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Authors: Antonio Garrido

La escriba (18 page)

—¿Y si hubiera más de uno? —preguntó la muchacha.

—Bueno. Es bastante improbable. Los osos hibernan en solitario, de modo que eso no debe preocuparnos.

Siguieron caminando hasta que Althar reparó en la fijación que mostraba
Satán
por la entrepierna de Theresa. Lo observó durante un rato y comprobó que, pese a los esfuerzos de la chica, el chucho continuaba olisqueándola como si escondiese algo bajo sus faldas. Intrigado, le preguntó si había robado comida.

—No, señor —respondió azorada.

—¿Y entonces qué diablos huele el perro?

—No sé —contestó ella, ruborizándose.

—Pues ya puedes ir descubriéndolo, porque lo que huela el perro también lo olisqueará la bestia.

Theresa no supo qué decir. No quería contarle que el día anterior le había bajado el menstruo, pero tampoco hizo falta porque Althar pareció adivinarlo.

—Maldita sea. Para un día que salimos de caza y tienes que venir sangrando.

Poco después arribaron a la zona donde el oso se guarecía. Althar señaló la posición de la osera, situada sobre una cuesta de difícil acceso. Theresa advirtió que bajo la entrada se abría un barranco que dificultaba el acercamiento.

—Colocaremos la red obstruyendo la boca de la osera. Luego prenderé fuego a unas ramas y
Satán
ladrará. Entre el humo y los ladridos, el oso despertará e intentará escapar, pero irá directo contra la red. Una vez atrapado, le abatiré con el arco. Tú esperarás donde no te huela. Ahí arriba, sobre la boca de entrada, por si fuese necesario.

—¿Por si fuese necesario qué?

—Si me ves en apuros, dispara a la bestia. Y por todos los santos, esta vez procura atinar.

Se quedó recogiendo ramas mientras Theresa ascendía hacia la boca de la cueva. A mitad de camino, la joven dio un traspié provocando que varias piedras se precipitaran. Althar la maldijo mientras le indicaba silencio. Cuando Theresa llegó arriba se lo comunicó al viejo, quien para entonces ya había amontonado en la embocadura toda clase de matojos. Luego se apresuró a cubrir la entrada con la red. Después de asegurarla, se retiró unos pasos para encender fuego y al poco regresó con una rama ardiendo.

Theresa observó cómo se apostaba tras una roca y le hacía una señal para que despabilase. Al poco, el olor a quemado le indicó que se aproximaba el momento, así que tomó aire y se tumbó. De repente,
Satán
empezó a ladrar como un poseso, escarbó entre las piedras y dio varios giros sobre sí mismo. La muchacha pensó que se había perturbado, pero al instante, un rugido atronó el interior de la cueva.

A Theresa se le encogió el corazón. Sujetó la ballesta como pudo y apuntó hacia la salida, pero incluso tumbada, el arma le tembló. Transcurrieron unos momentos hasta que, de improviso, una gigantesca masa de pelo apareció de la nada, atravesó la entrada bufando y se precipitó contra la red. Al verse atrapada, la bestia rugió furiosa entre zarpazos y dentelladas.
Satán
aullaba enfebrecido, ladrando y acometiendo a la fiera, despreciando las dentelladas que ésta le lanzaba. Inesperadamente, el fuego prendió en la red y comenzó a propagarse por la panza del oso. El animal aulló de dolor mientras trataba de liberarse irguiéndose sobre las patas. Por un momento, Theresa creyó que el animal escalaría la pared y le daría alcance, pero la bestia resbaló y cayó de nuevo a la osera. Entonces se giró y emitió un pavoroso rugido que dejó a la vista sus gigantescas fauces. Theresa cerró los ojos, pero otro bramido la obligó a abrirlos. Justo entonces, Althar disparó. La flecha hendió el aire y se incrustó a un palmo de la paletilla del oso. El animal rugió y se revolvió. Althar supo que debía apresurarse o el fuego arruinaría el pelaje de la bestia. Tensó de nuevo el arco y volvió a disparar. El segundo dardo se hundió hasta desaparecer en la barriga del plantígrado. El animal aulló de dolor retorciéndose, se izó torpemente y al final se desplomó como si se derrumbara una montaña.

Pasados unos segundos, Theresa se levantó. Seguía temblando, pero al menos respiraba. Observó al oso inerme, yaciendo cuan largo era. Su estampa era imponente, con el pelo brillante y las zarpas afiladas. Hizo ademán de bajar, pero Althar se lo impidió.

—Espera a que te avise —ordenó tajante—. Son peligrosos incluso después de desollados.

Se acercó al animal con un hacha en una mano y un palo largo en la otra. A unos tres pasos se detuvo. Tanteó al animal con el palo, pero el oso no se movió. Entonces izó el hacha con ambas manos y la descargó con fuerza sobre el cuello de la bestia.

Althar se quedó admirando el cadáver. Por fortuna, las llamas apenas habían dañado los cuartos traseros. Además, el corte del cuello se veía limpio y las huellas de los flechazos resultaban imperceptibles. Avisó a Theresa para que bajase y le ayudara a desollarlo. Al final, la cacería había resultado más sencilla de lo previsto.

Antes de descender, la muchacha desmontó el dardo de la ballesta y lo enfundó en un paño, tal como Althar le había indicado. Se encontraba a mitad de descenso, cuando un nuevo rugido la paralizó.

Por un instante no dio crédito a sus oídos. Había visto morir al animal y, sin embargo, un nuevo bramido atronaba la montaña. Tan rápido como pudo corrió hacia el promontorio donde había estado apostada, para comprobar horrorizada cómo un segundo oso salía de la cueva y atacaba a Althar. El viejo retrocedió unos pasos lanzando mandobles con el hacha, pero el animal continuó su avance. En su desesperación, Althar reculó hacia el precipicio y quedó atrapado en el borde. El oso pareció adivinar su ventaja y se detuvo antes de lanzar el último ataque. Althar intentó escapar hacia un lado, pero resbaló y el hacha se le escurrió hacia el fondo del barranco.

Supo que iba a morir.

La bestia se irguió hasta doblar el tamaño de Althar, avanzó un par de pasos y rugió como si llevara dentro al diablo, pero justo antes de la acometida final,
Satán
se interpuso entre la bestia y su amo ladrando como un poseso. El oso se detuvo, hasta que de repente soltó un zarpazo y
Satán
salió despedido con el cuello destrozado. Theresa comprendió que debía actuar. Sacó el dardo y lo alojó en la acanaladura de la ballesta. Luego se tumbó cuan larga era y apuntó con cuidado a la cabeza del animal. Entonces recordó las palabras de Althar y desvió el objetivo hacia la enorme panza amarronada.

Se dijo que sólo dispondría de una oportunidad.

Cerró los ojos y disparó. La saeta blandió el aire y desapareció de su vista. Por un instante pensó que había acertado, peto pronto advirtió con horror que el dardo había alcanzado al animal en una pata trasera.

Pensó que Althar perecería sin remedio. Sin embargo, ocurrió algo extraño. Al intentar avanzar, la bestia se apoyó en la pata herida y cayó bruscamente sobre su costado izquierdo. Por un momento pareció que iba a levantarse, pero volvió a tropezar y se precipitó hasta el borde del barranco. El animal pateó desesperadamente como si intuyese lo que iba a ocurrir. De pronto, las piedras sobre las que se apoyaba se desprendieron, y a pesar de sus esfuerzos se precipitó con ellas al fondo del cortado.

Theresa tardó en reaccionar. Cuando lo logró, bajó corriendo hasta donde se encontraba Althar, que aún ofuscado parecía no terminar de comprender lo que había sucedido.

—Dos osos. Había dos malditos osos.

—Yo apunté como me dijo, pero no pude…

—No te preocupes, muchacha. Lo hiciste bien… Dos malditos cabrones… —repitió.

Se rascó la cabeza y miró a
Satán
con lástima. Se despojó de la capa y lo envolvió cuidadosamente.

—Era un buen animal. Lo disecaré para que siempre esté conmigo.

Pasaron la tarde desollando el primer oso. Cuando terminaron, a Althar se le ocurrió que podrían recuperar la piel del segundo.

—Al fin y al cabo, sólo hay que bajar al barranco.

—¿No será peligroso?

—Tú aguarda aquí —dijo.

Dejó lo que tenía entre manos y comenzó a descender por un sendero lateral que parecía conducir al fondo del cortado. Al cabo de un rato regresó por donde se había marchado, cargado con algo a sus espaldas.

—La piel estaba roída por la sarna —comentó—. Pero tenía los ojos bonitos, así que me los traje, acompañados del resto de su cabeza.

Cuando llegaron a la vivienda, Leonora les recibió con una buena noticia: Hóos se había levantado y esperaba a la mesa.

Mientras cenaban, Theresa advirtió que el joven parecía más pendiente del plato de potaje que del relato de la cacería. Sin embargo, cuando engulló la última cucharada, Hóos agradeció a Althar el que le hubiera salvado la vida.

—Agradézcaselo a ella. Fue la muchacha quien insistió en que le montara en el carro.

Hóos miró a Theresa y endureció el semblante. Leonora intuyó que algo extraño sucedía.

—Se lo agradezco —contestó seco—. Aunque después de que yo la salvara a ella, era lo menos que podía esperar.

—Así es —concedió Althar—. Se nota que la muchacha es digna de confianza —rio mientras le daba un empellón a Theresa.

Hóos prefirió cambiar de tema.

—Me ha dicho su esposa que viven aquí hace tiempo.

—En efecto. Le aseguro que no añoramos la inmundicia de la ciudad: gentes chismosas, acusaciones, habladurías… ¡Bah! Aquí estamos bien. Los dos solos, haciendo y comiendo lo que nos viene en gana. —Echó un trago de vino—. Y dígame, ¿cómo se encuentra?

—Lo cierto es que regular, pero no aguantaba más tumbado.

—Pues deberá guardar reposo. Al menos, hasta que esas costillas suelden. De lo contrario, cualquier movimiento podría arruinarle los pulmones.

Hóos asintió. A cada trago notaba como si unas púas le desgarraran las entrañas. Apuró el vino, se despidió y regresó a su camastro. Althar aprovechó para extender la piel del oso y colocar las dos cabezas en unas cubetas. Cuando llevó los animales a la cueva, echó de menos los correteos de
Satán
ayudándole en la tarea.

El día siguiente amaneció sucio y ventoso. Un mal día para pasear, se dijo Althar, aunque no tan malo como para disecar trofeos. Antes de desayunar sacó a abrevar los animales, limpió la porquería que habían dejado dentro y aprovechó para aliviar la vejiga. Cuando regresó, Theresa y Leonora ya se habían levantado. Desayunaron en silencio para no despertar a Hóos. Luego Althar recogió la piel y las cabezas, y le pidió a Theresa que le acompañara.

—Aún necesito asearme —se excusó la muchacha.

Althar supuso que la joven seguiría con el menstruo, de modo que no insistió.

—Cuando termines ve a la otra cueva. Necesitaré ayuda.

Althar se echó la carga al hombro y salió andando. Pasado un rato, Theresa se acercó al riachuelo para asearse con los paños que Leonora le había suministrado. A su regreso comprobó que Hóos había despertado y la miraba con dureza. Leonora pareció advertirlo.

—He de ir a dar de comer a los animales —anunció—. Si necesitáis algo, no tenéis más que llamarme.

Ambos asintieron con la cabeza. Cuando la mujer se fue, Hóos hizo ademán de levantarse, pero notó un pinchazo en el pecho y se recostó de nuevo. Theresa se sentó a su lado.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó avergonzada. Eran las primeras palabras que le dirigía. Él tardó en responder.

—No mostraste tanto interés cuando escapaste con mi daga… —contestó.

Theresa no supo qué argumentar. Se dirigió hacia el lugar donde guardaba su talega y regresó sonrojada.

—No sé cómo pude hacerlo —dijo con lágrimas en los ojos.

Hóos no cambió el gesto. Cogió la daga y la guardó bajo la manta. Luego cerró los ojos y se dio la vuelta.

Theresa comprendió que nada de lo que dijese o hiciese le convencería. Al fin y al cabo, si hubiese ocurrido al revés, ella habría tenido la misma reacción. Se enjugó las lágrimas y con voz trémula le pidió perdón. Finalmente, ante la indiferencia del joven, abandonó la osera cabizbaja.

De camino a la segunda cueva se encontró con Leonora. La mujer se interesó por la rojez de sus ojos, pero ella siguió su camino dejándola con la palabra en la boca. Entonces Leonora regresó a la osera para preguntarle a Hóos.

—No es asunto suyo —contestó él.

A Leonora le ofendió la respuesta.

—Óyeme bien, jovenzuelo. Me da igual de dónde vengas o los títulos que tengas. Quiero que sepas que si estás vivo, es porque esa muchacha a la que acabas de hacer llorar se empeñó en que lo estuvieras, así que más vale que te comportes como un príncipe si no quieres que sea yo quien te rompa las costillas.

Hóos no contestó. Pensó que a nadie le importaba el impulso que le había guiado a buscar a la muchacha.

DICIEMBRE
Capítulo 9

Primero sintió un ligero hormigueo. Luego la herida le aguijoneó.

Gorgias arrojó al camastro la tablilla de cera que le había proporcionado Genserico y se acercó a la luz procedente del ventanuco que presidía la celda. Luego se desprendió del vendaje que le protegía el brazo, con cuidado de no arrancar la costra. Cuando lo consiguió, advirtió que la herida presentaba un inflamado color violáceo y un racimo de pústulas comenzaba a aflorar entre los puntos de sutura. De haber podido, se lo habría hecho examinar por el físico Zenón, aunque la ausencia de pestilencia le tranquilizó. Con la punta de su estilo levantó las postillas más resecas y limpió el fluido amarillento que encontró bajo las mismas. Luego se aseguro el vendaje y rezó porque el brazo cicatrizara sin secuelas.

Durante la primera hora, tan sólo esperó. Después se entretuvo mirando el pequeño ventanuco por el que ni un niño habría logrado colarse. Por más que lo intentó, no logró ver a través del alabastro. Valoró romperlo, pero se contuvo. Luego escuchó las campanas del oficio de
sexta
y se dijo que su mujer ya habría acudido al cabildo, preocupada por su tardanza.

Imaginó las mentiras que le contarían.

Quiso pensar que Genserico estuviese en lo cierto, que quizá fuese Wilfred el responsable de su encierro. Tal vez pretendiese protegerle del
percamenarius
, o quizá desease vigilar sus progresos con el documento. Pero ¿por qué en aquel sitio alejado de su control? Podría haber escogido el
scriptorium
, donde habría dispuesto de todo su material, o incluso sus aposentos, para tenerle bien vigilado. Al fin y al cabo, Wilfred desconocía el ataque del que había sido objeto, y si como decía el coadjutor, lo encerraban para evitarle problemas, en el
scriptorium
habría estado a salvo.

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