Authors: Antonio Garrido
—Pero aun así, tienes que ir a la guerra…
—Así es. Por lo general las levas sólo entran en combate con la llegada del verano, cuando la siega ya ha finalizado, así que en ese momento preparo mis pertrechos, recluto a los que me acompañarán a la contienda y acudo a la llamada.
—¿También dispones de siervos? —se sorprendió.
—Siervos no. Llámalos colonos, manumisos o
mancipia
. Pero no son siervos; son hombres libres. Unos veinte, entre hombres y mujeres. Como comprenderás, yo solo no podría explotar esos terrenos. Por suerte, Aquis-Granum rebosa de desheredados procedentes de todos los rincones del reino: aquitanos, neústrios, austrasios, lombardos… Acuden a la corte creyendo que harán fortuna, y acaban desesperados en busca de un mendrugo que llevarse a la boca. Entre tanta gente, sólo has de elegir con tino a quién arrendar la tierra.
—Entonces, ¿eres rico?
—No, por Dios, ya me gustaría —rio—. Los colonos son gente humilde. Como pago por su usufructo me entregan una parte de la cosecha, más ciertas corveas semanales. Ya sabes: limpiar los caminos, reparar algún cercado y tareas semejantes. En ocasiones me ayudan a arar los mansos que reservo para mi uso, pero como te decía, todo eso no es demasiado. Mis posesiones ni se aproximan a las de un
antrustion
del rey.
—Y dime, Hóos, ¿es Aquis-Granum hermoso?
—¡Oh! Desde luego, tan hermoso como pudiera serlo un enorme bazar si dispusieses de los suficientes denarios. Te diré que en una sola de sus calles se abarrota más gente que en toda la ciudad de Würzburg. Tanta que te perderías. A cada paso surgen comercios de carnes o aperos, de hebillas o guisados; justo a su lado se elevan otros repletos de telas y sederías, y apretujado entre cada dos, donde apenas si cabe una alfombra, encontrarás un tercero en el que te ofrezcan desde un tarro de miel hasta una espada aún ensangrentada.
Le contó que las calles serpenteaban como una vieja maraña tejida por manos temblorosas, entrecruzadas mil veces en una urdimbre de covachas, tabernas y lupanares. De vez en cuando surgían pequeñas plazas de incontables esquinas que acogían a la multitud, donde rateros y lisiados competían con borrachos, transeúntes y animales, a la búsqueda del mejor lugar para sus negocios. Al final, las callejas confluían en una rambla por la que podría desfilar un regimiento a caballo, y donde ésta acababa, al flanco de la gran basílica, se alzaba majestuoso un imponente edificio de ladrillos negros. El palacio del rey Carlomagno.
Theresa escuchaba embelesada. Por un instante creyó estar viendo su lejana Constantinopla.
—¿Y hay juegos, y foro, y circo?
—No te entiendo.
—Como en Bizancio… Edificios de mármol, avenidas empedradas, jardines y fuentes, teatros, bibliotecas…
Hóos enarcó una ceja. Imaginó que Theresa bromeaba. Le dijo que lugares así sólo existían en las fábulas.
—Te equivocas —respondió contrariada.
Al punto se levantó y miró hacia otro lado. No le importaba si Aquis-Granum tenía o no jardines con fuentes, pero le dolía que Hóos dudase de su palabra.
—Deberías conocer Constantinopla —añadió—. Recuerdo Hagia Sofía, una catedral como jamás llegarías a imaginar. Tan alta y espaciosa que su interior podría acoger a una montaña. O el hipódromo de Constantino, de dos estadios de longitud, donde cada mes se celebraban juegos y competiciones de aurigas. Recuerdo los paseos por las murallas de Teodosio —sus ojos se iluminaron—, unas defensas de piedra que resistirían el envite de cualquier ejército; las fuentes iluminadas, haciendo brotar agua del suelo; los suntuosos desfiles imperiales, interminables batallones de soldados encabezados por columnas de elefantes primorosamente engalanados… Sí. Deberías conocer Constantinopla. Así sabrías cómo es el paraíso.
Hóos se quedó boquiabierto. Aunque aquello no fuera más que fantasía, admiró la portentosa imaginación de la muchacha.
—Desde luego que me agradaría conocer el paraíso —afirmó burlón—, pero no quiero morir tan pronto. Por cierto… ¿qué son los aurigas?
—Son conductores de carros a los que uncen varios caballos. Pero no carros como los tirados por bueyes. Aquéllos son pequeños y ligeros, y, sobre todo, veloces como el viento.
—Como el viento… ya. ¿Y los elefantes?
—¡Oh! Los elefantes… Deberías verlos —rio—. Son animales enormes como casas, de piel acerada inmune a los dardos. Poseen gruesas patas que semejan troncos de árbol, y por su boca asoman dos colmillos gigantescos con los que embisten como lanzas. Bajo los ojos agitan una nariz parecida a una enorme serpiente. —Sonrió ante la incredulidad de Hóos—. Sin embargo, pese a su fiero aspecto, obedecen a sus guías, y cabalgados por seis jinetes se comportan como el más dócil de los potros.
Hóos intentó reprimirse, pero finalmente se echó a reír.
—Bueno. Ya está bien por hoy. Deberíamos descansar un poco. Mañana nos espera un buen trecho hasta Würzburg —dijo.
—¿Y cuál es el motivo de tu viaje? —se interesó Theresa desoyéndole.
—Duérmete.
—Pero es que yo no quiero regresar a Würzburg.
—Ah ¿no? ¿Y qué pretendes? ¿Esperar aquí a que aparezcan, más sajones?
—No, claro que no. —Su gesto se ensombreció.
—Pues entonces deja de pronunciar desatinos y duerme un rato. No quiero tener que tirar de ti mañana.
—Aún no me has contestado —insistió ella.
Hóos, que ya se había tumbado junto al fuego, se incorporó de mala gana.
—Dentro de poco, un par de navíos cargados de alimentos zarparán de Fráncfort en dirección a Würzburg. En ellos viajarán personas importantes. El rey desea que se les acoja conforme a su rango y por ese motivo me envió como emisario.
—¿Y vendrán ahora, con las tormentas?
—Mira, ese asunto ya no es de tu incumbencia. Ni siquiera de la mía, así que acuéstate y duerme hasta mañana.
Theresa guardó silencio pero no logró conciliar el sueño.
Aquel joven la había ayudado, sí, pero apenas difería de los otros mozos, y seguramente, el que la hubiese salvado sólo obedecía al fruto de la providencia. Además, le resultó extraño que alguien con su posición cruzara las montañas desarmado y sin compañía. Sin apenas darse cuenta, cerró el puño sobre el cuchillo que guardaba bajo sus ropas y entornó los ojos. Luego, tras un rato imaginando su ansiada Constantinopla, se fue quedando dormida.
Por la mañana despertó antes que Hóos. El joven dormía profundamente, así que se levantó con cuidado, fue hasta la puerta y acercó su cara a una rendija. El frescor matinal la saludó. Sin pensar en el peligro, abrió despacio y salió al manto de nieve nueva que tapizaba el camino. Olía a paz, y no llovía.
Hóos aún dormitaba cuando regresó. Sin saber el motivo, ella se recostó contra su hombro y la templanza de su cuerpo la reconfortó. Por un instante se sorprendió a sí misma imaginándose junto a él en una ciudad lejana, en un lugar cálido y luminoso donde nadie la importunara por su afición a la escritura; un lugar donde poder conversar con un joven de mirada franca, distante de los problemas que tan inesperadamente habían irrumpido en su vida. Pero en ese instante acudió a su mente el recuerdo de su padre, y entonces se reprendió por su egoísmo y cobardía. Se preguntó qué clase de hija se dedicaría a fantasear con un mundo de felicidad mientras su padre soportaba el oprobio de sus pecados. La respuesta no la satisfizo. Entonces se juró que algún día regresaría a Würzburg para confesar sus pecados y devolver a su padre la dignidad que nunca debió haberle arrebatado. Luego volvió la vista hacia Hóos. Por un momento pensó en despertarlo y pedirle que la acompañase a Aquis-Granum; sin embargo, se contuvo, a sabiendas de que aunque se lo suplicase, él no lo aprobaría.
Con los dedos temblando, rozó su cabello antes de susurrarle un adiós impregnado de culpa.
Se levantó con cuidado y miró alrededor. Junto a la ventana descansaban las pertenencias que Hóos había sustraído a los cadáveres; principalmente, enseres de caza y ropa sucia. Aunque el joven las había revisado, ella volvió a examinarlas.
Entre los pliegues de una capa descubrió una cajita de madera con un eslabón afilado, lasca de pedernal y algo de yesca en su interior. También halló varias cuentas de ámbar enhebradas y una porción de huevas secas de pescado que no dudó en introducir en su bolsa junto a la caja. Desechó una correa medio podrida, pero aprovechó un pequeño odre de agua y un par de botas enormes que, haciéndolas ceder, calzó sobre sus propios zapatos. Luego se dirigió hacia donde yacían las armas que Hóos había limpiado antes de clasificarlas. Mientras las ordenaba, el joven le había explicado la habilidad de los sajones en el manejo del
scramasax
, un puñal ancho del que a veces se valían como espada corta, y de su torpeza con la francisca, el hacha ligera empleada por los ejércitos francos.
Pasó de largo ante los arcos de tejo y se detuvo frente al mortífero
scramasax
. Al empuñarlo, un temblor le sacudió el espinazo. Las armas le asustaban, pero si pretendía cruzar los pasos debería portar alguna. Finalmente se decidió por un cuchillo chato que juzgó mucho más ligero. Sin embargo, justo después de habérselo uncido, reparó en la daga que Hóos había depositado aparte.
Al contrario de los toscos puñales sajones, aquella daga lucía un minucioso labrado que ascendía por ambos lados de la hoja hasta imbricarse en un puño de plata coronado por una esmeralda. Era ligera y fría, y su filo refulgía delicadamente a la luz de las ascuas. Imaginó que poseería un valor incalculable.
Contempló a Hóos plácidamente dormido y la vergüenza le encogió el corazón. Él le había salvado la vida y ella le pagaba como una ladrona. Dudó un instante, pero al momento se deshizo del puñal y se unció la daga a su cíngulo. Luego, al tiempo que pronunciaba una disculpa imperceptible, cargó con la talega de su padre, se embutió en las pieles nuevas y abandonó la casa para adentrarse en el terrible frío de la madrugada.
El amanecer sorprendió a Hóos con Theresa ya lejos de la cabaña. La buscó por la cantera y los lindes del bosque, e incluso ascendió el curso del río antes de darse por vencido. De regreso a la vivienda se entristeció por el destino que aguardaba a la muchacha, pero más aún le apenó el hecho de que le hubiera robado su daga de esmeraldas.
Gorgias se despertó aterrado, tiritando por el sudor que le empapaba, incapaz aún de aceptar el que días atrás hubiera sepultado a su única hija. Vio a Rutgarda a su lado y la abrazó. Luego imaginó a Theresa cuando aún vivía, sonriente, enfundada en su vestido nuevo, dispuesta a realizar la prueba que la llevaría a convertirse en oficial de
percamenarius
. Recordó el ataque sufrido y cómo ella le había salvado la vida. Después el pavoroso incendio, su búsqueda desesperada, los heridos y los muertos… Lloró al revivir el instante en que contempló el cadáver de Theresa. De su hija apenas quedaban los jirones de aquel vestido azul que ella tanto adoraba.
Acurrucado junto a Rutgarda, sollozó hasta gastar sus últimas lágrimas. Pasado un rato se preguntó cuánto más podrían permanecer en la vivienda de sus cuñados, apretados como arenques, sin paja sobre la que acomodarse y a expensas de los tablones que Reinoldo disponía cada noche sobre el suelo de tierra.
Se dijo que sus cuñados formaban una familia excepcional. Pese al trastorno que les ocasionaban con su presencia, ambos les habían acogido con cariño, y tanto uno como otro se esforzaban para que ni él ni Rutgarda echasen en falta las comodidades de su antigua vivienda. Gorgias se congratuló por la fortuna de Reinoldo. Su trabajo como carpintero no dependía de las inclemencias del tiempo, de modo que incluso en los momentos más difíciles, el reparar un tejado podrido o recomponer las ruedas de un carro podían ayudarle a alejar el hambre de su casa.
Por un momento sintió que la envidia le asaltaba. Codició la sencillez de Reinoldo; el que su única preocupación consistiese en obtener el pan necesario para alimentar a sus retoños, o dormir junto al calor de su esposa. Reinoldo solía afirmar que la felicidad no dependía del tamaño de la hacienda, sino de quienes le esperaran a uno dentro de ella, y a juzgar por su familia, aquella frase no podía resultar más cierta.
Desde su llegada a la vivienda de Reinoldo, Rutgarda había atendido a los niños de la pareja, se había encargado de la limpieza y la costura, e incluso de la comida cuando había dispuesto de la suficiente como para utilizar la cocina. Eso había permitido a Lotaria entregarse a sus quehaceres como doméstica en la hacienda de Arno, uno de los ricos de la comarca. Él, por su parte, procuraba auxiliar a Reinoldo en la carpintería cuando el trabajo en el
scriptorium
y su maltrecho brazo se lo permitían. Sin embargo, pese a la hospitalidad de su cuñado, sabía que pronto debería encontrar otro lugar en el que alojarse, pues era posible que por su causa, Reinoldo fuera objeto de cualquier tropelía.
En aquel instante los pucheros de un pequeño hicieron que Lotaria y Rutgarda se movilizaran al ritmo de la llantina. Entre ambas adecentaron a los chiquillos, que tiritaban como si se hubieran caído al río, les frotaron los ojos con un poco de agua y los vistieron con casullas de lana limpias. Luego encendieron la lumbre y calentaron unas gachas resecas que en otro tiempo habrían ido directamente a la pocilga. Gorgias se levantó medio dormido, saludó con un gruñido y, tras rebuscar en un baúl destartalado, se cubrió con el delantal que habitualmente empleaba para su faena como escriba. Mientras lo hacía, dejó escapar un juramento como pago a los dolores con que le saludaba la herida de su brazo.
—Deberías cuidar tu lenguaje —le reprendió Rutgarda señalando a los niños.
Gorgias murmuró algo y entre bostezos se dirigió hacia el fuego procurando evitar los bártulos diseminados por toda la estancia. Se lavó la cara y se acercó al aroma de las gachas.
—Otro día de perros —se lamentó Gorgias.
—Al menos en el
scriptorium
no hace tanto frío.
—No estoy seguro de ir allí hoy.
—Ah, ¿no? ¿Y adonde irás? —preguntó extrañada.
Gorgias no respondió enseguida. Se había propuesto investigar el asalto sufrido antes del incendio, pero no deseaba inquietar a Rutgarda.
—Me quedé sin tinta en el
scriptorium
, así que pasaré por el bosque de nogales a ver si recojo unas cuantas nueces.