Authors: Antonio Garrido
A Theresa le sorprendió el crujir continuo y pesado de la noria, semiahogado por el propio rumor del agua. Al acercarse, advirtió que las aspas no las impulsaba el río, sino la corriente de una acequia lateral, que mediante una rudimentaria esclusa regulaba el caudal de entrada.
Alcuino admiró la estructura del edificio, construido como casi todos los de aquel tipo en torno a tres alturas. En la planta baja se ubicaban las poleas y los engranajes encargados de trasladar el movimiento de la noria hasta el enorme eje vertical que atravesaba el molino. La planta principal, o de molido, acogía ensartadas sobre el eje las dos ruedas de piedra ranuradas, una fija y otra móvil, que al girar opuestamente molían el grano. Por último, en el tercer nivel se hallaba el almacén del cereal junto al embudo de carga. Por éste se vertía el grano, que a través de un conducto hueco discurría hasta el agujero horadado en la rueda superior, para acabar triturado entre las muelas.
Observó que lindante con el molino se levantaba una pequeña vivienda fortificada. También distinguió un establo y un almacén vallado en el que imaginó custodiarían el grano.
—Lo que me extraña es su situación, tan alejada del pueblo —dijo Alcuino señalando el edificio—. Tal vez por eso la casa sea de piedra: para proteger al molinero y su familia.
—¿Y qué venimos a hacer aquí? No quisiera decir ninguna inconveniencia.
—Lo cierto es que no quise explicártelo porque aún son conjeturas, pero sospecho que el origen de la enfermedad reside en el trigo. —Sacó unos granos de un bolsillo y se los cedió a Theresa—. Para confirmarlo, necesito examinar el cereal, así que simularé mi interés por una transacción para intentar que el dueño me ceda una muestra.
—¿Creéis que están envenenando el trigo?
—No exactamente. Pero tú, por si acaso, mantén la boca cerrada.
En ese instante, unos perros que merodeaban por los establos comenzaron a ladrar como si los hubieran apaleado. Simultáneamente, dos hombres pertrechados con arcos aparecieron por la puerta.
—¿Qué les trae por aquí? —preguntó el mejor vestido sin dejar de apuntarles.
Theresa presumió que sería Kohl, pero Alcuino no lo dudó.
—Buenos días —les saludó para que viesen que no portaban armas—. Venía a proponerle un negocio. ¿Podríamos pasar? Aquí hace un frío del demonio.
Los dos hombres bajaron los arcos.
En lugar de al molino, ingresaron en la vivienda porque, según dijo el peor vestido, en el molino no encendían fuego para evitar los incendios. Una vez en la casa, Kohl apremió al siervo para que sacase alguna vianda. El hombre llamó a su mujer y ésta corrió por las estancias como si la persiguiera el diablo. Primero trajo pan y queso y luego una jarra de vino con la que sirvió a los cuatro.
—Sin gota de agua —presumió Kohl después de paladearlo—. Bien. Hablad, ¿de qué negocio se trata?
—Por mi atuendo ya habréis adivinado que vengo de la abadía. —Se tomó un instante para brindar por los presentes—. Sin embargo, he de confesaros que no represento al abad, sino al monarca Carlomagno. Veréis: el rey visitará Fulda próximamente, en dos semanas o menos, y me gustaría atenderle con el mayor de los merecimientos. Por desgracia, nuestras reservas de grano han disminuido considerablemente, y el que nos queda ya está algo pasado. En el cabildo tampoco disponen de acopios, así que me dije que tal vez pudiera adquiriros a vos una partida. De digamos… ¿cuatrocientos modios?
Kohl se atragantó al escuchar la cifra, tosió y se sirvió de nuevo. Cuatrocientos modios era cantidad suficiente para alimentar un ejército. Sin duda era un trato excelente.
—Eso es mucho dinero. Supongo que conocéis la tarifa del grano: tres denarios el modio de centeno, dos denarios el modio de cebada y un denario el de avena. Si lo que queréis es harina…
—Obviamente, lo prefiero en grano.
Kohl asintió. Era lógico que si la abadía poseía dos molinos, quisiera ahorrarse el coste sobreañadido.
—¿Y para cuándo lo precisáis?
—Cuanto antes. Necesitamos tiempo para moler el trigo.
—¿Trigo? —Kohl se levantó sorprendido—. Que yo sepa aquí nadie ha hablado de ese cereal. Puedo suministraros centeno, cebada y avena; e incluso si queréis, espelta, pero el cultivo de trigo lo maneja la abadía. Y vos deberíais saberlo.
Efectivamente lo sabía. Pensó en una respuesta.
—También sé que en la abadía a veces se extravían partidas que luego acaban en el mercado —respondió—. Cuatrocientos modios son dieciséis mil denarios…
Kohl caminó de un lado a otro sin apartar la vista de Alcuino. Sabía que era un riesgo, pero precisamente aceptándolos era como se había enriquecido.
—Volved mañana y hablaremos. Esta tarde tengo trabajo y no podré resolver nada.
—¿Podríamos visitar el molino?
—Ahora se encuentran trabajando. Tal vez en otro momento.
—Perdonad que insista, pero me gustaría…
—Un molino es un molino. Os he dicho que están trabajando.
—Bien. Entonces, mañana nos veremos.
Cuando salieron de la vivienda, Theresa preguntó qué había averiguado, pero Alcuino sólo rumió sobre su mala fortuna. Al pasar junto a los establos le comentó que precisaba examinar el interior del molino, pero no había insistido para no despertar sospechas.
—¿Te has fijado en los caballos? —añadió—. Seis, sin contar a los que tiran del carro.
—¿Y eso qué significa?
—Pues que como mínimo, en el molino hay seis personas vigilando.
—¿Demasiadas?
—Demasiadas.
De repente se detuvo como si hubiera recordado algo. Luego retrocedió. Tras comprobar que nadie les observaba, saltó la valla y se introdujo en el establo. Rebuscó en las alforjas de los caballos, entre las maderas de un carro y en la paja del suelo. Estaba arrodillado cuando llamó a Theresa. La muchacha acudió corriendo y sacó una tablilla de cera, suponiendo que deseaba que escribiese algo, pero Alcuino negó con la cabeza.
—Busca en el suelo. Como los granos que te di.
Escudriñaron entre el estiércol hasta que oyeron ruidos procedentes del molino. Entonces se levantaron y huyeron a toda prisa.
Llegaron a la abadía con las manos y los pies congelados, pero en las cocinas encontraron una sopa caliente que les reconfortó. Comieron rápido porque Alcuino pretendía volver al trabajo, pero Theresa le sugirió visitar antes a Hóos. El fraile accedió, y tras recoger sus platos se encaminaron hacia el hospital.
En la enfermería les recibió el mismo fraile de anteriores ocasiones. Sin embargo, su usual cara risueña mostraba ahora un velo de preocupación.
—Me alegro de veros. ¿Os han dado el recado?
—No. ¿Por qué? ¿Qué ha sucedido? —preguntó Alcuino.
—Pasad, por Dios, pasad. Dos nuevos enfermos y con los mismos síntomas.
—¿Gangrena en las piernas?
—Uno de ellos ya ha empezado con las convulsiones.
Ambos frailes se apresuraron hacia la estancia donde agonizaban los contagiados. Eran padre e hijo y trabajaban en el aserradero. Alcuino advirtió que el padre ya mostraba negras la nariz y las orejas. Probó a interrogarles, pero sólo consiguió que respondieran incoherencias. Al instante les prescribió unas purgas.
—Y que beban leche mezclada con carbón. Toda la que les quepa.
Dejaron al enfermero preparando los remedios mientras ellos se trasladaban a la estancia donde Hóos se recuperaba. Sin embargo, al llegar a su cama la encontraron vacía. Interrogaron a los presentes, pero ninguno supo dar cuenta de su paradero. Miraron en las letrinas, en el comedor anexo y en el pequeño claustro donde los heridos más dispuestos se iban recuperando, todo en vano. Después de buscar por todas partes hubieron de aceptar que había desaparecido.
—Pero no puede ser —se quejó Theresa.
—Le encontraremos —fue lo único que acertó a decir Alcuino.
Aconsejó a la joven que volviera a casa y permaneciera tranquila. Él debía regresar a la biblioteca, pero daría orden de que tan pronto apareciese, acudieran a avisarla. Acordaron verse a la mañana siguiente en la puerta del cabildo. Theresa le agradeció su preocupación, pero cuando se dio la vuelta no pudo evitar que le afloraran unas lágrimas.
Theresa pasó el resto de la tarde encerrada en el pajar, para que Helga no le preguntara. Sin embargo, poco antes del anochecer decidió dar un paseo por las callejuelas cercanas. Mientras deambulaba por las callejas se preguntó qué significaría aquella opresión en su pecho, aquel escalofrío que la sacudía cuando recordaba a Hóos. Cada mañana se moría por que llegase el momento de encontrarle, de hablar con él, de sentir sobre ella su mirada. Las lágrimas volvieron a sus ojos. ¿Por qué su vida era un castigo? ¿Qué mal había causado para que todo lo que amaba terminara desapareciendo?
Avanzó sin rumbo conjeturando sobre el paradero de Hóos, intentando imaginar qué le habría sucedido. Recordó que durante su última visita, el joven apenas si había logrado encadenar varios pasos por el claustro, y eso había ocurrido el día anterior. Aún seguía enfermo, así que resultaba imposible que hubiese huido.
Siguió caminando sin advertir que paulatinamente se alejaba de las calles más concurridas. Hacía frío y escondía la cabeza entre los bordes de su capa, intentando guarecer la nariz. Para cuando quiso darse cuenta, se encontró en un callejón estrecho y oscuro.
Olía a podrido. Un ladrido la asustó.
Miró alrededor y comprobó que la mayoría de las casas aparentaban estar abandonadas, como si sus dueños se hubieran arrepentido de vivir en un lugar tan tenebroso y hubieran huido sin siquiera cerrar las ventanas.
Se asustó y decidió retroceder.
Había emprendido el regreso cuando en el exterior del callejón se perfiló una figura encapuchada. Theresa esperó a que se fuera, pero la figura no se movió.
Intentó no alarmarse. Se dijo que no sería nadie y que no le sucedería nada.
Continuó avanzando. Sin embargo, a medida que se aproximaba, su corazón se aceleró. La figura permanecía callada, vigilante, inmóvil como una estatua. Theresa apretó el paso bajando la mirada, pero al llegar a su altura, el encapuchado se abalanzó sobre ella y trató de inmovilizarla. Quiso gritar pero una mano se lo impidió. Entonces gimió aterrada. En un intento desesperado, mordió la mano que la amordazaba, el hombre gritó y entonces su voz la paralizó.
—¡Diablo de mujer! Pero ¿qué pretendes? ¿Amputarme las manos? —dijo chupándose el mordisco.
Theresa no dio crédito. Su acento, su entonación…
—¿Hóos? ¿Eres tú?
Al mirarlo lo reconoció. Sin pretenderlo se echó en sus brazos, que la recibieron con ternura. Hóos se despojó de la capucha dejando a la vista su sonrisa franca. Él acarició su cabello mientras aspiraba su perfume. Luego le sugirió caminar hacia otro lado porque allí no estaban seguros.
—Pero ¿dónde estabas? —sollozó la muchacha—. Creí que no volvería a verte nunca.
Él le contó que la había seguido. Había huido de la abadía porque debía regresar inmediatamente a Würzburg. Si continuaba en el hospital, nunca lo conseguiría.
—Pero si apenas te mantienes en pie.
—Por eso necesito un caballo.
—Es una locura. Los bandidos te matarán. ¿Ya no recuerdas lo que te hicieron?
—Olvida eso. Tienes que ayudarme.
—Pero yo no sé…
—Escúchame —la interrumpió—. Es vital que alcance Würzburg en la próxima semana. Arriesgué mi vida por salvar la tuya, y ahora soy yo el que te necesita. Tienes que conseguirme una montura.
Theresa comprobó que su mirada rezumaba desesperación.
—De acuerdo, pero no entiendo de caballos. Tendré que preguntarle a la Negra.
—¿La Negra? ¿Quién es ésa?
—¿No lo recuerdas? La mujer que nos atendió cuando llegamos a Fulda. Ahora vivo con ella.
—No creo que sea buena idea. ¿No tienes dinero? Althar te dejó una bolsa con monedas.
—Pero ese mismo día se la entregué a la Negra como adelanto por el hospedaje y la manutención. Apenas si conservo un par de denarios.
—Maldita sea —apretó los dientes.
—Podría preguntarle a Alcuino. Tal vez él pueda ayudarnos.
Hóos se revolvió al oír el nombre del fraile.
—¿Acaso has perdido el juicio? ¿Por qué crees que escapé de la abadía? No te fíes de ese hombre, Theresa. No es lo que parece.
—¿Por qué lo dices? Se ha portado bien con nosotros.
—No puedo explicártelo, pero debes confiar en mí. Aléjate de ese fraile.
Theresa no supo qué decir. Creía a Hóos, pero Alcuino le parecía un buen hombre.
—¿Entonces qué haremos? ¡Tu daga! —recordó ella—. Podríamos intentar venderla. Seguro que te alcanza para comprar un caballo.
—Ojalá la conservara. Esos malditos frailes debieron de robármela —se quejó—. ¿No sabes de nadie que negocie con caballos? ¿Alguien que pudiera proporcionarte una montura?
Theresa negó con la cabeza. Y añadió que aún era pronto para cabalgar porque se le abriría la herida. Hóos se detuvo para respirar. Jadeaba como un viejo mientras se apretaba el pecho por la zona herida.
—¿Te encuentras bien?
—Eso no importa. ¡Maldición! Necesito una cabalgadura —gritó a la vez que tosía. Se sentó abatido sobre un tronco para leña.
Por un instante, Theresa pensó que se le abriría la herida.
—Ahora que recuerdo… —dijo—. Esta mañana estuve en un lugar donde guardaban caballos. —No supo bien por qué decía eso.
Hóos se levantó y la miró con ternura. Acogió su cara entre sus manos y luego, lentamente, acercó sus labios hasta besarla. Theresa creyó morir. El cuerpo le tembló con el calor de su boca, cerró los ojos y se abandonó a aquella miel que la inundaba. Sus labios se entreabrieron tímidos, permitiendo que la lengua de él la rozara. Luego se separó despacio, mirándolo a los ojos y con las mejillas ruborizadas. Pensó que sus pupilas resplandecían más bellas que nunca.
—¿Y qué será de mí cuando te vayas? —le dijo. Hóos la besó de nuevo y ella olvidó sus preocupaciones como por ensalmo.
Se encaminaron hacia la taberna de Helga deteniéndose en cada esquina, besándose con el miedo de los ladronzuelos, como si fuera a regañarles el primero que les sorprendiera. Tras cada arrumaco reían y apretaban el paso. Al llegar a la taberna ingresaron por la parte de atrás para que Helga no les sorprendiera. Subieron al pajar donde Theresa dormía y volvieron a besarse. Hóos acarició sus senos, pero ella se apartó. Luego le trajo algo de comer, lo acomodó con una manta y le dijo que esperara. Si todo salía bien, en unas horas regresaría con una montura.