Authors: Antonio Garrido
—¿Le importa? —preguntó.
Althar concedió casi sin mirar y el hombre se sentó con parsimonia. Enseguida se acercó el tabernero. Mientras le servían queso y vino, Theresa examinó el aspecto del invitado. Lucía anillos en todos los dedos y bajo su nariz colgaba un lacio bigote recién engrasado. Observó que sus vestidos, aunque ostentosos, aparecían salpicados de restos de comida. El hombre agarró la jarra de vino, y tras servirse un vaso, añadió al de Althar hasta rebosarlo.
—¿Acaso no te gusta mi dinero? —preguntó directamente.
—Tanto como a ti mi oso —respondió Althar sin levantar la mirada del vaso.
El hombre sacó una bolsa que depositó encima de la mesa. Althar la cogió y la sopesó un instante. Al advertir su peso la dejó de nuevo frente a su propietario.
—Media libra es lo que gana al año uno de mis jornaleros —arguyó el hombre.
—Por eso no trabajo como jornalero —contestó Althar sin conceder importancia al comentario.
El hombre recogió la bolsa y se levantó irritado, salió un momento y habló con la mujer. Después volvió y de una patada hizo saltar la mesa en la que aún comían Theresa y Althar. Luego sacó dos bolsas y las arrojó sobre el estropicio.
—Una libra de plata. Que tú y tu puta sepáis disfrutarlo —dijo refiriéndose a Theresa.
—Eso haremos, señor. ¡Gracias! —Y apuró sin inmutarse el último trago.
Fuera, la mujer besó a su hombre y rio con zalamería mientras un par de siervos descargaban el oso para trasladarlo a su nuevo carro. Uno de los rapaces contratados por Althar intentó impedirlo, pero sólo consiguió que le dieran un sopapo. Cuando Althar salió de la taberna, llamó al chico y le regaló un óbolo por su valentía.
—Oye, mozuelo. ¿Tú sabes dónde puedo encontrar a Maurer, el barbero?
El zagal mordió el óbolo hasta que le crujieron los dientes y lo guardó entusiasmado. Subieron todos al carro y los condujo por unas callejuelas hasta una taberna situada a un par de manzanas de distancia. Una vez allí, el muchacho entró en el local, y al poco salió un hombre panzudo con el rostro picado de viruela. Althar bajó del carro y después de informar al barbero, acordaron el precio de la consulta. El hombre entró de nuevo a la taberna y salió de ella portando una talega. Después ambos subieron al pescante y todos se encaminaron hacia la cantina de Helga
la Negra
.
Pese a despedir olor a vino, el barbero se desempeñó con manifiesta destreza. Nada más llegar, afeitó el torso de Hóos y lo limpió con aceites. Luego examinó la induración de su pecho a la altura de las tetillas, controló su rubor, calor e hinchazón. Su aspecto cárdeno le hizo denegar con la cabeza. Luego escuchó su respiración con la ayuda de una trompetilla de hueso que aplicó sobre la herida, y después aspiró su aliento, que encontró agrio y espeso. Le prescribió una cataplasma porque juzgó innecesaria la sangría.
—La fiebre es lo que me preocupa —aclaró. Recogió las navajas y las piedras de colores con que las había afilado—. Tiene tres costillas rotas. Dos parecen estar soldando, pero la tercera alcanzó el pulmón. Por suerte entró y salió. La herida cicatriza bien, los soplos son débiles. Pero la fiebre… mal asunto.
—¿Morirá? —preguntó Althar, y la Negra le propinó un pescozón en la coronilla—. Quiero decir… ¿vivirá? —se corrigió.
—El problema es la hinchazón. Si persiste, la fiebre aumentará. Existen plantas… Pócimas capaces de atajar el avance del mal, pero por desgracia yo no las poseo.
—Si es por dinero…
—Desafortunadamente, no. Me habéis pagado bien y yo he hecho cuanto podía —dijo mientras daba el último bocado al habitual tentempié con que las familias obsequiaban a los médicos.
—Y esas plantas de las que hablabais… —se interesó la Negra.
—No debí mencionarlas. Aparte del hinojo contra el estreñimiento, y el perifollo para las hemorragias, apenas las conozco.
—¿Y entonces quién las conoce? —intervino Theresa—. ¿El físico del monasterio? Pues acompañadnos y hablemos con él. Tal vez vos consigáis que nos atienda.
El barbero se rascó la calva y miró a Theresa con pena.
—No creo que os sea de ayuda. El físico del que habláis murió el mes pasado.
A Helga se le cayeron los cacharros al suelo. La noticia también sorprendió a Althar, y golpeó aún más a Theresa. Sin llegar a expresarlo, los tres habían confiado en que el físico de la abadía auxiliaría a Hóos Larsson.
—Aunque tal vez podríais hablar con el boticario —apuntó Maurer—. A ese que llaman fray Herbolario. Es terco como una muía, pero a menudo se apiada de quienes acompañan sus ruegos con algún tipo de vianda. Decidle que vais de mi parte. Hago tratos con él y me tiene en estima.
—¿Y vos no podríais…? —insistió Theresa.
—Tampoco es buen momento. A principios de mes se presentó en Fulda una legación eclesial enviada por Carlomagno. La encabeza un fraile britano al que el rey le ha confiado las reformas de la Iglesia, y por lo que cuentan, ha venido con el látigo en la mano. —Echó un trago de vino—. Bastaría que alguien le fuese con que en ocasiones me saco unas monedas ahuyentando a los malos espíritus para que me acusara de hereje y me colgase de un pino bien alto. Ese britano ha puesto patas arribas el monasterio, de modo que andad con cuidado.
Maurer terminó de extender la cataplasma y cubrió a Hóos con una manta. Antes de despedirse les indicó el modo de llegar hasta el boticario y le explicó a Helga cómo repetir las friegas sin apretar demasiado. Luego estrechó la mano a Althar y se marchó con gesto circunspecto.
Una vez solos, hasta las paredes enmudecieron.
La Negra se empolvó la cara y comenzó a ordenar la estancia en la que pronto empezaría a desempeñar su trabajo. Por su parte, Althar decidió que era buen momento para ir a la herrería a reparar el buje del carro.
Theresa se quedó junto a Hóos para enjugarle el sudor con un paño. Deslizó el lienzo sobre su rostro con la suavidad de un susurro, recorriendo sus cejas, sus párpados dormidos, rogando que el temblor que la dominaba no le enturbiase el sueño. Luego percibió cómo una humedad similar a la que le enjugaba añoraba a sus propios ojos, como si de algún modo ambos compartiesen el mismo sufrimiento. En ese instante se juró que mientras de ella dependiese, Hóos Larsson jamás moriría. Lo arrastraría hasta el monasterio si fuese necesario, y lograría que el boticario lo sanara con sus hierbas.
Cuando Theresa vio de nuevo a Helga, le pareció hallarse frente a una extraña. Su cabello suelto adornado con cintas de colores parecía menos cano, se había pintado los labios de color sangre y lucía unos coloretes exagerados que subrayaban sus regordetas mejillas. El pronunciado escote dejaba adivinar unos pechos abundantes que, aunque caídos, ella había levantado apretándolos con un refajo. Vestía una falda amplia rematada con un vistoso cinturón, y de su cuello colgaba un collar de cuentas que a cada paso bailaba sobre sus senos en un llamativo tintineo. La mujer tomó asiento y se sirvió un vaso de vino bien colmado.
—Bueno. Habrá que esperar —dijo mirando a Hóos. Al advertir que le rebosaba una lorza por la cintura, se la remetió descuidadamente bajo la falda.
—No creo que esta cataplasma le ayude. Deberíamos llevarle al boticario.
—Ahora debe descansar. Mañana, cuando veamos cómo amanece, ya veremos lo que hacemos. Althar me comentó que pretendías quedarte en Fulda.
—Así es.
—Y mencionó que no tenías familia. ¿Ya has pensado cómo vas a ganarte la vida?
Theresa se ruborizó. Lo cierto era que aún no se lo había planteado.
—Ya veo… —continuó la Negra—. Dime una cosa. ¿Aún eres doncella?
—Sí —respondió azorada.
—Desde luego se te nota en la cara. —Meneó la cabeza—. Si hubieses sido puta habría sido más fácil, aunque, bueno, para eso siempre se está a tiempo. ¿Qué pasa? ¿No te gustan los hombres?
—Me dan igual. —Miró a Hóos y se dio cuenta de que no decía la verdad.
—¿Y las mujeres?
—¡Por supuesto que no! —Se levantó ofendida.
Helga rio con descaro.
—No te asustes, princesa, que aquí no viene Dios a escucharnos. —Echó otro trago de vino. La miró y se limpió los labios con la mano, desdibujándose la pintura—. Pues tendrás que pensar en algo. La comida cuesta denarios, el vestido cuesta denarios, y la cama en que ahora duerme ese joven, cuando no se utiliza para follar, también cuesta denarios.
Theresa se sintió ofuscada. Por un instante no supo qué contestar.
—Mañana buscaré trabajo. Iré al mercado y preguntaré en los puestos y en el campo. Seguro que encuentro algo.
—¿Qué oficios conoces? Lo mismo puedo ayudarte.
Le explicó que en Würzburg trabajaba en un taller de curtidos. También que conocía algo de cocina, recordando lo que había aprendido con Leonora. Sin embargo, evitó mencionar su habilidad con la escritura. Cuando la Negra se interesó por los detalles, le respondió que preparaba pergaminos, cosía cuadernillos y encuadernaba códices.
—Aquí no hay talleres de pieles. Cada uno se las arregla como puede. Tal vez en la abadía las trabajen, pero no puedo asegurártelo. ¿Y ganabas mucho con ese oficio?
—Me entregaban un pan cada día. A los aprendices no se les paga.
—¡Aja!, que aún estás aprendiendo. ¿Y qué cobraba un jornalero?
—Pues uno o dos denarios al día, aunque por lo general también percibían comida. —No quiso explicarle que se consideraba una experta.
Helga asintió. En todas partes, el pago con alimentos o mercancías era la forma habitual de salario. Sin embargo, cuando Theresa le informó que les entregaban un modio de trigo, equivalente a un denario, la mujer rompió a reír.
—Se ve que nunca has acudido al mercado. Veamos. —Apartó las jarras a un lado de la mesa y comenzó a formar bolitas de pan con las migajas sobrantes—. Una libra de plata son veinte sueldos. —Terminó de hacer las bolitas y dejó dos filas de diez a un lado—. Y un sueldo se corresponde con doce denarios. —Elaboró unas cuantas más, pero se equivocó al contar y las envió todas al suelo de un manotazo—. En fin. Los sueldos son de oro, y los denarios de plata, ¿de acuerdo?
Theresa miró hacia arriba, como si buscase algo en el techo. De pronto respondió:
—Si doce denarios hacen un sueldo, y veinte sueldos hacen una libra… —Manejó los dedos un instante—. Entonces una libra equivale a ¡doscientos cuarenta denarios!
La Negra la miró asombrada. Imaginó que había acertado porque conocía la respuesta de antemano.
—Así es —concedió—. Doscientos cuarenta denarios. Con un denario se puede adquirir un cuarto de modio de trigo, o un tercio de modio de centeno. Incluso medio de cebada, o uno de avena. El problema es que para molerlos necesitarías de una muela de piedra, y las condenadas son caras como diablos, así que si encuentras trabajo, sería preferible que te pagasen en pan en lugar de en grano. A un denario le corresponderían doce barras de dos libras, pero tal cantidad, para una persona sola, sería demasiado.
—¿Y entonces?
—En realidad sólo precisas una barra para tu consumo, de modo que te tocaría ir al mercado a cambiar las nueve barras restantes. Y digo nueve, porque si te quedas aquí, otras dos deberías entregármelas como pago por tu alojamiento. Una libra de carne o pescado cuesta aproximadamente medio denario, es decir, el equivalente a seis barras de pan de trigo. Después de eso, aún te restarían otras tres para canjearlas por sal, que al no pudrirse, siempre podrías volver a trocar en cualquier momento. Si no te gusta este lugar, puedo preguntar por el vecindario. Tal vez encontremos alguna habitación por ese precio.
—Pero necesitaré otras cosas. No sé… ropa, o zapatos…
—A ver, deja que te mire… Por ahora puedo prestarte algo. De todas formas, aunque un tejido de lana cueste a un sueldo la yarda, si la buscas usada puedes encontrarla por tres denarios. Despiojada y remendada te dará el mismo servicio que un abrigo nuevo. De hecho, ayer compré una librea de lana vieja. Eso son unas cuatro o cinco yardas, suficiente para dos o tres prendas. Te cederé un retal con el que podrás confeccionarte un precioso vestido nuevo.
Theresa no supo qué decir porque hacía rato que se había despistado. Mordisqueó un mendrugo de pan y se la quedó mirando. Se dijo que pese a su lenguaje brusco y sus modos groseros, Helga
la Negra
poseía un gran corazón.
—En cuanto a Hóos —añadió la mujer—, puede quedarse el tiempo que precise, pero necesito la cama porque a veces los clientes quieren divertirse un rato. Atrás, en el pajar, encontraréis sitio donde acomodaros.
Theresa la besó en la mejilla y la mujer se emocionó por el gesto.
—¿Sabes? Tiempo atrás yo también fui bonita —sonrió Helga con amargura—. Hace mucho, mucho tiempo…
Durante la cena, Althar maldijo al gremio de los herreros, a sus miembros y, en especial, al usurero que le había reparado la rueda del carromato.
—El maldito cabrón me pidió un sueldo —volvió a quejarse—. Un poco más y se queda con el carro.
Luego anunció que al día siguiente regresaría a las montañas.
La Negra apenas habló. Theresa advirtió que, con el paso de las horas, los churretes de pintura habían transformado su cara en la de un espantajo. A duras penas mantenía los ojos abiertos. Había bebido más de la cuenta, pero aun así continuaba agarrada al vaso.
Después de limpiar la mesa, Theresa se retiró al pajar para atender a Hóos. Volvió a aplicarle una friega y comprobó que la fiebre le devoraba. Aquella noche no durmió porque el enfermo vomitó tres veces.
Durante la vela recordó a su padre y a Rutgarda. A cada poco los añoraba, y no había noche en que no les extrañase. Los imaginaba tristes y abatidos, y se culpaba por haberles decepcionado. Algunas veces se planteaba regresar, pero el miedo y la vergüenza la atenazaban. A menudo se consolaba imaginando que estarían bien, y fantaseaba sobre la forma de hacerles saber dónde se encontraba. Se prometió que encontraría el modo de hablarles, de explicarles lo sucedido para que algún día pudieran perdonarla.
Por la mañana la despertaron los bufidos de Althar, que intentaba enganchar el caballo al carro. Theresa incorporó a Hóos, aún confundido, y le ayudó a llegar a las letrinas del establo. Mientras él se aliviaba, ella apartó una ración del pastel que había preparado Helga para el boticario. Le pidió a Althar que antes de partir les condujese hasta la abadía y el viejo aceptó de buen grado.