Authors: Antonio Garrido
Cuando el viejo regresó, se quedó estupefacto. Theresa había modificado la postura de los brazos, que ahora lucían enhiestos y desafiantes por encima de la cabeza. En esa posición, el heno tendía a acumularse alrededor de los hombros, que era donde lo necesitaba. En las patas traseras había sustituido el heno por trapos pespunteados para mantenerlos ajustados.
—Y si introducimos heno entre la piel y la tela, no se apreciarán las protuberancias —le explicó.
Althar siguió mirando absorto. Advirtió que además había colocado un palo oscuro entre las fauces para que permaneciesen abiertas, confiriéndole a la bestia un aspecto amenazador. Le pareció imposible que aquel soberbio animal fuese el mismo espantajo que momentos antes había repudiado.
Regresaron al anochecer, cansados pero contentos. De camino se detuvieron en las colmenas para recoger la cera de Theresa. Cuando llegaron a la vivienda, Althar saludó a Leonora con un aparatoso beso y le contó los avances en el trabajo.
—Mis noticias no son tan buenas —se lamentó la mujer—. El joven ha empeorado.
Se dirigieron hacia el camastro de Hóos, el cual temblaba y respiraba con dificultad. Leonora les enseñó un paño con sangre. La había esputado.
—¿La vomitó o la tosió? —preguntó Althar.
—Yo qué sé. Fue todo junto.
—Si la tosió es mal presagio. Hóos, ¿puedes oírme? —le habló al oído. El joven asintió. Althar puso su mano sobre el pecho—. ¿Te duele aquí? —Volvió a asentir.
Althar torció el gesto y sacudió la cabeza. La presencia de sangre en los esputos sólo podía significar que una costilla había atravesado el pulmón y lo estaba desgarrando. Maldijo sin miramientos cuando se enteró de que había ido al río y se había esforzado.
—Si es eso, no podremos hacer nada —dijo en un aparte a su mujer—. Como mucho, rezar por él, y esperar hasta mañana.
Hóos pasó la noche tosiendo y quejándose. Leonora y Theresa se turnaron para atenderle, pero aun así apenas mejoró. Por la mañana, la fiebre le consumía. Althar comprendió que si no lo atendía Un médico, en unos días moriría.
—Mujer, prepara algo de comer. Marchamos a Fulda —anunció.
Estuvieron listos a media mañana. Althar cargó el carro con el oso disecado, la cabeza a medio terminar y los guijarros para las cuencas de los ojos. En medio dispusieron un jergón en el que acomodaron a Hóos Larsson. Cogieron los alimentos, un fardo de pieles para vender, y se despidieron de Leonora.
—Espero volver a verla —le dijo Theresa con los ojos humedecidos.
—Se curará —respondió ella, y le dio otro beso acompañado también de lágrimas.
La primera jornada transcurrió sin incidentes, deteniéndose lo preciso para comer el pastel de venado y aliviarse las vejigas. Hóos permaneció inconsciente y la fiebre no le bajó. Pasaron la noche junto a un arroyo. Se repartieron las guardias, que Theresa aprovechó para terminar de coser la cabeza del segundo oso. Cuando le colocó los ojos adquirió un aspecto formidable; o al menos, sin luz, así se lo pareció. Por la mañana reemprendieron el viaje y pasado el mediodía divisaron las columnas de humo que señalaban la proximidad de Fulda.
Aunque aún se encontraran distantes, a Theresa le impresionó el imponente aspecto de la abadía. Sobre un amplio promontorio, decenas de abigarrados edificios se atestaban unos contra otros, disputándose hasta el último palmo en que un madero pudiera clavarse o una valla ser construida. En su centro, concéntricas a las exteriores, se erguían las murallas que custodiaban el monasterio, una lúgubre construcción del mismo tono oscuro que el de la montaña sobre la que se asentaba. Más abajo, en las faldas, decenas de casuchas, chabolas, almacenes y graneros, se apretujaban contra talleres y corrales en tal desorden que nadie apostaría por distinguir los segundos de los primeros.
Conforme avanzaban, el sendero fue perdiendo su angostura hasta trocarse en un camino amplio y transitado por el que campesinos y animales discurrían desordenadamente. Las aisladas granjas, con sus tejados de zarzo y barro, salpicaban los campos definiendo con sus vallas de espino el poder de sus propietarios. Finalmente alcanzaron la ribera del río Fulda, frontera entre el tortuoso camino y la entrada sur de la ciudad.
Una interminable fila de campesinos aguardaban turno para atravesar el puente. Althar se cubrió el rostro con una capucha y arreó al caballo hasta situarlo al final de la hilera.
Cruzaron el viaducto después de pagar al vigilante un tarro de miel como tasa de pontazgo. Althar se lamentó porque podría habérselo ahorrado vadeando el río un par de millas más abajo, pero con el carro, los osos y Hóos malherido, había preferido evitarlo. Theresa no dijo nada. Se hallaba ensimismada con el trasiego de gente, el constante griterío, y el olor a guisos y humanidad aderezado con el que despedían las ovejas, gallinas y mulos, que parecían deambular con más libertad que sus mismos propietarios. Por un momento olvidó sus preocupaciones para distraerse con los mercaderes de telas, los vendedores de viandas, las tabernas improvisadas sobre toneles de cerveza y los grupos de pihuelos correteando entre los puestos de manzanas que festoneaban la gran puerta de entrada. Le parecía todo tan diferente, que por un instante creyó haber regresado a su antigua Constantinopla.
Althar enfiló el carro hacia un acceso lateral para evitar el bullicio de la travesía de los artesanos, dejó atrás el mercado y ascendió por un callejón despejado hasta desembocar en una plaza donde confluía una miríada de callejuelas. Allí aguardaron hasta que una comitiva procedente de la abadía terminó de desfilar y dejó espacio a los carros que esperaban para continuar hacia la colina.
Durante la espera, Althar le confió a Theresa que en la ciudad conocía a una persona que les hospedaría.
—Pero no se lo cuentes a Leonora —rio.
A Theresa le sorprendió el comentario. Althar detuvo el carro y le encargó que vigilase mientras se informaba. Luego se dirigió hacia un grupo de hombres que bromeaban en torno a una jarra de vino. Tras saludarles como si les conociera de toda la vida, regresó cariacontecido. Al parecer, la persona a la que buscaba se había mudado a la zona del arrabal. En ese instante, el boyero del carro que les precedía restalló el látigo y todos reemprendieron la marcha.
A poco para la abadía, giró por un callejón estrecho que atravesó rozando y continuó por un sendero que conducía a la parte oriental de la villa. Poco a poco, las casas se tornaron más viejas y oscuras, y los aromas de comidas y especias dieron paso a un persistente hedor a vino agrio. A la altura de una vivienda destartalada, Althar detuvo al caballo. Theresa observó que la casa tenía la puerta pintarrajeada de vivos colores. No estaba en ruinas, pero necesitaba un repaso. El viejo se apeó y entró sin llamar. Poco después regresó luciendo una flamante sonrisa.
—Baja. Nos harán de comer —dijo.
Descargaron los osos con el equipaje, y acomodaron a Hóos en la cantina.
Helga
la Negra
resultó ser una prostituta de lo más entretenida. Nada más reconocer a Althar, le sacó descaradamente la lengua, se recogió la falda mostrándole las rodillas y tras llamarle «tesoro», le plantó un sonoro beso en la mejilla. Luego le preguntó por aquella novia tan remilgada que traía, y continuó bromeando hasta el instante en que advirtió que les acompañaba un herido. Entonces olvidó las tonterías y pasó a ocuparse de Hóos como si en ello le fuera la vida.
Según le contó a Theresa, había trabajado como cantinera hasta que descubrió que chupársela a un vecino resultaba más lucrativo que al borracho de su marido, de modo que nada más enviudar vendió su casa y abrió una taberna con la que ganarse la vida. La llamaban la Negra porque su pelo era del color del tizón y sus uñas del mismo tono. Mientras hablaba, no paraba de reír, exhibiendo en su sonrisa unos llamativos huecos en el centro de sus encías. Theresa advirtió que el gracioso carmín que adornaba sus mejillas disimulaba algo las mellas y que, a pesar de las arrugas, aún podía considerársela una mujer atractiva. Mientras cambiaba los vendajes de Hóos, Helga preguntó a Althar por su esposa, y Theresa comprendió por qué el viejo le había pedido que le guardara el secreto.
Theresa jamás habría imaginado que una buscona pudiera albergar tan buen corazón. Nunca antes había tratado con una, ya que en Würzburg no las conocía, y de hecho le extrañó que en Fulda las hubiese tan cerca de una abadía. Cuando la mujer terminó con los cuidados le preguntó a Althar sobre la naturaleza de las heridas. Él le trasladó sus impresiones y ella pareció meditar una respuesta.
—Aquí el único físico es un monje que vive en el monasterio —contestó—, pero sólo atiende a los benedictinos. Los demás hemos de jodernos con el barbero dentista.
—Éste no es un herido cualquiera —repuso Althar molesto—. Precisa de alguien que sepa.
—Pues ya me contarás, cariño… Yo no puedo presentarme acompañada de un hombre a la puerta de la abadía. Y tú, aún menos: en cuanto te reconociesen te soltarían los perros.
Althar se atusó la barba. Helga
la Negra
llevaba razón. En el monasterio aún abundaban quienes opinaban que la muerte del hijo del abad había sido culpa suya. La única opción pasaba por avisar al barbero.
—Se llama Maurer —dijo Helga—. Por la mañana sale a atender a los enfermos, pero a mediodía ya está en la taberna del mercado, gastando hasta el último óbolo.
Althar pareció entender. Le pidió a Theresa que amontonase sus cosas bajo el camastro de Hóos y le acompañara. Helga cuidaría al enfermo.
—Nos vamos al mercado —anunció con una sonrisa—. Olvidaba que tenemos unos osos que vender.
Al llegar a la plaza, hubieron de instalarse en un extremo apartado porque los mejores espacios ya estaban negociados. La gente abarrotaba los puestos de comida, de cerámica, herramientas, aperos, semillas, tejidos o cestería, intercambiando unos con otros las más dispares mercancías. Era día de mercado y todo el mundo aprovechaba para mirar o charlar, a pesar de que cada semana se vendiese siempre lo mismo. Althar estacionó el carro contra una pared para evitar que los pilluelos le robaran por la espalda, levantó el oso y lo situó de pie sobre el propio carro, y justo a su lado dispuso la otra cabeza apoyándola sobre un soporte que improvisó con unos palos.
Le preguntó a Theresa si sabía bailar. Ella respondió que no, pero al viejo no pareció importarle. Le ordenó que subiera al carro y meneara el culo como le viniese en gana. Luego sacó un cuerno de caza y lo hizo sonar. Al principio acudieron unos mozalbetes desaliñados que se dedicaron a imitar los contoneos de Theresa, pero pronto se acercaron otros curiosos y enseguida formaron un corro alrededor de la carreta.
—Te cambio el oso grande por mi mujer —ofreció un campesino desdentado—. Tiene las uñas igual de largas.
—Lo siento, pero mi esposa ya es una fiera… —rio Althar.
—¿Y dices que ese bicho es un oso? —apuntó otro desde más atrás—. Si apenas se le ven los huevos. —Los congregados rieron.
—Acércate a sus fauces y verás cómo se encogen los tuyos. —Y la gente volvió a reír.
—¿Cuánto pides por la muchacha? —preguntó un tercero.
—La muchacha fue quien lo mató, así que imagina lo que haría contigo… —De nuevo carcajadas.
Un mozalbete les arrojó una col, pero Althar lo agarró por los pelos y le arreó un empellón que hizo escarmentar a los demás muchachos. Un vendedor de cerveza pensó que podría hacer negocio y trasladó su barril cerca del carro. Algunos borrachines le siguieron por si caía una invitación.
—Este oso devoró dos sajones antes de ser cazado —anunció Althar—. Guardaba sus esqueletos en la osera. Mató a mi perro y me hirió a mí —mintió enseñando una antigua cicatriz en su pierna—. Y ahora puede ser vuestro por tan sólo una libra de plata.
Al escuchar el precio, varios asistentes se dieron la vuelta y abandonaron el puesto. Si tuviesen una libra, adquirirían seis vacas, tres yeguas, o incluso un par de esclavos, antes que la piel remendada de un oso muerto. Los demás permanecieron atentos a los bailoteos de Theresa.
Una mujer ataviada con un abrigo de pieles finas pareció admirar el animal. La acompañaba un hombrecillo de aspecto elegante que, al advertir su curiosidad, envió a un siervo para interesarse por el precio.
—Dile a tu amo lo que ya sabe. Una libra el animal completo —dijo el viejo, e hizo sonar otra vez el cuerno.
El siervo palideció, pero su dueño no se inmutó al conocer la cifra. Envió de nuevo al sirviente para que ofreciera la mitad.
—Dile que por ese dinero no le vendo ni una raposa —repuso Althar—. Si quiere impresionar a su dama, que se rasque la bolsa, o que vaya él a cazarlo y se juegue las pelotas.
Cuando la pareja conoció la respuesta, se giró y desapareció entre el bullicio. Sin embargo, Althar observó que tras alejarse unos pasos, la mujer volvía la cabeza. El viejo sonrió y comenzó a recoger los bártulos.
—Ha llegado la hora de echar un trago —anunció a Theresa.
Antes de marchar, logró cerrar un par de negocios: vendió una piel de castor a un comerciante de sedas por un sueldo de oro, y cambió otra a un panadero por tres modios de trigo. Luego contrató a dos muchachos para que vigilaran el oso, no sin antes advertirles que él mismo les despellejaría si al volver faltaba algo. Fueron a la cantina y se sentaron junto a la ventana para vigilar el carro. Althar pidió dos vasos de vino y pan con salchichas, que les sirvieron de inmediato. Mientras bebían, Theresa le preguntó por qué había rehusado negociar el precio del oso.
—Deberías aprender el lenguaje de los negocios —respondió mientras engullía su ración de un solo bocado—. Y la primera lección es conocer a tu futuro cliente, cosa que, por suerte, a mí me ha sucedido. El hombre que se ha interesado es uno de los más ricos de Fulda: podría comprar cien osos y aún le sobraría dinero para adquirir mil esclavos. Y en cuanto a ella… ahí donde la ves no sé qué tendrá entre las piernas, pero siempre ha conseguido lo que se le ha antojado.
—Pues puede que desconozca ese lenguaje, pero el oso sigue ahí fuera, y si hubieseis rebajado el precio, tal vez ahora lo estaríamos celebrando.
—Y eso es lo que vamos a hacer —rio Althar, y le guiñó un ojo al tiempo que le señalaba la puerta: en ese instante entraba el hombre del que habían estado hablando.
El recién llegado se aproximó y cogió un taburete mientras la mujer que le acompañaba permanecía fuera admirando la figura del animal disecado.