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Authors: Antonio Garrido

La escriba (15 page)

No lo pensó más. En cuanto el viejo desvió la mirada, dio media vuelta y echó a correr, pero al poco perdió pie y resbaló. Nada más caer sintió el aliento del perro en la espalda. Esperó quieta el mordisco fatal, pero el animal no se movió. Entonces el hombre se acercó y le tendió su mano cubierta de costras. Theresa se apartó cuanto pudo.

—¿Te asustan mis llagas? —rió—. También a los bandidos. Vamos, levanta. Es sólo tintura.

Theresa observó las úlceras, que vistas de cerca parecían manchas, pero aun así no se fio. Entonces el hombre se frotó las manos y las heridas desaparecieron.

—Ya ves que no miento. Venga. Siéntate ahí y quédate quieta. —Le devolvió la talega—. Con lo que llevas aquí no llegarás muy lejos.

—¿No tiene la lepra? —balbuceó.

—Claro que no —rio—. Pero es un disfraz que en más de una ocasión me ha salvado el pellejo. Fíjate bien.

El hombre cogió un puñado de arena del río y la escurrió entre las manos. Luego sacó un frasco con tintura oscura que vertió sobre la arena hasta lograr una mezcla uniforme, le añadió otra loción y se aplicó el emplasto sobre los brazos.

—Suelo mezclarlo con engrudo porque así agarra cuando se seca. Los bandidos temen más a un leproso que a un ejército. —Miró un momento el cadáver—. Todos menos éste… —señaló—. El muy cabrón pretendía robarme las pieles. Ahora que se las robe al diablo. Por cierto… ¿desde cuándo te dedicas a asaltar a los muertos?

Cuando Theresa fue a contestar, el viejo se agachó y sin apartar los cangrejos comenzó a registrar el cadáver. Encontró una bolsa atada al interior de una especie de fajín, la abrió, sonrió al ver su contenido y la guardó entre sus ropas. A continuación le arrancó unos colgantes de los que pendían unas extrañas piedras de color pardo, cogió el
scramasax
, se lo enfundó junto al suyo y, por último, giró el cuerpo del muerto. Al no hallar nada más de interés, lo dejó de nuevo entre las piedras.

—Bien —dijo—. Este hombre ya no lo necesita. Y ahora, ¿me vas a contar qué haces en este lugar?

—¿Lo matasteis vos?

—Yo no. Fue éste —dijo palpándose el cuchillo—. Supongo que llevaba un rato rondándome. Debía de ser imbécil, porque en lugar de liquidarme fue directamente por las pieles.

—¿Las pieles?

—Las que llevo ahí atrás, en el carro —señaló.

Theresa miró hacia donde indicaba el viejo y se alegró al distinguirlo: si existía un carro, debía de existir un camino.

—Se le ha roto una rueda y ando a ver si la arreglo. Tú en cambio deberías largarte. Seguro que este hombre no viajaba solo. —Le entregó los zapatos.

A continuación dio media vuelta y echó a andar hacia el bosque.

—Espere. —Se calzó y corrió tras él—. ¿Va hacia Fulda?

—No se me ha perdido nada en esa ciudad de curas.

—Pero ¿conoce el camino?

—Desde luego. Igual de bien que los salteadores.

Theresa no supo qué contestar. Le siguió hasta la carreta observando sus andares, propios de un hombre más joven. Entonces se fijó en sus dientes, que aunque grandes y torcidos, advirtió sin huecos y extraordinariamente blancos. Le calculó la edad de su padre. Él se agachó junto a la rueda partida y comenzó a trabajar en ella. Luego paró y miró a Theresa.

—No me has contestado. ¿Qué hurgabas en el cadáver? ¡Maldición! Mira cómo me has puesto el brazo —dijo mientras se limpiaba los arañazos que le había inferido Theresa—. ¿Acaso creías que el diablo venía en tu busca?

—Me dirigía hacia Fulda. —Carraspeó—. Vi a ese hombre muerto y pensé que tal vez tuviese un eslabón. Perdí el mío al cruzar el lago.

—¿Dices que cruzaste el lago? A ver… acércame esa maza. ¿Entonces venías de Erfurt?

—Así es —mintió. Le entregó la herramienta.

—Entonces conocerás a los Peterssen. Regentan un horno a pocas casas de la catedral.

—Sí, claro —volvió a mentir.

—¿Y qué tal les va? No les veo desde el verano.

—Bien… supongo. Mis padres viven lejos del pueblo.

—Ya —dijo torciendo el gesto. Golpeó con fuerza la cuña y la rueda saltó de su eje.

Theresa dio un respingo. Pensó que no la había creído.

—Ahora viene lo difícil —continuó el hombre—. ¿Ves este rayo? Está partido. Y ese otro también. ¡Maldita mierda de madera! Cambiaré el más estropeado y el otro lo repararé con un par de listones. Toma. Agarra la vara y cuando golpee haz sonar la campanilla. Si los bandidos han de oírnos, que escuchen también la música de los leprosos.

Theresa advirtió que el viejo había desenganchado el caballo y dispuesto varias piedras bajo el carro para evitar su caída. Él se dirigió a la parte trasera y sacó un palo que resultó ser un rayo de repuesto. Dijo que siempre llevaba uno porque tallar la madera de roble era muy complicado. Lo comparó con los rotos antes de repasar su extremo con una azuela.

—¿Tardará mucho?

—Espero que no. Si lo hiciese como Dios manda se me echaría la noche encima: tendría que extraer la llanta de hierro, desmontar los cuatro cercos y sustituir los rayos. No es difícil, porque los cercos son de fresno, pero luego engastar los pivotes, las lenguas y los pies de los rayos… ¡Una tarea de demonios! Serraré los extremos y los ajustaré con la maza. Ahora agita la campanilla.

Theresa balanceó la vara y la campana tintineó. El martillazo retumbó en todo el bosque. La joven trató de sofocar el eco agitándola más fuerte, pero por más que lo intentó, los golpes prevalecieron durante toda la mañana.

Después de comer hablaron un rato. Él dijo que se llamaba Althar y era trampero, que vivía en el bosque, en una cabaña de madera con su esposa y con
Satán
. En invierno cazaba y en verano vendía las pieles en Aquis-Granum. Ella le confió que había huido de un matrimonio de conveniencia. Luego le pidió ayuda para llegar hasta Fulda, pero él se negó. Cuando terminó con el carro, se despidió de Theresa.

—¿Se va? —preguntó la joven.

—Así es. Regreso a casa.

—¿Y yo?

—Tú, ¿qué?

—¿Qué haré yo?

Althar se encogió de hombros.

—Lo que deberías haber hecho desde un principio: regresar a Erfurt y casarte con ese hombre al que dices odiar. Seguro que no es tan malo.

—Antes prefiero a los sajones. —Lo dijo con tal convencimiento que se admiró de su propia mentira.

—Por mí puedes hacer lo que quieras. —Althar enganchó el caballo al arnés y comenzó a retirar las piedras que lo frenaban—. Pero espabila. Tal vez estén buscándole —dijo señalando al muerto—. Acercaré el caballo al río. En cuanto beba, marcharé soltando ascuas.

Theresa se volvió y comenzó a alejarse. Mientras caminaba, observó el bosque, denso y frío como un cementerio, y unas lágrimas asaltaron sus mejillas. A los pocos pasos se detuvo, sabedora de que si proseguía sola, moriría. Althar parecía un buen hombre, pues de lo contrario ya le habría causado daño. Además, estaba casado y conocía a los Peterssen. Tal vez le permitiera acompañarle.

Se volvió para hablarle de sus habilidades como costurera y mentirle sobre las de cocinera, pero a Althar no pareció impresionarle.

—También sé curtir pieles —añadió.

Entonces el viejo la miró de reojo, cavilando que no le vendría mal algo de ayuda. El trabajo con el cuero requería destreza, y su mujer, desde las últimas fiebres, apenas si movía las manos. Volvió a mirarla y meneó la cabeza. Seguramente aquella muchacha era una malcriada que sólo le complicaría la vida. Además, su esposa recelaría de una chica joven.

Apartó a un lado la última piedra y subió al carro.

—Mira, muchacha. Me caes bien, pero entiéndelo: serías un estorbo. Otra boca que alimentar. Lo siento. Regresa a tu pueblo y pídele perdón a ese hombre.

—No volveré.

—Pues haz lo que te plazca. —Y arreó al animal.

Theresa no supo qué decir. De repente recordó los cepos encontrados junto al caballo de Hóos.

—Le recompensaré.

Althar enarcó una ceja y la miró de soslayo.

—No creo que pudieras. Ya estoy mayor para mover la polla.

La joven pasó por alto aquel comentario.

—Mire sus cepos… Están viejos y oxidados —observó mientras caminaba a la altura del carro.

—También yo, y aún me valgo.

—Pero yo puedo proporcionarle unos nuevos. Sé dónde encontrarlos.

Althar detuvo al animal. Desde luego le resultarían útiles otras trampas, pero en verdad lo que le apenaba era la suerte de aquella chica. Theresa le contó el episodio de los lobos y le explicó la carga que contenían las alforjas. También le describió el lugar donde sucedió.

—¿Estás segura de que fue en ese barranco?

Ella asintió, y Althar pareció pensárselo.

—¡Maldita sea! ¡Anda! Sube al carro. Conozco un sendero que nos llevará a ese cortado. ¡Ah! Y cámbiate de ropa, o morirás antes de indicarme el lugar exacto.

La joven saltó a la carreta, se acomodó en el estercolero de pieles que abarrotaba el interior, y a continuación docenas de fardos comenzaron a traquetear bailando al trote del caballo. Theresa reconoció pellejos de castor y venado, e incluso alguno de lobo en bastante mal estado. Varias pieles aparecían curtidas, pero la mayoría se encontraba sembrada de insectos que pululaban entre los pelajes resecos y los restos de sangre, como si las hubiesen despellejado aquella misma mañana. Se apartó cuanto pudo, porque despedían un hedor irrespirable, y se cubrió con una piel seca que encontró aceptable. A su espalda descubrió una especie de orza tapada con un cedazo pringoso que dejaba escapar un delicioso aroma a queso.

Theresa se apretujó la barriga tratando de calmar los lamentos de sus intestinos. Luego se echó hacia atrás y cerró los ojos. Sus recuerdos viajaron hasta Würzburg, a las madrugadas de invierno en que Gorgias la desperezaba con un beso para que le acompañase a encender el horno que había construido detrás del aprisco. Rememoró las nevadas cubriendo los campos, y cuánto agradecía el calor de los rescoldos cuando acompañaba a su padre y le leía algún manuscrito. Se preguntó si alguna vez Althar habría visto un libro.

Miró a
Satán
. El animal seguía el carro a una pedrada de distancia, moviendo sus ojillos con más inteligencia de la que había observado en algunos mozos que conocía. De vez en cuando se acercaba hasta el caballo para atrapar al vuelo los trozos de carne que Althar le arrojaba. Theresa escuchó sus tripas de nuevo y preguntó a Althar que cuándo comerían.

—¿Crees que me regalan la comida? Ya habrá tiempo, muchacha. Ahora coge esas pieles y comienza a limpiarlas. El cepillo está ahí, junto al arco.

Theresa no rechistó. Se acercó uno de los fajos más nutridos, desató los tendones que lo mantenían anudado y se colocó una piel sobre los muslos. Comenzó a trabajar con denuedo. A la primera sacudida, un enjambre de insectos se desprendió de la piel y cayó al suelo, desperdigándose entre los tablones. Continuó cepillando sin levantar la vista de las pieles hasta que acabó con el fajo, y sin concederse un respiro, prosiguió con un segundo fardo. Cuando terminó, Althar le señaló un tercero.

—Después limpia los cepos hasta dejarlos relucientes —dijo.

Theresa agarró las trampas, escupió sobre la porquería y se empeñó con arresto en la nueva tarea. Luego, mientras frotaba los artilugios, se preguntó qué don especial poseería Althar para las artes de la caza, pues de otro modo no se explicaba tal acopio de pieles. Cuando por fin acabó la faena se lo comunicó a Althar, quien, extrañado por su diligencia, detuvo el carro y tras comprobar los resultados sonrió y puso pie a tierra.

—De acuerdo, muchacha. Vamos a llenar la panza.

Acto seguido, se dirigió a la parte posterior del carro y, luego de revolverlo, sacó una taleguilla de tela que depositó en el suelo. Al momento,
Satán
se acercó a olisquear, pero Althar lo apartó de un puntapié. Luego se volvió hacia Theresa.

—Sube a ese altozano y abre bien los ojos. Si ves algo raro: algún fuego, relinchos, hombres, cualquier cosa extraña, avisa con unos ladridos.

—¿Ladridos? —repitió Theresa incrédula.

—Sí. Ladridos… Sabrás ladrar, ¿no?

Theresa imitó el sonido con desigual fortuna. Aunque a ella se le antojó horrible, Althar se dio por satisfecho.

—Apresúrate, anda. Y lleva contigo la campanilla.

Mientras ella ascendía el repecho, él preparó unas tajadas de queso a las que añadió unos pedazos de pan duro. Después abrió un par de cebollas. Se apropió de la ración más grande y avisó a Theresa.

—Todo tranquilo —informó la joven.

—Bien. A este paso llegaremos al barranco antes del mediodía. Comeremos ahora porque ya no nos detendremos. Ahí atrás, bajo las trampas, encontrarás algo de vino. Y si quieres, abrígate más, que debes de estar helada.

El trampero se encaramó al carro y arreó al caballo. Theresa hizo lo propio y, sin bendecir las viandas, comenzó a devorarlas acompañándolas con un trago de vino que le supo a gloria.

Poco después atravesaron una franja boscosa anegada por unos lodazales. A partir de ese momento, Althar mudó el semblante y comenzó a mostrarse más cauto. Cualquier ruido le hacía dar un respingo, volvía la cabeza continuamente, y a cada poco detenía el carro para ponerse en pie y otear los alrededores.

Por momentos, a ella le pareció que
Satán
olfateaba el peligro. El animal ya no se mantenía apartado. Con las orejas enhiestas y el rabo estirado, seguía atento los movimientos de su amo.

Habrían cubierto un centenar de pasos cuando el perro empezó a ladrar. Althar frenó en seco el carro, echó pie a tierra y se adelantó un trecho. Con gesto preocupado ordenó silencio a Theresa, y lentamente acercó la mano a su
scramasax
. A continuación, sin mediar palabra, se irguió y desapareció entre la maleza.

A Theresa empezaron a traicionarle los nervios. Intentó alzarse de puntillas para ver más allá de lo que su estatura le permitía, pero las heridas de los pies se lo impidieron. No sabía la razón, aunque presentía que algo terrible estaba a punto de suceder. Pasados unos instantes, Althar apareció con el rostro desencajado.

—Acompáñame. Rápido.

Theresa saltó del carro y lo siguió por la espesura. El trampero caminaba encorvado, como un gato al acecho de su presa, mientras la muchacha le seguía a duras penas esquivando las ramas que él apartaba a su paso. Avanzaron con dificultad debido a la hojarasca y al fango de las últimas lluvias. En algunos lugares, la maleza se cerraba tanto que lo único que Theresa alcanzaba a ver era el trasero de Althar, a un palmo de su rostro. De repente él volvió la cabeza para pedirle silencio, y luego, lentamente, se apartó a un lado dejando ante sus ojos una escena de muerte y desolación.

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