Authors: Antonio Garrido
—¿Tan temprano?
—Si voy tarde, los chiquillos no dejarán ni una.
—Abrígate —dijo la mujer.
Gorgias miró a su esposa con cariño. Rutgarda era una buena mujer. La estrechó entre sus brazos y la besó en la boca. Luego cogió la talega con su material de escritura y se abrió camino hacia las dependencias catedralicias.
Mientras Gorgias ascendía por las callejuelas dormidas, se preguntó sobre el asaltante que días atrás le había robado el pergamino, recordando el suceso como si lo reviviera: la sombra agazapada abalanzándose contra él; unos ojos de hielo resaltando sobre el embozo que protegía su rostro. Luego aquel dolor agudo atravesando su brazo, y por último, tan sólo tinieblas.
«Unos ojos de hielo», se dijo con amargura. Si por cada par de ojos claros que encontrase en Würzburg le regalasen un puñado de trigo, llenaría su granero en una semana.
Por un momento anheló que aquel robo hubiese obedecido a un capricho del destino; al desvarío de un muerto de hambre en busca de un mendrugo que llevarse a la boca. En tal caso, el borrador yacería abandonado en algún camino, estropeado por la lluvia o roído por las alimañas. Sin embargo, era de necios imaginar algo semejante. Con toda seguridad, el ladrón conocía de antemano su incalculable valor. Se preguntó entonces quién podría codiciar aquel pergamino.
Eran varios los clérigos y domésticos que tenían acceso al
scriptorium
, aunque difícilmente podrían haber concebido la valía del documento sin haber escuchado a Wilfred, el único conocedor del secreto. En ese momento resolvió confeccionar una lista de posibles sospechosos.
Gorgias ingresó en la basílica por la entrada lateral que comunicaba directamente con el claustro. Allí se detuvo para rezar por Theresa. Cuando se le acabaron las lágrimas, trazó la señal de la cruz sobre la tierra, luego atravesó las cocinas sin saludar al cirellero y se dirigió a toda prisa hacia el
scriptorium
.
Halló la estancia vacía, de modo que podría trabajar hasta
tercia
sin interrupciones. Cerró la puerta, entornó los postigos y encendió cuidadosamente la miríada de cirios que yacían desperdigados encima de los pupitres. Cuando las llamas doblegaron la penumbra, extrajo de una arqueta los útiles de escritura y una tablilla de cera de la que borró sus anotaciones con el extremo romo de un estilo. Luego se acomodó en un taburete, y tras desentumecerse las manos, comenzó a escribir la lista.
Durante un rato desplazó el punzón sobre la cera, apuntando y borrando nombres de sospechosos sin que ninguno le satisficiera. La herida del brazo volvió a molestarle, pero apenas le prestó atención. Lo importante era recobrar el pergamino. Una vez concluida la relación, repasó uno por uno los nombres seleccionados.
En primer lugar figuraba Genserico, el coadjutor y secretario de Wilfred, un viejo apergaminado que, de no ser por su persistente olor a orina, podría confundirse con una de las esculturas que flanqueaban los deambulatorios del claustro. Genserico hacía las veces de vicario general, lo cual significaba que junto con Wilfred se ocupaba de la administración regular y las cuentas del condado.
A continuación aparecía Bernardino, un fraile hispano de estatura ridícula que manejaba con firmeza el servicio doméstico. Su cargo le permitía entrar y salir de cualquier dependencia, de modo que no resultaría extraño que estuviese al tanto de la existencia del pergamino.
Seguidamente venía Casiano, el joven maestro de chantre, un toscano cuya voz almibarada le había recordado siempre a la de una mujerzuela. Como responsable del coro, Casiano solía acceder a la parte de la biblioteca en que se guardaban los salterios, los tetragramas y las antífonas. Además, era de los pocos que dominaban la lectura, lo cual lo convertía en un serio sospechoso.
Y por último, Theodor, un gigantón de aspecto bondadoso, pero con los ojos más claros que pudiera recordar. Trabajaba de mozo para todo, aunque debido a su fortaleza, a menudo asistía a Wilfred en sus desplazamientos por la fortaleza.
Previamente había borrado a Jeremías, su auxiliar particular, y a Emilius, el anterior escriba, haciendo también lo propio con el cubiculario Bonifatius y con Cirilo, el magistral de los novicios. Los tres últimos sabían leer, pero Bonifatius había perdido casi por completo la vista, y tanto Cirilo como Emilius gozaban de su absoluta confianza.
El resto del servicio y de los hombres de Wilfred, o bien no sabían leer, o no tenían acceso al
scriptorium
.
Gorgias releyó la tablilla mientras se masajeaba el antebrazo herido: Genserico, el viejo coadjutor; Bernardino, el enano; Casiano, el maestro de chantre; Theodor, el gigantón… Cualquiera de ellos podría haber ideado el asalto, incluido el propio Korne, a quien no había olvidado.
Intentaba resolver el dilema cuando unos golpes retumbaron en la puerta. Gorgias escondió la tablilla y se apresuró a abrir. Sin embargo, al empuñar el cerrojo comprobó que éste se había atascado en su alojamiento. Los golpes insistieron, acompañados de una voz apremiante, así que Gorgias forcejeó el picaporte hasta que la puerta cedió con un seco crujido. Al otro lado aguardaba Genserico, el viejo coadjutor. Su mirada líquida recorrió el fondo de la estancia.
—¿Se puede saber a qué tanta urgencia? —preguntó Gorgias con enojo.
—Lamento molestaros, pero Wilfred me pidió que os avisara. Me extrañó encontrar la puerta atrancada, y pensé que tal vez tuvieseis problemas.
—Por todos los santos. ¿Acaso nadie comprende que mi único problema es el trabajo que se acumula en este
scriptorium?
¿Qué desea Wilfred ahora?
—El conde precisa veros. En sus aposentos —puntualizó.
«En sus aposentos…» Un escalofrío le sacudió el espinazo.
Por lo que él sabía, a excepción de Genserico nadie más tenía acceso a las dependencias privadas de Wilfred. De hecho, los domésticos solían comentar que, aparte del coadjutor, nadie más conocía el camino. Frunció el ceño. No entendía el porqué, pero intuía que aquella llamada no le acarrearía nada bueno.
Se tomó el tiempo necesario para limpiar sus útiles y recoger los documentos que presumió necesitaría para el encuentro con Wilfred. Cuando terminó, el coadjutor inició la marcha con andares cansinos. Gorgias le siguió a una distancia prudencial mientras trataba de imaginar el motivo de aquella convocatoria.
Desde el
scriptorium
tomaron el pasillo que flanqueaba el refectorio, dejaron a un lado las cillas donde se almacenaba el grano, cruzaron el atrio del claustro y se adentraron en la sala capitular situada a espaldas del nártex, entre el contracoro de piedra y la capilla de los novicios. Al fondo de la capilla se abría un pasadizo que comunicaba con la sala capitular, habitualmente cerrada por una gruesa puerta. En aquel punto Genserico se detuvo.
—Antes de continuar, deberéis jurar que nada de lo que veáis saldrá de vuestros labios —advirtió.
Gorgias besó el crucifijo que colgaba de su cuello.
—Lo juro ante Cristo.
Genserico asintió con la cabeza. Luego sacó un trozo de tela de entre sus mangas y se la tendió.
—Debo pediros que os cubráis.
Gorgias no protestó. Agarró la capucha y se la colocó sobre la cabeza.
—Ahora sujetad este cabo y permaneced atento a mis indicaciones.
Gorgias extendió las manos hasta tropezar con la cuerda que le ofrecía Genserico. Sintió cómo el viejo la anudaba a su brazo y comprobaba la colocación de la capucha. Instantes después, el chirriar de unos goznes le anunció el inicio del camino. De repente el cabo se estiró, obligándole a avanzar a trompicones sin más apoyo que el de sus titubeantes pasos. Siguió a ciegas los tirones de la cuerda, tanteando las paredes con el brazo herido, auxiliado de vez en cuando por las escuetas advertencias de Genserico. Durante el trayecto apreció al tacto cómo las paredes comenzaban a rezumar una humedad untuosa, impropia de aquellos edificios. Gorgias se preguntó en qué parte de la fortaleza se encontraría, pues llevaban ya un buen trecho recorrido. Hasta el momento había advertido la apertura de al menos cuatro puertas, el ascenso por una angosta escalera y un desagradable olor a excrementos que sin duda procedía de alguna letrina cercana. Le pareció descender por una rampa prolongada, que luego remontó a través de un terreno irregular y resbaladizo. Poco después la cuerda se aflojó, anunciando el fin del camino. Escuchó otro cerrojo y la voz ronca del conde resonó en sus oídos.
—Entrad, Gorgias, os lo ruego.
Gorgias, aún encapuchado, se adentró conducido por Genserico. La puerta se cerró a sus espaldas y el lugar quedó sumido en un inquietante silencio.
—Supongo, mi buen Gorgias, que os preguntaréis el porqué de mi llamada…
—Así es, vuestra dignidad. —La capucha le asfixiaba.
—Bien. Pero antes de satisfacer vuestra curiosidad debo recordaros el juramento que habéis hecho a Genserico. Nunca, bajo pena de condenación eterna, hablaréis con nadie de lo que aquí veáis o escuchéis. ¿Está claro?
—Tenéis mi palabra.
—Bien, bien… ¿Sabéis?, resulta paradójico que en ocasiones, cuanto mayor es el ahínco con que servimos a Dios, mayores son las pruebas que éste nos envía. Anoche mismo —prosiguió—, al poco de retirarme comencé a sentirme indispuesto. No es la primera vez que me ocurre, aunque en esta ocasión el dolor se tornó tan insoportable que hube de requerir la presencia de nuestro médico. Zenón opina que el mal de mis piernas se extiende por el resto del cuerpo. Por lo visto no existe cura, o si la hay, al menos él la desconoce, de modo que sólo me resta guardar reposo hasta que remitan los dolores. ¡Pero por Dios santísimo! ¡Quitaos esa capucha, que parecéis un condenado!…
Gorgias obedeció.
Nada más desprenderse de la tela, alcanzó a vislumbrar lo que en otro tiempo debía de haber sido una antigua sala de armas. Observó las descarnadas paredes de bloques de piedra dispuestos en ordenadas hileras que sólo alteraba una ventana de alabastro a través de la cual se filtraba una lánguida penumbra. En el muro principal, labrado sobre los sillares de roca, advirtió los restos de un crucifijo que parecía velar la enorme cama adovelada. Sobre ella descansaba Wilfred, recostado entre gruesos almohadones. Respiraba con dificultad, como si un peso insoportable le oprimiera el pecho transformando su rostro en una máscara abotargada. A su izquierda se veía una mesilla con las sobras del desayuno, flanqueada por un baúl sobre el que descansaban un par de casullas y un hábito de lana burda. En el extremo opuesto, una bacinilla limpia, una mesa, instrumentos de escritura y una hornacina excavada en la piedra. Ningún otro mueble adornaba la sala. Tan sólo una endeble silla aguardaba desnuda a los pies de la cama.
Le extrañó no hallar ningún códice, ni siquiera una copia de la Biblia. Sin embargo, cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, distinguió la existencia de otra sala más pequeña en la que se adivinaba el
scriptorium
privado de Wilfred.
De repente, unos amenazadores gruñidos le hicieron retroceder.
—No os asustéis —sonrió el conde—. Los pobres perros están algo inquietos, pero no son peligrosos. Pasad y acomodaos.
Antes de aceptar, Gorgias comprobó que los animales se encontraban amarrados al artefacto rodante que Wilfred empleaba para desplazarse. También advirtió que Genserico, el coadjutor, había abandonado la sala.
—Vos diréis —dijo Gorgias sin apartar la mirada de los fierros.
—En realidad sois vos quien debe decirme. Han transcurrido seis días desde la última vez que hablamos y aún no he sabido de vuestros progresos. ¿Habéis traído el pergamino?
Gorgias tomó aire y lo exhaló lentamente. Aunque había urdido una excusa que creía convincente, no pudo evitar que la voz le temblara.
—Honorabilísimo; no sé bien cómo empezar… —Tosió—. Lo cierto es que debo confesaros un asunto que me preocupa. ¿Recordáis el problema de la tinta?
—No con exactitud. ¿Algo sobre su fluidez?
—Así es. Tal como os comenté, las plumas de que dispongo no retienen la tinta el tiempo suficiente. El exceso de flujo origina borbotones y salpicaduras, y lo que es peor: en ocasiones, verdaderos regueros. Por ese motivo intenté elaborar una nueva mixtura que corrigiese el problema.
—Sí. Algo creo recordar. ¿Y bien?
—Tras varios días de reflexión, anoche decidí verificar mis conclusiones. Calciné cascara de nuez que añadí a la tinta, y la mezclé con un suspiro de aceite para densificarla. También probé con ceniza, algo de sebo y una pizca de alumbre. Por supuesto, antes de utilizarla me aseguré de lo acertado de la composición practicando sobre otro pergamino.
—Por supuesto —contemporizó.
—Desde el primer momento comprobé que la pluma se deslizaba sobre el pergamino como si flotase en una balsa de aceite. Las letras surgían ante mí sedosas y brillantes, tersas como la piel de una joven, negras como el azabache. Sin embargo, en el escrito original, al repasar las unciales ocurrió el accidente.
—¿Un accidente? ¿A qué os referís?
—Esas letras, las unciales, requerían de un acabado acorde con la excelencia del documento. Debía retocarlas hasta lograr unos bordes limpios y delimitados. Desgraciadamente ese proceso ha de realizarse antes de la aplicación de la última capa de talco.
—¡Por todos los santos, dejaos de sermones y explicadme qué ha ocurrido!
—Lo siento. No sé cómo disculpar mi torpeza. El hecho es que con la falta de sueño olvidé que días atrás ya había aplicado el talco. Los polvos impermeabilizaron la superficie, y al repasar las mayúsculas…
—¿Qué?
—Pues que todo se estropeó. ¡Todo el maldito trabajo se fue al infierno!
—¡Por Dios santísimo! Pero ¿no decíais que habíais resuelto el problema? —repuso Wilfred con ademán de incorporarse.
—Me sentía tan satisfecho que no reparé en el yeso —le explicó—. El secante, al cubrir los poros impidió que el material absorbiese la tinta, lo que favoreció que se extendiera hasta arruinar el pergamino.
—No puede ser —repitió incrédulo—. ¿Y un palimpsesto? ¿No habéis preparado un palimpsesto?
—Podría intentarlo, pero al raspar el cuero quedarían marcas que revelarían la naturaleza de la reparación, y eso resultaría inaceptable en esta clase de manuscrito.
—Enseñadme el documento. ¿A qué esperáis? ¡Enseñádmelo! —gritó.
Gorgias extrajo con torpeza un trozo de piel arrugado que tendió a Wilfred; sin embargo, antes de que éste pudiera alcanzarlo, retrocedió unos pasos y lo desgarró en pedazos. Wilfred se agitó como si le quemaran por dentro.