Authors: Antonio Garrido
Un par de domésticos se encargaron del cadáver. Luego, tras las pertinentes explicaciones, Izam y Theresa recogieron sus pertenencias para trasladarse a un lugar seguro. Aunque Theresa lamentó la pérdida de la Biblia, agradeció que los asaltantes hubieran despreciado las tablillas en que había reproducido las frases de la Vulgata. Mientras caminaban hacia uno de los patios, atribuyó a Alcuino el asalto, pues era el único que conocía la existencia del mensaje entre líneas.
—Tuvo que ser él —le repitió a Izam.
Decidieron pedir explicaciones al fraile, pero encontraron el
scriptorium
vacío y su puerta asegurada.
Hicieron tiempo en uno de los atrios, preguntándose sobre la naturaleza del mensaje oculto en la Vulgata robada. Theresa le confió que no había conseguido descifrar ni una palabra.
—Pero mi padre nos ayudará —afirmó confiada.
Izam asintió. Luego miró al cielo para consultar la hora. Pronto acudiría el físico para intentar asistir a Gorgias.
Minutos después de lo acordado, Zenón apareció provisto de su talega. Olía a vino, aunque no más que cuando Izam había hablado con él por la mañana. Le pagó la cantidad acordada y juntos se dirigieron hacia las mazmorras.
A Theresa le sorprendió escuchar que para custodiar a los reclusos utilizaban unas antiguas fresqueras. Éstas consistían en unos agujeros similares a silos excavados en la roca, los cuales, tras llenarlos con nieve, permitían conservar los alimentos hasta la llegada del verano. Como en invierno no eran necesarias, en ocasiones las usaban como almacenes, o llegado el caso, como calabozos improvisados.
—En otros sitios las emplean con los ladrones, pero nosotros metemos a los criminales —presumió Zenón como si él fuera el responsable—. Los arrojamos al pozo y de ahí no salen hasta que revientan. A veces, según el crimen, les echamos pan desde arriba para disfrutar viendo cómo se matan por unas migas, pero al final se pudren como alimañas.
Izam le pidió que se ahorrase los detalles, pero Zenón continuó la cháchara como si Theresa no estuviera allí. Sólo cuando Izam lo cogió por la pechera dejó la lengua tranquila.
Las fresqueras se encontraban situadas en un sótano ubicado bajo las cocinas, al que se llegaba, bien desde las bodegas, bien desde un acceso cercano a las caballerizas. Ellos emplearían el primero, pues el otro era un conducto estrecho que sólo se utilizaba para arrojar la nieve acarreada por las monturas.
Cuando llegaron a la fresquera se encontraron con Gratz, el centinela apostado por Izam. El hombre les urgió a que se apresuraran, pues no sabía en qué momento regresaría el otro guardia, a quien había entretenido con la ayuda de una prostituta. Zenón e Izam descendieron a la fresquera utilizando una escala de madera que dispuso Gratz, pero Theresa aguardó arriba porque Zenón dijo que les estorbaría. Desde el brocal, Theresa observó cómo el físico, tras inspeccionar la cicatriz del hombro de Gorgias, meneaba la cabeza. Su padre apenas si balbuceaba, aunque apreció un quejido vivo cuando Izam lo incorporó para que el físico lo examinara. Zenón extrajo un tónico que le dio a beber, pero Gorgias lo vomitó, haciendo que el físico le maldijera. Luego éste se levantó y trepó por la escalera.
—Baja si quieres —le dijo a Theresa.
—¿Cómo está? —preguntó ella.
Zenón escupió al suelo. Sin contestar, dio un trago al tónico y se apartó de la fresquera. Theresa deseó que el físico también vomitara. En ese instante, Izam la apremió para que descendiera.
Ya abajo, la muchacha encontró que su padre la miraba con extrañeza.
—¿Eres tú? —suspiró.
Theresa lo abrazó, intentando que no apreciase las lágrimas que derramaba.
—¿Eres tú, pequeña?
—Sí, padre, soy yo, Theresa. —Lo besó, mojándole con su llanto. Gorgias apenas la miraba; era como si sus ojos ya no le pertenecieran—. Le sacaré de aquí. Todo se arreglará —le prometió mientras lo besaba.
—El documento…
—¿Qué decís, padre?
—El pergamino… —repitió Gorgias en un susurro, con las pupilas contraídas.
Theresa rompió a llorar. Los ojos de su padre eran dos cuentas opacas.
—Se oyen ruidos —la avisó Izam.
Ella no le escuchó. Izam la cogió del brazo, pero ella se resistió.
—
Sic erunt novissimi primi, et primi novissimi..
. —pronunció Gorgias con un hilo de voz.
—¡Vayámonos o nos descubrirán! —exigió Izam.
—¡No puedo dejarle aquí! —sollozó Theresa.
Izam la cogió en volandas y la obligó a que subiera. Ya arriba, le aseguró que volverían por él, pero en ese momento debían escabullirse. Gratz retiró la escalera justo cuando el guardia de Wilfred regresaba canturreando y rascándose la entrepierna. Al guardián le extrañó la visita, pero unas monedas le convencieron de que Izam y Theresa acababan de llegar de las cocinas. Tras abandonar el lugar, ella comprendió que su padre jamás saldría con vida de la fresquera.
Izam resolvió que se alojarían en uno de los barcos fondeados en el embarcadero, para así contar con la protección de sus propios soldados. Una vez allí, cenaron del rancho antes de apartarse hacia los bancos de popa. Izam abrigó a Theresa, quien aceptó un trago de vino fuerte para combatir el frío de la cubierta. A ella le reconfortó su abrazo y, casi sin pretenderlo, recostó sobre él su cabeza.
Le habló de su padre; de su dedicación al trabajo y de cómo le había inculcado el amor por la lectura. Le describió las noches en que ella se levantaba para prepararle un caldo mientras él escribía a la luz de una bujía; sus esfuerzos para enseñarle no sólo latín, sino también el griego, los mandamientos y las Sagradas Escrituras. Le contó sus desvelos para que ella recordara su Bizancio natal.
Lloró.
Luego suplicó a Izam que liberara a su padre. Cuando él le contestó que debería hablar con Alcuino, Theresa se apartó sorprendida.
—¿Con Alcuino? ¿Qué tiene que ver él con la detención de mi padre?
Izam le informó que durante su conversación con Wilfred, éste le había asegurado que, de haber estado en su mano, ya habría ajusticiado al escriba.
—Pero, por lo visto, Alcuino se lo impidió, hasta que el enigma se resuelva.
—¿Qué enigma? —Y volvió a apoyarse en su pecho.
—Eso mismo pregunté yo, pero Wilfred tartamudeó y cambió de tema. En fin, lo importante es que tu padre continúa vivo; un milagro, teniendo en cuenta que lo encontraron con las gemelas.
—Pero tú sabes…
—La cuestión no es lo que tú y yo sepamos, sino lo que Alcuino crea. Él es quien manda, y es a él a quien debemos convencer si pretendemos que saquen a Gorgias de la fresquera.
Theresa se lamentó por haber concluido el pergamino. Lo había acabado la misma tarde que encerraron a su padre. Izam le aclaró que Alcuino era un hombre poderoso, mucho más de lo que ella imaginara.
—Ahí donde le ves, sólo el monarca le supera —agregó—. Bajo sus aires de fraile raso, bajo su porte flaco y desgarbado, bajo sus ademanes remilgados y su comportamiento sencillo, en realidad se esconde el hombre que con mano férrea domina los resortes de la Iglesia. Y quien domina la Iglesia, controla la urdimbre del imperio. Él guía a Carlomagno; es su luz, su sustento, su apoyo. ¿De quién nace si no la
Admonitio Generallis
, ese compendio de legislación canónica aplicada a cualquier súbdito, ya sea clérigo o campesino? Fue Alcuino quien prohibió la muerte por venganza, quien ordenó que los penitentes cesasen en sus desvaríos, quien prohibió que en domingo se trabajase, se celebrasen cacerías, mercados e incluso juicios. Alcuino de York: amable aliado, pero temible enemigo.
A Theresa le extrañó aquella revelación porque, a pesar de su agudeza, siempre había considerado a Alcuino poco más que un simple cura. Fue entonces cuando comprendió la disposición con que el fraile la había acogido, o la facilidad con que Carlomagno le había cedido las tierras de Fulda.
Mientras ella especulaba, Izam se retiró para organizar las guardias nocturnas. Ella se acurrucó bajo la manta, y bebió un largo trago de vino buscando que sus efectos le aclararan el entendimiento. La bebida la mareó. Desde que conociera a Alcuino, sus opiniones hacia él habían ido cambiando como el curso de una nuez en una cascada. A veces la había ayudado; otras muchas, confundido, y últimamente, asustado como el peor ser infernal a quien hubiera conocido. Porque eso era lo que pensaba de él: que era un monstruo del maligno. Estaba convencida: había sido él quien, para recuperar la Vulgata esmeralda, había asesinado al joven centinela. Sólo él estaba al corriente de su contenido, porque sólo a él se lo había revelado.
Hóos un traidor, y Alcuino un asesino… O al revés, le daba lo mismo.
Cuando Izam regresó, a Theresa le pareció más atractivo que nunca. Apuró el vino y le cogió la mano, sin entender por qué se sentía tan bien a su lado. Él la abrazó mientras ella cerraba los ojos. Soñó que la salvaba de sus problemas, de su incertidumbre, de sus miedos… Luego, un sopor la fue invadiendo, sintió cómo el calor la ruborizaba y, sin darse cuenta, se quedó dormida sobre el pecho de Izam.
De madrugada se despertó con un fuerte dolor de cabeza. Hacía frío, y el parsimonioso balanceo del barco la invitó a vomitar. Sin embargo, se contuvo mientras saltaba de bartulo en bartulo intentando localizar a Izam. Al otro extremo de la embarcación encontró a su ayudante Gratz, quien le informó que el ingeniero había partido a comprobar la situación de los otros barcos.
—Me ordenó que permanecieseis aquí hasta su regreso.
Theresa aceptó resignada. Tomó la hogaza de pan que Gratz le ofrecía y se dirigió de nuevo a popa, donde la mordisqueó mientras contemplaba la silueta de la fortaleza. El pan sabía a rancio, pero lo tragó sin reservas. Luego aprovechó el inicio de la mañana para repasar las tablillas de cera.
Para cuando el sol se elevó, el trasiego de marineros y herramientas no le había impedido estudiar los extraños párrafos extraídos de la Vulgata. Sin embargo, las distintas frases se entrecortaban y desordenaban en una suerte de trabalenguas que apenas entendía. Su única certeza consistía en que todas las frases se referían al documento de Constantino, al que aludían reiteradamente.
Se le ocurrió disponer las cuatro tablillas sobre la tapa de un tonel, como si el solo hecho de contemplarlas pudiera revelar su secreto. Entonces le vinieron a la mente las palabras de su padre.
«Sic erunt novissimi primi, et primi novissimi.»
¿Qué habría querido decir con ello? Se levantó y le pidió una Biblia a Gratz, quien le entregó la que custodiaban en el barco para que les protegiera durante las travesías. De nuevo a solas, buscó el capítulo vigésimo en el
Evangelium Secundum Matthaeum: «Sic erunt novissimi primi, et primi novissimi.»
«Los últimos serán los primeros, y los primeros serán los últimos.» Examinó por completo los capítulos anterior y posterior sin hallar nada que la ayudara. Miró otra vez las tablillas e hizo lo propio con el versículo: «Los últimos serán los primeros», se repitió. Deslizó los dedos por los resaltes de la cera
.
De repente lo entendió. Probó a leer en orden inverso, desde la última palabra hacia las primeras, y como por arte de ensalmo éstas se enlazaron en nítidas frases que se alicataron hasta formar párrafos límpidos. Cuando terminó de leer, comprendió lo que su padre había averiguado. Rápidamente escondió las tablillas bajo un banco y fue a preguntarle a Gratz cuándo volvería Izam.
—Lo cierto es que ya debería haber regresado —contestó despreocupado.
Theresa paseó por el barco hasta aprenderse de memoria el contenido de las tablillas. Cuando se hartó, acudió de nuevo a Gratz y le solicitó que la acompañara a tierra, pero éste le dijo que no podría hasta que Izam apareciera.
—¿Y si no aparece?
—Lo hará. Él siempre regresa.
A Theresa no le convenció la respuesta, así que decidió que si pasado el mediodía Izam no había vuelto, iría sola a la fortaleza.
Cuando el día alcanzó su cénit, Theresa se decidió. Se cubrió con una capa marinera, se apropió de un fardo para disimular y aprovechó que Gratz estaba remendando una vela para descender al muelle y encaminarse hacia las murallas. Un gorro de lana calado le ayudó a pasar desapercibida. En el primer acceso no le prestaron atención, pero para entrar a la fortaleza hubo de esperar a que un centinela meticuloso se distrajera con el paso de unas carretas.
Ya en el interior, bordeó los patios exteriores con la idea de entrar al edificio desde el laberinto de las cocinas. Un par de perros ladraron a su paso, pero ella los apaciguó acariciándoles la cabeza. Cruzó un atrio y desde allí se dirigió al corredor que conducía a la celda de Alcuino. La encontró cerrada, así que enfiló directamente al
scriptorium
, donde encontró al fraile leyendo su Vulgata robada. Nada más verla, Alcuino se levantó.
—¿Dónde demonios te habías metido? Llevo buscándote toda la mañana. —Apartó a un lado la Biblia, cuidando de cerrar las tapas.
Theresa tomó aire y avanzó. Aunque atemorizada, estaba resuelta a que aquel monje asesino sacara a su padre de la fresquera. Él le ofreció asiento y ella lo aceptó. Luego el fraile sacó el pergamino en que Theresa había trabajado y lo colocó frente a ella como si nada ocurriera.
—Aún tienes que limpiar el texto y darle un repaso, de modo que procura avanzar —dijo mientras se volvía de nuevo hacia la Vulgata.
—¿No vais a preguntarme por mi padre?
Alcuino dejó de leer y tosió con cierto apuro.
—Discúlpame, pero es que con tanto suceso, ando algo despistado. No sé si te has enterado de que ayer degollaron a un centinela en la fortaleza.
A Theresa le sorprendió el cinismo del fraile, que tragó saliva y apartó de ella el documento de Constantino.
—No lo tocaré —le espetó la muchacha.
Alcuino enarcó una ceja.
—Comprendo que te afecte, pero…
—Ya lo terminé. ¿Qué más queréis? ¡Aquí tenéis vuestro maldito documento! —exclamó, y se levantó de la silla transformada en una fiera.
Alcuino la siguió como si no la comprendiera.
—Pero ¿qué diablos te ocurre? Aún faltan las conclusiones —le espetó mientras intentaba sujetarla.
—¿Acaso pensáis que no sé cuanto tramáis? Lo de mi padre, lo de las niñas… lo de ese pobre centinela.
Alcuino se detuvo como si escuchara a un espectro. Con paso titubeante, se dirigió hacia la puerta y la cerró con pestillo. Luego se dejó caer sobre su silla. La miró con extrañeza y le pidió que prosiguiera. Theresa metió la mano en su bolsa y aferró el punzón que llevaba.