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Authors: Antonio Garrido

La escriba (13 page)

—Pero ¿habéis perdido el juicio?

—¿Es que no lo habéis entendido? —respondió Gorgias desesperado—. ¡Está arruinado!, ¿comprendéis? ¡Arruinado!

Wilfred emitió un sonido gutural mientras su cara se demudaba por la ira. Desde la cama intentó alcanzar los trozos de pergamino diseminados sobre la alfombra, pero al hacerlo perdió el equilibrio y cayó. Por fortuna, Gorgias logró sujetarle antes de que diera con sus huesos en el suelo.

—¡Soltadme! ¿Acaso creéis que no tener piernas me convierte en un inútil como vos? ¡Quitadme las zarpas, maldito manirroto! —bramó.

—Calmaos, vuestra dignidad. Ese documento estaba perdido. De hecho, ya he comenzado a trabajar en un nuevo pergamino.

—¿Un nuevo pergamino, decís? ¿Y qué haréis esta vez? ¿Echárselo a un perro para que lo guarde entre sus fauces? ¿O hervirlo y luego rajarlo con un cuchillo?

—Vuestra dignidad, os lo ruego. Tened fe. Trabajaré día y noche si fuera necesario. Os juro que en breve dispondréis del documento.

—¿Y quién os ha dicho que dispongo de ese tiempo? —replicó Wilfred mientras intentaba acomodarse—. El enviado papal podría llegar en cualquier momento, y si para entonces no dispongo de ese escrito… ¡Dios!, ¡no conocéis a ese prelado! No quiero ni pensar lo que podría sucedernos.

Gorgias se lamentó por su torpeza, pero lo cierto era que la herida del brazo le impedía progresar con la necesaria diligencia. Si la legación romana llegaba antes de tiempo, Wilfred podría excusarse argumentando que el original se había quemado durante el incendio. Gorgias tomó aire y habló de nuevo:

—¿Cuándo decís que llegará el prelado?

—No lo sé. En su última carta anunciaba que zarparía de Fráncfort a finales de año.

—Es posible que el temporal les retrase.

—¡Por supuesto! ¡Y también que aparezca ahora y me pille cagando!

Por un momento, Gorgias dudó si proponerle su idea, pero finalmente lo hizo.

—¿Cómo decís? —preguntó incrédulo el conde al escucharlo.

—Digo que, en caso de que ese enviado se presentase antes de tener listo el documento, tal vez pudierais decirle la verdad: que el original se quemó en el taller de Korne. Eso nos proporcionaría el tiempo suficiente.

—Comprendo. Y decidme, además de sugerir que le confirme vuestra ineptitud, y de paso la mía, ¿disponéis de alguna otra genial idea?

—Yo sólo pretendía…

—¡Pues por el amor de Dios, Gorgias, dejad de pretender y haced algo bien de una santísima vez!

Gorgias bajó la cabeza admitiendo su necedad. Alzó la mirada y observó el rostro pensativo del conde. Finalmente, Wilfred barruntó algo que hubo de repetir para que lo entendiera Gorgias.

—En fin. Tal vez os haya juzgado con demasiada dureza. No sería vuestra intención echar a perder tantas horas de trabajo.

—Desde luego que no, paternidad.

—Y esa idea vuestra… la del incendio —añadió el conde—. Es justo lo que ha sucedido…

—Así es —concedió Gorgias, un poco más tranquilo.

—Bien, bien. ¿Y creéis que en tres semanas podríais tener listo el documento?

—Con plena seguridad.

—Entonces, lo mejor será dar por concluida esta conversación y que comencéis el trabajo ahora mismo. Poneos la capucha.

Gorgias asintió. Se arrodilló, besó las manos arrugadas de Wilfred y se enfundó torpemente el verdugo. Luego, mientras aguardaba la llegada de Genserico, respiró por primera vez sin que el corazón le palpitara en la garganta.

Pese a avanzar a ciegas, el camino de vuelta se le antojó más breve que el de ida. Al principio lo achacó a las prisas de Genserico. Sin embargo, conforme avanzaban, advirtió que el coadjutor había tomado un itinerario distinto. De hecho, extrañó el hedor de las letrinas y las escaleras por las que había transitado durante la ida. Por un instante imaginó que el cambio obedecía al celo de Genserico, pues a aquellas horas los domésticos pulularían por todo el edificio, pero cuando el coadjutor le ordenó que se despojara de la capucha, advirtió con extrañeza que el lugar en que se encontraba le resultaba desconocido.

Gorgias examinó con detenimiento la pequeña sala circular, de cuyo centro emergía un altar sobre el que crepitaba una tea. La fluctuante luz amarilleaba los sillares de piedra y el techo de madera comido por la podredumbre. Entre las vigas se advertían borrosos dibujos de naturaleza litúrgica, levemente ennegrecidos por el humo de las velas. Dedujo que aquel recinto había sido una cripta cristiana, aunque a juzgar por su estado, cualquiera lo confundiría con las mazmorras de Hagia Sofía.

En un lateral apreció una segunda puerta clausurada con un cerrojo.

—¿Y este lugar? —preguntó sorprendido.

—Una antigua capilla.

—Ya lo veo. Sin duda un lugar interesante, pero comprended que me debo a otras obligaciones —replicó perdiendo la paciencia.

—Todo a su tiempo, Gorgias… Todo a su tiempo.

El coadjutor esbozó un simulacro de sonrisa. Sacó una vela de una bolsa, la encendió y la colocó en un extremo del altar de piedra. Luego se dirigió hacia la puerta que Gorgias había divisado con anterioridad y descorrió el enorme pasador que la mantenía atrancada.

—Pasad, os lo ruego. —Gorgias desconfió, así que el viejo se adelantó—. O seguidme si lo preferís —añadió.

Tras dudar un instante, Gorgias le acompañó.

—Permitid que me siente —continuó Genserico—. Es por la humedad, que me corroe los huesos. Sentaos también vos, por favor.

Gorgias accedió de mala gana. El olor a orina reseca que desprendía Genserico le provocó una arcada.

—Supongo que os preguntaréis por qué os he traído hasta aquí.

—Así es —respondió Gorgias con creciente irritación.

Genserico sonrió por tercera vez. Se tomó un tiempo para responder.

—Se trata del asunto del incendio. Un caso feo, Gorgias. Demasiados muertos… y aún peor: demasiadas pérdidas. Creo que Wilfred ya os habló sobre las intenciones de Korne,
el
percamenarius
.

—¿Os referís a su empeño por responsabilizarme?

—Creed que no sólo lo pretende. Puede que el
percamenarius
sea alguien irreflexivo, un hombre primitivo y carente de templanza, pero os aseguro que su tenacidad es enfermiza. Os culpa a ciegas de lo sucedido, e intentará por cualquier medio que lo paguéis con vuestra sangre. Y olvidad una compensación. Sus ansias de venganza obedecen a razones que jamás entenderíais.

—No es eso lo que me contó el conde —respondió Gorgias mientras crecía su preocupación.

—¿Y qué os contó? ¿Que una reparación aplacaría su ira? ¿Que se conformaría con lo que obtuviese vendiéndoos como esclavo? No, amigo. No. Korne no es de esa madera. Tal vez yo no posea la refinada cultura de Wilfred, pero reconozco a una alimaña en cuanto la huelo. ¿Habéis oído hablar de las ratas del Main?

Gorgias denegó extrañado.

—Las ratas del Main se agrupan en inacabables familias. La más vieja escoge a la presa sin reparar en el tamaño o la dificultad, la acecha pacientemente, y cuando encuentra el instante propicio, dirige al clan, que cae sobre ella hasta devorarla. Korne es una rata del Main. La peor rata que podáis imaginar.

Gorgias enmudeció. Wilfred le había hablado sobre las leyes carolingias, las multas en concepto de compensación y la posibilidad de que Korne le llevara a juicio, pero no había mencionado lo que parecía insinuar Genserico.

—Tal vez Korne debiera comprender que yo también he recibido mi castigo —adujo—. Además, la ley le obliga a…

—¿Korne comprender? —le interrumpió Genserico con una carcajada—. Por el amor de Dios, Gorgias, ¡no seáis iluso! ¿Desde cuándo una ley protege al desvalido? Aunque los cimientos del código ripuario sustenten nuestra justicia y aunque las reformas emprendidas por Carlomagno abunden en la caridad cristiana, os aseguro que ninguna de ellas os librará del odio de Korne.

Gorgias sintió cómo se le revolvían las tripas. Aquel viejo loco no paraba de vomitar absurdas historias de ratas y profecías sin sentido, mientras a él aún le esperaba un trabajo que no sabía ni cuándo finalizaría. Se levantó nervioso, dando por acabada la conversación.

—Lamento no compartir vuestros temores, pero ahora, si no os reconviene, desearía regresar al
scriptorium
.

Genserico meneó la cabeza.

—Gorgias, Gorgias… No queréis entender. Concededme un instante más y veréis cómo me lo agradecéis —dijo condescendiente—. ¿Sabíais que Korne era sajón?

—¿Sajón? Pensé que sus hijos estaban bautizados.

—Sajón convertido, pero sajón, al fin y al cabo. Cuando Carlomagno conquistó las tierras del norte, obligó a los sajones a elegir entre la cruz o el patíbulo. Desde entonces he asistido a muchos de esos conversos, y aunque acudan a mi misa o ayunen en cuaresma, os aseguro que por sus venas aún se desliza la ponzoña del pecado.

Gorgias tableteó los nudillos contra la silla. Las palabras de Genserico comenzaban a inquietarle.

—¿Sabíais que aún practican sacrificios? —añadió—. Acuden a las encrucijadas de caminos para degollar becerros; consuman la sodomía, e incluso frecuentan a sus hermanas en el más horrible de los incestos. Korne es uno de ellos, y Wilfred lo sabe. Pero lo que el conde ignora son sus ancestrales tradiciones: costumbres como
la
faide
, por la que la muerte de un hijo sólo queda satisfecha con el asesinato del culpable. Ésa es
la faide
, Gorgias. La venganza de los sajones.

—Pero ¿cuántas veces habré de repetir que el incendio se debió a un accidente? —repuso Gorgias irritado—. Wilfred puede confirmároslo.

—Calmaos, Gorgias. No es cuestión de lo que digáis, ni tan siquiera de lo que realmente ocurriera aquella mañana. Lo único que cuenta es que Korne culpa a vuestra hija. Ella ha muerto, y pronto vos la seguiréis.

Gorgias lo observó. Su mirada líquida parecía traspasarle.

—¿Para eso me habéis traído a este lugar? ¿Para anunciar mi muerte?

—Para ayudaros, Gorgias. Os he traído para ayudaros.

El viejo aguardó un momento. Luego se levantó, le indicó que aguardara y salió de la celda en dirección a la cripta.

—Esperad. He de buscar algo.

Gorgias obedeció. Desde el interior de la celda apreció cómo Genserico deambulaba de un lado para otro por la cripta. Luego regresó con un cirio encendido que depositó sobre una repisa cerca de la puerta.

—Tomad —dijo, arrojando un objeto a las manos de Gorgias.

—¿Una tablilla de cera?

Por toda respuesta, el coadjutor retrocedió unos pasos y con un fugaz movimiento cerró la puerta dejando a Gorgias dentro de la celda.

—Pero ¿qué hacéis? ¡Abrid de inmediato!

Tardó en comprender que aporreando la puerta sólo conseguiría lastimarse los nudillos. Cuando cesó en sus envites, escuchó la voz de Genserico más suave que nunca.

—Creed que es lo mejor para vos. Aquí estaréis a salvo —susurró el anciano.

—Viejo loco. No podéis retenerme aquí. El conde os despellejará en cuanto se entere.

—Pobre iluso —sonrió—. ¿Acaso no comprendéis que ha sido el propio Wilfred quien lo ha concebido todo?

Gorgias no le creyó.

—Deliráis. Él jamás…

—¡Callad y atended! Sobre la mesa encontrareis un estilo. Apuntad el material que preciséis: libros, tinta, documentos… Regresaré después de
tercia
para recoger la lista. Hasta entonces podéis hacer lo que queráis. Al fin y al cabo vais a disponer de tiempo para conseguirlo.

Capítulo 7

A poco para el mediodía, Theresa saboreó un último bocado de huevas saladas. Luego hurgó por la talega en busca de alguna migaja más y después se chupeteó los dedos hasta dejarlos relucientes. Echó un trago de agua, miró al frente y se sentó a descansar. Conocía bien el terreno, pero la nieve uniformaba los parajes convirtiéndolos en un lienzo inmaculado que parecía ocultar cualquier ruta antes trazada.

Desde que abandonara la cabaña, había procurado seguir los consejos que Hóos Larsson había mencionado durante el relato de su travesía. Recordó cómo en su descripción había tachado de indolentes a los sajones, gente despreocupada cuyos cánticos y aparatosas fogatas solían bastar para delatar su presencia. Según él, mantenerse vivo no era difícil: tan sólo necesitaba gobernarse con la astucia de un animal acosado, desplazarse con sigilo, olvidar los caminos habituales, prescindir del fuego, atender las desbandadas de pájaros y observar las pisadas en la nieve. También había afirmado que, con el suficiente cuidado, cualquiera que conociese el camino podría atravesar los pasos.

«Cualquiera que conociese el camino», se lamentó.

Normalmente, quien pretendiera alcanzar Aquis-Granum debería tomar la ruta occidental que obligaba a atravesar la cuenca del río Main en dirección a Fráncfort, seguir su curso cuatro jornadas hasta su unión con el Rin, y emplear tres días más para llegar a la capital. Pero en palabras de Hóos, con los bandidos merodeando por ambas riberas, tal trayecto resultaría una trampa segura.

Por otra parte, en pleno invierno, y con la nieve arreciando en los caminos, dirigirse hacia el sur, hacia los Alpes Schwabische, sería una auténtica locura.

Se convenció de que su única opción era la ruta de Fulda.

Elevó la vista al cielo para contemplar una inexpugnable muralla de montañas. La cordillera del Rhön delimitaba la comarca de Würzburg por su extremo septentrional, y era el camino que Hóos había empleado desde Aquis-Granum hasta Würzburg. Una vez alcanzada Fulda, continuaría por el cauce del Lahn, un río que, según Hóos, resultaba fácil de sortear.

Aunque nunca antes hubiera viajado a Fulda, Theresa supuso que alcanzaría la ciudad abacial en el transcurso de dos jornadas, lo cual le obligaría a pernoctar en el camino. Se santiguó, aspiró una bocanada de aire y emprendió la marcha en dirección a las montañas.

Caminó a paso ligero, con la vista fija en las cumbres que a cada zancada se le antojaban más lejanas. Durante el trayecto consumió el resto del agua, que acompañó con las bayas y nueces que fue encontrando por el camino. Avanzó varias millas sin que nada la sobresaltase, pero a la tercera hora comenzó a cojear. El leve hormigueo se convirtió al poco en un dolor agudo que finalmente le impidió seguir avanzando. Con la nieve cubriéndole las rodillas, miró las montañas y suspiró. El crepúsculo prosperaba. Si pretendía alcanzar el paso del Rhön, debería apresurar el ritmo.

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