleaba como animal de tiro cuando encerraba a los perros. El conde se alegró de verle. Parecía impaciente por conocer más detalles del milagro, pero a Alcuino sólo le interesaba el pergamino que Wilfred debía haber confeccionado, de modo que contemporizó esperando a que el gigante se retirara a sus aposentos. Sin embargo, Theodor permaneció impávido tras la silla hasta que Wilfred le conminó a ello.

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