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Authors: Antonio Garrido

La escriba (27 page)

Nada más dejar el palacio, una suave llovizna les salió al encuentro. El fraile se protegió la cabeza antes de bajar la escalinata, para seguidamente mezclarse con el gentío que desde primeras horas bullía en la plaza de la catedral. Theresa le siguió a corta distancia, admirando la pléyade de callejuelas en que se encajonaba un hervidero de gente cargada de fardos, tratantes de ganado vareando animales, comerciantes desesperados por hacerse un sitio entre la muchedumbre, y pilludos huyendo de los vendedores a los que acababan de hurtar, sazonado todo por multitud de tenderetes en los que se ofrecían las más variopintas mercancías. Alcuino aprovechó para comprar una docena de nueces, de cuyas cascaras, le explicó a Theresa, obtendría una excelente tinta tras quemarlas y mezclarlas con un cuartillo de aceite. Abrió una, se echó el fruto a la boca y a continuación se encaminó hacia la calle de la herrería, donde debería encontrar la famosa taberna.

Un agradable olor a pitanza acompañado de una animada algarabía terminaron por confirmarle que había encontrado la cantina. El lugar se ubicaba en un caserón de madera rojiza, con dos ventanucos enanos y una puerta protegida por una manta de colores vivos. Cuando se disponían a entrar, la manta se apartó y apareció una mujer con los pechos fuera dando traspiés y apestando a vino. Al ver a Alcuino se remetió los pezones en el jubón y esbozó una sonrisa estúpida. Luego se disculpó y corrió calle abajo diciendo majaderías. Alcuino se santiguó, le dijo a Theresa que se cubriera, y entró con decisión en la taberna.

Una vez en el interior, Theresa se sonrojó al encontrarse un espectáculo similar al de una sala del Averno. Allí, hombres y mujeres en obscena mezcolanza se daban por igual a la gula y la lujuria entre guisos y bebida, y el soniquete de una dulzaina. Al fondo, el ciego que la tocaba mostraba sin pudor sus encías desnudas, parapetado tras un par de toneles que hacían las veces de mostrador. El fraile bajó la vista y encaminó sus pasos hacia un hombre de barba poblada y brazos grasientos que parecía el tabernero. Theresa le siguió, aunque manteniéndose a distancia.

—Dígame, fraile, ¿qué le sirvo? —preguntó el tabernero mientras despachaba a otros clientes una tanda de cervezas.

—Vengo del cabildo. Me envía el secretario del obispo.

—Lo siento, pero el hidromiel se nos ha terminado. Si lo desea vuelva a última hora, que tendremos suministro.

Alcuino supuso que los clérigos acudían a aquel lugar para aprovisionarse de bebida. Cuando le explicó que no necesitaba hidromiel, sino gansos, el hombre soltó una carcajada.

—En las granjas del río encontraréis los que necesitéis. ¿Van a preparar un festín en el cabildo?

En ese momento un vocerío se adueñó de la taberna. Alcuino y el tabernero se giraron sorprendidos, para comprobar cómo la gente se arremolinaba alrededor de una mesa mientras los denarios comenzaban a correr de mano en mano.

—¡Pelea a primera sangre! —gritó el tabernero mientras corría hacia el gentío.

Alcuino se dirigió al lugar donde Theresa observaba absorta. Una pelea a primera sangre. Había oído hablar de ellas, incluso había visto a los mozos simular alguna, pero nunca había presenciado una. Por lo que sabía, se trataba de un combate de habilidad que concluía cuando uno de los luchadores hería al otro con un objeto punzante. Alcuino le sugirió que tomase nota de cuanto viera.

Para entonces los parroquianos ya hacían sitio a los contendientes: el primero, una bola de sebo con troncos por antebrazos, y su oponente, un pelirrojo que parecía haberse bebido todo el vino de la taberna. Ambos giraban uno en torno al otro como lobos acechando su presa. La clientela comenzó a rugir y vitorear con la misma saña con que los contrincantes lanzaban las primeras cuchilladas.

Pese a su corpulencia, el grueso esgrimía el
scramasax
con brío, obligando al pelirrojo a retroceder mientras se cambiaba el cuchillo de mano. Theresa garabateó algo sobre la tablilla creyendo que el reto acabaría pronto, pero ninguno de los hombres se decidía a la acometida definitiva. Finalmente el hombre grueso se abalanzó sobre el pelirrojo en una nube de cuchilladas, obligándole a recular hasta una esquina. Parecía que en cualquier momento lo atravesaría, pero el pelirrojo se mantenía tranquilo, como si en lugar de pelear por su vida jugase con una niña. Simplemente se limitaba a retroceder y fintar mientras las apuestas seguían engordando.

El hombre grueso comenzó a sudar y a moverse más despacio. Debió de pensar que si acorralaba a su oponente, cobraría ventaja, así que empujó una mesa tratando de cortarle el paso, pero el pelirrojo saltó esquivando el impacto. En ese instante, el gordo logró aferrar al pelirrojo por la muñeca con que empuñaba el cuchillo, pero éste se defendió sujetando al gordo por el brazo contrario. El pelirrojo resistió unos segundos, con las venas de los brazos hinchándosele como lombrices. La gente no cesaba de vitorear y jalear, pero de repente la mano del gordo crujió y los parroquianos callaron como si hubiera aparecido el diablo. Entonces, el pelirrojo gritó algo incomprensible, hizo una finta y el cuchillo relampagueó entre sus manos. En un pestañeo acometió al gordo y retrocedió como si no hubiera sucedido nada. Luego se irguió bajando la guardia.

El gordo se mantenía en pie, quieto, mirando al pelirrojo con sorpresa, como si quisiera decir algo y no le saliesen las palabras. De repente un chorro de sangre brotó de su vientre y el hombre se derrumbó como una marioneta a la que hubieran cortado las cuerdas. El pelirrojo lanzó un alarido de triunfo y escupió sobre el cuerpo caído, al tiempo que los parroquianos corrían a atender al herido. Algunos hombres se maldijeron por su mala suerte, mientras los más afortunados se aprestaron a dilapidar las ganancias con las rameras. Luego el pelirrojo se sentó a una mesa alejada de la muchedumbre, se peinó tranquilamente y rio con desdén mientras contemplaba cómo retiraban al gordo hacia la trastienda. Cogió una jarra y bebió hasta vaciarla. Después se sirvió un trozo de pan con salchichas e invitó a la clientela a una ronda de cerveza.

Alcuino le ordenó a Theresa que esperara. Seguidamente se acercó al ganador con otra jarra de vino que encontró suelta en una mesa.

—Un combate impresionante. ¿Me permite que le invite a un trago? —dijo Alcuino, sentándose sin esperar respuesta.

El pelirrojo lo miró de arriba abajo antes de enganchar la jarra y apurar hasta la última gota.

—Ahórrese los sermones, fraile. Si lo que busca es limosna, salga ahí al centro, empuñe un cuchillo y que Dios le proteja. —El hombre volvió la vista hacia la mesa y comenzó a contar las monedas que un conocido acababa de traerle como parte de las apuestas.

—La verdad, pensé que el gordo le liquidaría, pero su manejo del
scramasax
ha resultado proverbial —contemporizó Alcuino.

—Oiga, ya le he dicho que no doy limosnas, así que lárguese antes de que me canse.

Alcuino comprendió que debía ser más directo.

—En realidad no deseaba hablar de la pelea. Más bien me interesa otro asunto: me refiero al molino…

—¿Al molino? ¿Qué sucede con el molino?

—Trabaja allí, ¿no es así?

—¿Y qué si lo hago? No es algo nuevo.

—Verá, el cabildo desea adquirir una partida de grano. Un buen negocio para quien sepa llevarlo. ¿Con quién debería hablar para discutir este asunto?

—¿Viene del cabildo y no sabe a quién dirigirse? No me agradan los mentirosos —dijo echando mano a la empuñadura de su cuchillo..

—Tranquilo —se apresuró a decir el religioso—. No conozco a los responsables porque soy recién llegado. El trigo iría al cabildo, pero se trata de un asunto privado. En realidad pretendo cubrir unas partidas antes de que los
missi dominio
, inspeccionen los graneros. Nadie está al tanto, y así quiero que siga siendo.

El pelirrojo soltó el mango del
scramasax
. Los
missi dominici
eran los jueces que periódicamente enviaba Carlomagno por sus territorios para resolver los pleitos judiciales de mayor rango. La última visita la habían hecho en otoño, así que era posible que el fraile estuviese en lo cierto.

—¿Y qué tengo yo que ver con eso? Hable con el dueño, a ver qué le dice.

—¿El dueño del molino?

—Del molino, del arroyo, de esta taberna y de medio pueblo. Pregunte por Kohl. Lo encontrará en el puesto de grano que posee en el mercado.

—Eh, Rothaart, ¿ahora te vas a meter a fraile? —interrumpió el mismo hombre que antes le había traído las monedas. Alcuino supo que Rothaart era el nombre del pelirrojo, pues eso precisamente significaba en la lengua de los germanos.

—Tú, Gus, sigue bromeando. Un día de éstos te machacaré el cráneo, pondré en su lugar una calabaza, y hasta tu mujer se alegrará por el cambio —contestó Rothaart a su amigo—. Y en cuanto a vos —dijo a Alcuino—, si no vais a traer más vino, ya podéis dejar el sitio a una de esas mujerzuelas que están esperando.

Alcuino le agradeció su atención, hizo una seña a Theresa y ambos salieron de la taberna. Se dirigieron hacia la plaza del mercado.

—¿Y ahora adónde vamos? —preguntó ella.

—A hablar con un tipo que es dueño de un molino.

—¿El molino de la abadía? —Theresa corría detrás de Alcuino, que cada vez andaba más rápido.

—No, no. En Fulda existen tres molinos: dos pertenecen al cabildo, aunque uno esté situado en la abadía. El tercero es propiedad de un tal Kohl, que según parece es el rico del condado.

—Pensé que queríais conseguir unas plumas.

—Eso fue antes de conocer al molinero.

—Pero ¿no le conocíais? Oí cómo os dirigíais a él afirmando que trabajaba en el oficio. ¿Y para qué queréis comprar grano?

Alcuino la miró como si le irritase la pregunta.

—¿Quién te ha dicho que quiero comprarlo? Y tampoco conocía al molinero. Lo cierto es que lo deduje por la harina que no sólo impregnaba su vestimenta, sino también lo más recóndito de sus uñas.

—¿Y qué tiene de particular ese molino?

—Si lo supiera, no iríamos a visitarlo —dijo sin aminorar el paso—. Lo único que puedo decir es que nunca había visto a un molinero que comiera pan de centeno. Por cierto, ¿qué apuntaste en tus tablillas?

Theresa se detuvo para buscar en la talega. Iba a leer, pero al comprobar que Alcuino no la esperaba, corrió detrás de él mientras repasaba lo anotado.

—El hombre grueso resultó herido en el vientre. El pelirrojo esperó a que se desequilibrara para atacarle. Las ganancias del vencedor ascendieron a unos noventa denarios. ¡Ah! Y esto no lo anoté, pero la herida del gordo no debió de ser grave porque salió de la taberna por su propio pie —dijo ufana, a la espera de un reconocimiento.

—¿Y en eso has malgastado tu tiempo? —Alcuino la miró un instante y continuó andando—. Muchacha, te pedí que apuntases cuanto vieses, pero no aquello tan evidente que hasta un necio pudiera contarlo. Debes aprender a fijarte en los pormenores, en los acontecimientos más sutiles, en los detalles que pasando casi desapercibidos, pareciendo insustanciales o vacíos, proporcionan la información más interesante.

—No os entiendo.

—¿Te fijaste en el detalle de la harina? ¿Acaso lo hiciste con sus zapatos? ¿Determinaste con qué mano lanzó la cuchillada?

—No —reconoció Theresa, sintiéndose estúpida.

—En primer lugar, el pelirrojo: cuando entramos a la taberna parecía borracho, pero en realidad elegía a su víctima, porque a la hora de apostar contó hasta el último denario.

—Aja.

—Escogió a un hombre fuerte pero poco diestro. Antes lo había tanteado Gus, que resultó ser su compinche, con un torpe juego de manos. De hecho, Rothaart no empezó a pelear hasta que Gus le indicó que las apuestas ya se habían elevado.

—Vi algo raro en ese Gus, pero no le presté importancia.

—Respecto al dinero que anotaste; veinte denarios… es mucho.

—Lo suficiente para comprar un cerdo —dijo Theresa recordando sus charlas con Helga.

—Pero no tanto si al final debes pagar una ronda de consumiciones y a las dos rameras que te están esperando. Sin embargo, sus zapatos eran de cuero fino, distintos para cada pie, lo que significa que fueron hechos por encargo. También lucía una cadena de oro, y un anillo engarzado en la mano. Demasiada riqueza para un molinero que se juega la vida apostando.

—Tal vez pelee todos los días.

—Si así fuera, y siempre ganase, la fama le precedería y no encontraría ni contendientes dispuestos a morir, ni apostantes que tiraran su dinero. Y si fuese el caso contrario, en alguna de esas apuestas ya lo habrían matado. No. La explicación a sus zapatos caros debe de ser otra. Quizá la misma por la que, en lugar de trigo, coma pan de centeno.

—Pero entonces…

—Entonces sabemos que trabaja como molinero. Que es zurdo, astuto, hábil con el cuchillo, y también adinerado.

—¿También os fijasteis con qué mano acometió al gordo?

—No me hizo falta mirarlo. Agarraba la jarra con la izquierda, contó sus ganancias con la izquierda y fue ésa la que empleó cuando intentó amenazarme.

—¿Y todo esto qué importancia tiene?

—Quizá ninguna. Pero tal vez esté relacionado con la enfermedad que asola la villa.

De camino al mercado, Alcuino le confió que las muertes de su ayudante y el boticario no parecían accidentales. Eran varias las personas fallecidas entre terribles dolores, y dado que ahora disponía de ayudante, se había propuesto averiguar lo que estaba sucediendo.

El encargado del puesto de grano, un hombre tuerto y demacrado, les informó que Hansser Kohl se había marchado hacía rato. Dijo que si se apresuraban lo encontrarían en el molino, pues debía almacenar allí un cargamento de cebada recién recibido. Les indicó cómo encontrar el lugar, un terreno escarpado al que se llegaba saliendo por la puerta sur de las murallas para seguir el curso del río un par de millas en dirección a las montañas.

Alcuino le agradeció la aclaración y reanudó la marcha. Atravesaron la ciudad, que abandonaron por la puerta meridional para, a continuación, tomar el margen del cauce, el cual remontaron a buen paso. De haber conservado el resuello, Theresa le habría preguntado cómo era posible que no se cansara, pero el fraile no le dio oportunidad. Cuando por fin alcanzaron las inmediaciones del molino, ella apenas podía con su alma.

Se detuvieron un instante para observar el paisaje, con la figura del molino destacando imponente sobre el risco que el torrente había excavado entre las rocas.

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