Authors: Antonio Garrido
Alcuino interrogó al fraile enano, quien, efectivamente, le confirmó la pérdida.
—A veces se extravían prendas, pero con la ropa de las crías teníamos bastante cuidado.
Le aseguró que habían sido cuatro piezas, además de un par de paños de los utilizados en la cocina. Alcuino le dio las gracias y regresó al
scriptorium
convencido de que las gemelas continuaban en la fortaleza. En una reunión con Izam, Alcuino propuso que se vigilaran los almacenes y las cocinas.
—Si como sospecho, aún siguen aquí, tal vez sus captores necesiten comida.
—Eso es imposible. Hemos revisado hasta la última piedra.
—Y no os lo discuto, pero en este lugar hay más piedras que en una cantera.
Le pidió que apostase un guardia día y noche a la puerta del
scriptorium
, cosa a la que Izam accedió sin problemas. Asimismo, acordaron vigilar las cocinas y comunicarle las novedades a Wilfred por la mañana.
Aquella noche, aprovechando la ausencia de luna, varios lugareños hambrientos treparon por el murallón que protegía los graneros reales. Los asaltantes fueron rechazados, pero quedó patente que las medidas restrictivas de Wilfred pronto traerían consecuencias.
Al día siguiente, durante el desayuno, Wilfred apenas comió. Obvió los descubrimientos de Alcuino y ni siquiera prestó atención cuando le refirieron el incidente del asalto. Parecía ausente, como si alguna pócima le hubiera nublado la vista; sin embargo resolvió con lucidez reanudar el suministro de víveres y autorizar el trasiego de mercancías. Izam aplaudió una decisión que evitaría nuevos incidentes, si bien, como muchos otros, se preguntó a qué obedecía su cambio de actitud. Cuando Alcuino interrogó a Wilfred, éste rehusó contestar a sus preguntas. El fraile insistió, pero el conde le sugirió que continuara con el pergamino y se apartara de las pesquisas. En adelante, él mismo se encargaría de encontrar a sus hijas.
A lo largo de la tarde, la normalidad retornó a la fortaleza.
Poco a poco, los domésticos volvieron a sus quehaceres, se procedió al reparto de grano y comenzaron los preparativos para la primera partida de caza, la cual tendría lugar con la llegada de la primavera. Izam y sus hombres continuaron con las reparaciones del barco que habían dejado a medias, y los soldados de Wilfred abandonaron sus posiciones para regresar a las defensas.
Los celebrantes que acudían al oficio de
sexta
entraron en la iglesia de San Juan Cristosomo con la parsimonia de un ejército de ovejas. Encabezaba la procesión Flavio Diácono, tocado con un llamativo bonete cárdeno semejante al de un papa. Le seguía un séquito de clérigos ataviados como pavos reales, y a continuación las órdenes menores y los muchachos del coro. Cerraba la procesión una caterva de curiosos, fieles y muertos de hambre dispuestos a asistir a una eucaristía en la que se imploraría por la aparición de las gemelas.
Pronto el templo se llenó como un redil abarrotado. Cuando se cerraron los portalones, Casiano, el maestro de chantre, apremió a los muchachuelos para que afinaran sus gargantas. Luego solicitó autorización a Flavio y, una vez obtenida, abrió los brazos como un ángel para dar inicio al milagro del canto gregoriano. Los asistentes, en su mayoría clérigos, agacharon las cabezas cuando la primera antífona desembocó en una sinfonía de notas celestiales que hicieron vibrar los sillares de piedra. Casiano mecía sus brazos mientras las voces se arremolinaban y ascendían por las bóvedas, envolvían las columnas y reverberaban hasta erizar los cabellos. La música siguió danzando, fluyendo de aquellos querubines que convertían sus plegarias en arrullos de jilgueros.
De repente, una de las voces se quebró hasta convertirse en un aullido de terror. Los demás niños enmudecieron y toda la iglesia se volvió hacia el coro, donde los cantores retrocedían como si huyesen de un apestado. Delante de ellos, tendido en el suelo, Korne, el
percamenarius
, vomitaba entre estertores lo poco que le restaba de vida. Para cuando Alcuino quiso atenderle, el viejo ya había fallecido.
Trasladaron el cuerpo a la sacristía, donde Flavio le aplicó los óleos sagrados en un último intento por resucitarle. Pese a sus esfuerzos, el cadáver no se movió. Alcuino observó que lucía la cabeza rapada, canas en el pubis y apestaba a incienso. Sus ojos aparecían desencajados y de su boca aún emanaba una espuma blanquecina. Al examinar sus manos encontró dos pinchazos en la palma derecha.
Cuando informó a Wilfred, éste continuó apurando el muslo de pollo que sostenía con las manos. Tras arrojar el hueso a los perros, miró a Alcuino con indiferencia mientras se limpiaba la boca con la manga. El fraile le informó del hallazgo de una mordedura de serpiente en la mano derecha de Korne.
—Que lo entierren fuera del claustro —fue lo único que comentó.
—No lo entendéis —insistió—. En esta época no hay reptiles.
—Würzburg está lleno de serpientes. —Y miró hacia otro lado.
Alcuino no comprendió. No sólo acababa de señalarle las coincidencias entre la muerte de Genserico y la del
percamenarius
, sino que además le había relatado los detalles de los cabellos canos, el hecho de que estuviera rapado y, más importante, que cada mañana, después de desayunar en las cocinas, Korne acompañaba a las gemelas a las clases de canto. Cualquier otro en su lugar habría dado saltos de alegría incluso estando lisiado y, sin embargo, Wilfred permanecía impasible, como si su destino estuviese de alguna forma ya trazado. De nada le sirvió a Alcuino afirmar que, con toda probabilidad, Korne era el secuestrador de las gemelas. Wilfred le despidió sin levantar la cabeza.
Al marcharse, el fraile advirtió lágrimas en la mirada del conde.
De camino a sus aposentos, Alcuino se preguntó sobre la extraña reacción de Wilfred. A su juicio, tal melancolía sólo podía obedecer a una demencia temporal ocasionada por la pérdida de sus hijas, si bien, curiosamente, el delirio no parecía afectar al resto de sus facultades. En consecuencia, resultaría sensato considerar que su comportamiento no era causal, sino premeditado, y que en ese caso provendría del conocimiento previo de un vínculo entre ambas defunciones: la de Genserico y la
del percamenarius
.
Poco después acudía a la habitación de Korne, quien desde que ardieran los talleres había residido en la fortaleza. La estancia no difería mucho de aquella en que él mismo se alojaba: disponía de un camastro, una mesa burda pegada a un poyete bajo la ventana, unas baldas sobre las que descansaba un hábito de trabajo, unos cuantos cueros, y el habitual cubo para las evacuaciones. Miró dentro del recipiente y se apartó con asco. Luego se agachó para rastrear el suelo, donde tanteó hasta toparse con lo que le pareció una cuenta de collar. Sin embargo, a la luz apreció que el pequeño guijarro blanco con un círculo azul pintado era en realidad un ojo de una muñeca de las gemelas. Le mortificó reconocer que el olor a incienso le había hecho seguir una pista equivocada.
De inmediato se dirigió al
scriptorium
, donde encontró a una Theresa inusualmente torpe con la pluma. Generalmente la joven practicaba el texto a copiar en un pergamino viejo antes de emprender la escritura definitiva, pero aquella tarde sus trazos chorreaban como si los pintase con brocha. Aunque Alcuino la amonestó, intuyó que sus errores provenían no de su impericia, sino de algo que le preocupaba.
—Es por Hóos —acabó por confesar—. No sé si es que le habéis reprendido, pero desde la última noche… —Se sonrojó—. En fin, que parece cambiado.
—Pues no; no he hablado con él. ¿A qué te refieres con que ha cambiado?
La joven derramó unas lágrimas y le contó que Hóos la rehuía. Aquella misma mañana, tras encontrarse casualmente con él, la había rechazado de malas maneras.
—Incluso temí que me pegara —sollozó.
—A veces los hombres nos comportamos rudamente —dijo él, intentando consolarla—. Es cuestión de naturaleza. Si en ocasiones las circunstancias enturbian el ánimo de los tranquilos y oscurecen el entendimiento de los instruidos, ¿qué no harán con quienes se solazan en los apetitos más bajos?
—No es eso —se quejó ella como si Alcuino no entendiera nada—. Fue algo extraño en su mirada.
Alcuino asintió palmeándola en la espalda. Luego, mientras recogía sus notas, se dijo que bastante tenía con la desaparición de las niñas como para, además, tratar de razonar con una joven enamorada.
Le preguntó cómo iba con el pergamino.
—Ya casi lo he terminado —contestó—. Sin embargo, debo confesaros algo que me tiene preocupada.
—Te escucho.
Theresa fue a buscar algo y regresó con un códice esmeralda que depositó frente a Alcuino.
—¡Aja! Una Vulgata —comentó el fraile mientras la hojeaba.
—Es la Biblia de mi padre. —La acarició con ternura—. La encontré en la cripta donde lo encerraron.
—Bonito ejemplar. En griego, además.
—No sólo eso. —Cogió la Vulgata y la abrió aproximadamente por el centro—. Antes del incendio mi padre me dijo que si le sucedía algo, mirase en su interior. Entonces no entendí a qué se refería; es más: ni siquiera imaginé que pudiera sucederle nada. Pero ahora creo que mientras trabajaba para Wilfred, comenzó a temer por su vida.
—No comprendo. ¿A qué te refieres?
Levantó el códice y forzó el lomo hasta dejar un hueco entre éste y los cuadernillos. Luego introdujo los dedos y sacó un trozo de pergamino que desplegó mostrando su contenido.
—
Ad Thessalonicenses epistula i Sancti Pauli Apostoli
. 5,21.
«Omnia autem probate, quod bonum esttenete»
—leyó—. «Examinadlo todo; retened lo bueno» —tradujo.
—Ya. ¿Y qué significa? —preguntó él extrañado.
—En apariencia, nada, así que hice lo que decía la cita: dejarme los ojos examinando la Biblia. Ahora mirad aquí. —Señaló un párrafo.
—¿Qué es? No lo distingo.
—Precisamente casi no se aprecia. Mi padre debió de diluir la tinta con agua para que apenas se marcara, pero si os fijáis, advertiréis que entre renglón y renglón, tan tenue como el rocío, hay escrita una reseña.
Alcuino acercó la nariz pero no consiguió distinguir nada.
—Interesante. ¿Y qué dice esa reseña?
—Aún estoy confusa. Son datos y más datos sobre la Donación de Constantino. Pero creo que mi padre descubrió algo extraño en ella.
Alcuino tosió y la miró con sorpresa.
—Entonces lo mejor será que me ocupe yo de este códice —determinó—. Y ahora, procura acabar tu trabajo. Yo continúo buscando a tu padre.
Cuando el fraile se marchó, ella se sintió abandonada. Añoraba un hombro en el que poder refugiarse; alguien en quien confiar.
Sin pretenderlo, pensó en Izam. ¡Era tan distinto a Hóos! Siempre atento y educado, siempre dispuesto a ayudarla. Se juzgó sucia por imaginarlo, pero no era la primera vez que su recuerdo le asaltaba. Su hablar pausado, su voz cálida, sus ojos amables… Pese a amar a Hóos, a veces se sorprendía recordando a Izam, y eso la incomodaba.
Volvió al extraño comportamiento de Hóos, preguntándose el porqué de su conducta. Ella confiaba en él. En verdad le quería. Pensaba que en un futuro irían a Fulda, donde formarían una familia con niños fuertes y sanos a los que ella cuidaría e instruiría. Tal vez adquiriesen una casa de piedra grande, incluso con las cuadras fuera. La decoraría con cortinajes para que Hóos la encontrase acogedora, y perfumaría las estancias con romero y lavanda. Se preguntó si él se habría planteado aquellas cuestiones, o por el contrario existiría otra mujer y habría olvidado que ella le amaba. Finalmente se volvió hacia sus pergaminos para continuar la copia, pero al segundo renglón volvió a pensar en Hóos, y supo que hasta que no hablase con él, no lograría hacer nada bien.
Dejó de escribir, limpió el instrumental, y abandonó el
scriptorium
dispuesta a recuperar al hombre que amaba.
El mismo soldado que vigilaba el
scriptorium
le informó que encontraría a Hóos Larsson en el túnel que comunicaba los almacenes con la fortaleza. Cuando Theresa llegó a la galería, lo halló cargando unos sacos de trigo sobre una carreta. Al principio Hóos se mostró remiso, pero cuando ella insistió, dejó lo que estaba haciendo para atenderla.
Ella le habló de sus ilusiones y sus necesidades. Le contó que soñaba con despertar cada mañana a su lado, coserle la ropa, limpiar la casa y el huerto, aprender a cocinar para atenderle como se merecía… Incluso le pidió perdón por si, sin pretenderlo, hubiese cometido alguna torpeza. Él, sin embargo, la escuchó distante, como impaciente por que terminara. Cuando ella le exigió una respuesta, Hóos se refugió en las pocas horas que había dormido por intentar localizar a su padre. Le informó que había interrogado a media ciudad, escudriñado cada rincón, pero que era como si se lo hubiera tragado la tierra. Sus palabras la conmovieron.
—Entonces, ¿aún me quieres?
Por toda respuesta, Hóos la besó, haciendo que sus temores se desvanecieran. Theresa se sintió feliz. Aún abrazados, ella le refirió el episodio de Zenón y cómo éste la había guiado hasta la cripta.
—Pero ¿por qué no me lo contaste antes? —Se separó sorprendido.
Theresa alegó que él siempre andaba ocupado. Además, le horrorizaba que alguien la escuchase e intentase capturar a su padre.
—Le acusan de asesinato —adujo.
Hóos le confirmó que lo sabía, pero Theresa insistió en que su padre era inocente. Zenón le había amputado un brazo y podía atestiguarlo. Luego rompió a llorar desconsolada. Hóos se mostró atento, abrazándola con dulzura. Le acarició el pelo mientras le aseguraba que a partir de ese momento todo cambiaría, e insistió en que le disculpara por su conducta tan necia. Le explicó que los acontecimientos le habían abrumado, pero que la quería con locura y la ayudaría a encontrar a Gorgias.
—Visitaré la cripta de la que hablas. ¿Alguien más conoce su paradero?
Le respondió que sólo Alcuino estaba al corriente de su existencia.
Hóos sacudió la cabeza mientras le repetía que desconfiara. Luego le pidió que volviera al
scriptorium
. En cuanto averiguara algo, pasaría a recogerla.
De camino al
scriptorium
, Theresa recordó que, según Alcuino, Genserico ya estaba muerto cuando fue acuchillado, y al instante se dijo que Hóos debería conocer aquel extremo. Había jurado a Alcuino guardar silencio, pero en realidad tal juramento atañía al documento, no a un asunto que podría resultar vital para su padre. Así pues, retrocedió hasta la parte del túnel donde había dejado a Hóos, para descubrir que en el lugar sólo quedaban unos sacos de grano abandonados. Extrañada, miró alrededor y observó una portezuela lateral de la que procedían unas voces. Empujó la puerta y avanzó por un estrecho corredor en cuyo fondo le pareció distinguir dos siluetas tenuemente iluminadas. Una de ellas aparentaba ser un clérigo. La otra pertenecía a Hóos Larsson. Continuó hasta que, sorprendida, advirtió que discutían sobre ella.