Authors: Antonio Garrido
—Lamento decirte que tu amigo…
—Lo sé. Vengo de la enfermería.
—No entiendo qué puede haberle ocurrido. Si dispusiera de tiempo… pero he de solucionar varios asuntos de vital importancia.
—¿Y acaso Hóos no lo es? —replicó ella con hipocresía.
—Por supuesto que sí. Te prometo que esta noche dedicaré un rato a estudiar el caso.
Theresa asintió, simulándose satisfecha. Luego se hurgó los bolsillos y sacó el puñado de grano que había hurtado en el molino. Cuando Alcuino lo vio, los ojos se le abrieron casi tanto como la boca.
—¿De dónde lo has sacado? —dijo, acercándose a la semilla.
Ella le contó la historia obviando el episodio de los caballos. El fraile observó el grano un instante antes de recoger un palito del suelo que utilizó para remover el cereal. Luego le dijo que lo guardara otra vez en sus bolsillos y se lavara bien las manos. Seguidamente se encaminaron hacia la botica. Tras comprobar que se encontraba desierta, Alcuino encendió varias velas y clausuró puertas y ventanas para que nadie pudiera observarles. Seguidamente le pidió a Theresa que depositara hasta el último grano sobre un platillo metálico. Cuando finalizó, la obligó a sacudirse el interior del bolsillo sobre el mismo platillo, conminándola a que se lavara de nuevo.
—¿Has sentido molestias en el estómago? —le preguntó.
Ella negó con la cabeza. Tenía molestias, pero de haber pasado la noche con Hóos.
El fraile dispuso todas las velas junto al platillo, que refulgió como el sol. Los granos dorados resplandecían bajo las llamas, al igual que su cara, tan cerca del cuenco como la de un animal que husmeara en su pitanza. Le pidió a Theresa que le acercara dos escudillas de cerámica blancas y unas pinzas de un anaquel cercano. Luego trasladó de uno en uno los granos desde el platillo metálico hasta una escudilla.
Continuó la tarea despacio, tomándose tiempo para examinar cada grano, oliéndolos y tocándolos en un extraño ritual. Avanzado el trasiego, con las tres cuartas partes del grano en uno de los recipientes blancos, Alcuino se levantó de un salto, enarbolando las pinzas de cuyo extremo pendía un grano negro. Se lo mostró ufano a Theresa y rio, pero ante la inexpresividad de la muchacha volvió a sentarse y depositó el grano sobre la escudilla que permanecía vacía.
—Acércate —le dijo—. Y presta atención a la forma y el color.
Ella observó con detenimiento la especie de cuernecillo que descansaba en el centro de la escudilla. Era un cuerpo negruzco, retorcido, de tamaño similar al recorte de una uña.
—¿Qué es? —Le pareció una simple semilla.
—«Cuando el cereal ondula con el viento, Körnmutter vaga por los campos esparciendo a sus hijos, los lobos del centeno.»
Theresa lo miró sin entender nada.
—
Körnmutter:
la Diosa Madre de los granos —explicó—. O al menos, eso creen los paganos del norte. Lo sospeché desde el primer momento, pero lo extraño es que suceda en el trigo.
—No comprendo…
—Míralo bien —dijo, volviendo a asir la brizna con la pinza—. No se trata de ninguna semilla. Es cornezuelo: un hongo alucinógeno. Esto que ves es el
esclerocio
, la estructura en que resiste tras abandonar su presa. —Extrajo un cuchillo de su cintura con el que sajó la cápsula, dejando a la vista un interior blanquecino—. El hongo anida en las espigas húmedas, a las que consume cual parásito, y lo mismo hace con quienes tienen la desgracia de comerlo. Los síntomas siempre son idénticos: mareos, visiones infernales, gangrena en las extremidades y finalmente una muerte terrible. Examiné el centeno mil y una veces sin hallar rastro de cornezuelo y, sin embargo, no se me ocurrió pensar en el trigo. No hasta después de la muerte de Romualdo, mi pobre acólito.
—¿Y por qué no se os ocurrió?
—Quizá porque no soy Dios, o tal vez porque el cornezuelo no suele crecer en el trigo —respondió con tono molesto—. Fíjate en su tamaño. Es mucho más pequeño que el del centeno. No fue hasta hace poco, tras recordar que la enfermedad sólo afectaba a los más acaudalados, cuando concluí que debería buscar en el trigo.
Theresa tomó el cuchillo y con la punta examinó los restos de la cápsula como si se tratara de un bicho muerto.
—Entonces, si ésta es la causa de los fallecimientos… —aventuró ella.
—Que sin duda lo es…
—Se evitarían las muertes advirtiendo a los molineros.
—Podría parecer así, aunque por desgracia no sería suficiente. Quien lo esté vendiendo ya sabe que el trigo provoca los fallecimientos, de modo que un simple aviso sólo serviría para advertir al criminal que le hemos descubierto.
—Pero al menos la gente dejaría de comer el pan de trigo.
—Se ve que desconoces lo que puede hacer un hambriento. La gente come basura, alimentos podridos, animales enfermos. Y no pienses que los ricos son los únicos afectados, porque hoy han fallecido dos pordioseros. Además, no sólo arruinaríamos a los comerciantes, a los molineros, a los panaderos y los cientos de familias que viven de ese cereal, sino que el criminal, al saberse buscado, molería el grano contaminado diseminando el veneno de forma irremediable. No. —Miró a Theresa con severidad—. Sólo cabe el descubrir al causante antes de que continúe matando. Y para ello, necesito que me jures el más absoluto secreto.
La muchacha sujetó entre sus manos el crucifijo que Alcuino le tendía, lo pegó a su pecho y juró ante él, sabiendo que, si quebrantaba su promesa, su alma quedaría irremisiblemente condenada.
Después de limpiar los recipientes salieron de la botica en dirección a la catedral, buscando refugio de soportal en soportal como si temiesen que alguien les siguiera. Alguna vez se detenían para coger resuello, momento en el que Theresa aprovechaba para interesarse por lo que Alcuino sabía sobre el cornezuelo. El monje le informó que durante su estancia en la escuela de York habían sufrido la plaga en más de una ocasión.
—Pero siempre en el centeno —insistió.
Le contó que, coincidiendo con su nombramiento como bibliotecario, varios monjes cayeron enfermos. Fue una época de hambruna, le explicó. Cuando el trigo se acabó, trajeron unas partidas de centeno de los campos de Edimburgo que daban un pan oscuro y amargo, no tan malo como el de la espelta, pero resistente a los fríos. Además, no se endurecía tan rápido, por lo que podía almacenarse incluso después de horneado. Pero luego la gente empezó a morir. Él se ocupaba de los fondos de la biblioteca, pero también contabilizaba los impuestos por portazgos, mercados y demás corveas. Gracias a esto advirtió la coincidencia de la llegada del centeno con los primeros indicios de la enfermedad y, sin embargo, sólo tras la muerte del cuarto novicio solicitaron su ayuda.
—Para entonces, la mitad del monasterio ya estaba contaminado —se lamentó—. Le llamábamos
Ignis Sacer
, o fuego sagrado, por el ardor que provocaba en las extremidades. Descubrí la presencia de esos cuernecillos entre los granos del centeno, y comprobé sus mortíferos efectos tras alimentar con ellos a algunos perros. Con los años, la plaga volvió a visitarnos, pero para entonces ya sabíamos cómo protegernos.
—¿Encontrasteis el remedio?
—Por desgracia, no como tal. Una vez que la ponzoña penetra en el organismo, se difunde como el agua en la arena. A partir de ese momento, el destino del enfermo depende de la voluntad de Dios y la cantidad de cornezuelo que haya ingerido. Sin embargo, aprendimos a examinar el grano antes de consumirlo.
Continuaron andando en dirección al cabildo porque Alcuino deseaba consultar el libro de aprovisionamiento de su molino. Anteriormente lo había hecho con el de la abadía, y pretendía hacer lo propio con el que pertenecía a Kohl.
—Lo que no entiendo es por qué hemos de mirar en el obispado, si donde hallé el cornezuelo fue en el molino de Kohl —apuntó Theresa, inmiscuyéndose en la investigación.
—La cápsula… La vaina del cornezuelo estaba seca. Muerta —respondió el fraile mientras ascendían por las escaleras de la catedral—. Pero aun así, conserva su poder asesino. Sin embargo, tal circunstancia nos indica que el grano fue recolectado hace más de un año, pues ése es el período que el cornezuelo aguanta vivo.
—Pero ese hecho no altera el que lo encontrase en el molino de Kohl.
—Es innegable que una partida acabó en ese lugar. Sin embargo, tal como afirma Kohl, en sus fincas no se planta trigo, cosa que obviamente comprobé tras consultar los diferentes polípticos.
—Entonces, ¿por qué cuando os ofrecisteis a comprarle trigo, no dudó en considerar vuestra oferta?
—Una observación interesante —sonrió—, y desde luego un punto para la reflexión, siempre y cuando no olvidemos que el propósito de esta pesquisa es evitar más fallecimientos. Y ahora aguarda hasta mi regreso. Vuelvo en cuanto dialogue con el obispo.
Theresa se sentó en la escalinata de la catedral, alejada de los harapientos que se disputaban los sitios más próximos al pórtico. Mientras esperaba, observó a un grupo de soldados que desmantelaban unos tenderetes en medio de la plaza.
—¿Qué hacen esos hombres? —le preguntó a un pordiosero que la contemplaba ensimismado. El mendigo tardó en abrir la boca.
—Preparan el tormento. Vinieron hace un rato y se pusieron a cavar en el centro. —Y señaló un agujero de medianas proporciones.
—¿El hoyo es para el patíbulo?
—¡No va a ser para un estanque! —rió mostrando un único diente—. ¿Una limosna, por caridad?
Theresa sacó un par de nueces de su bolsa, pero al verlas, el pordiosero escupió al suelo y se dio media vuelta. Ella se encogió de hombros, las guardó de nuevo y dirigió sus pasos hacia el lugar donde se encontraban los soldados. Junto a ellos, dos peones se afanaban en agrandar un socavón tan amplio que en él podría enterrarse a un caballo. Los trabajadores se mostraron dicharacheros, pero cuando les preguntó por el propósito del agujero, un soldado la conminó a que se marchara.
Alcuino encontró a Lotario camino del refectorio. Tras los saludos de rigor, el obispo se interesó por sus progresos caligráficos.
—No he avanzado lo que quisiera —se lamentó—, pero lo cierto es que la escritura ahora es lo que menos me preocupa.
—¿Y eso?
—Como ya sabéis, mi presencia en la abadía obedece al expreso deseo de Carlomagno. —Alcuino observó en Lotario un gesto de hastío—. Nuestro monarca ostenta un inusual equilibrio entre la devoción por lo divino y su rectitud en lo mundano, y quizá por ello me ha encargado que vigile la especial observancia de la regla de san Benito. He comprobado, muy a mi pesar, que en el monasterio los frailes salen y entran, frecuentan los mercados, hablan durante los oficios, duermen en lugar de acudir a nocturnas, e incluso comen carne de vez en cuando.
Lotario asintió. Conocía sobradamente las cualidades del monarca, pues gracias a él ocupaba el obispado, pero aun así permitió que Alcuino prosiguiera con su alocución.
—Y aunque seamos indulgentes ante pecados como la laxitud o la complacencia, al fin y al cabo limitaciones propias de la condición humana, no podemos aprobar, ni menos aún consentir, la depravación y la impureza de quienes deben velar y dar ejemplo ante sus gobernados.
—Perdonad, mi buen Alcuino, pero ¿adónde queréis llegar? Sabéis que el monasterio nada tiene que ver con el cabildo.
—En Fulda habita el diablo. —Se santiguó—. Pero no Satanás, ni Azazel, ni Asmodeo o Belial. Lucifer no necesita de príncipes para alcanzar sus infames propósitos. Y no creáis que hablo de rituales o sacrificios. Me refiero a malnacidos. Sujetos indignos de llamarse ministros de Dios, que se sirven de su posición para alcanzar sus ominosos propósitos.
—Sigo sin entender, pero por la capa de san Martín que empezáis a preocuparme.
—Disculpadme, paternidad. En ocasiones reflexiono, sin advertir que quien me escucha no puede escudriñar mis pensamientos. Intentaré ser preciso.
—Por caridad.
—Hará un par de meses llegaron a Carlomagno noticias de ciertas irregularidades habidas en el monasterio. Ya sabéis que cada abadía se comporta como un pequeño condado: dispone de tierras de las que el abad obtiene una renta mensual, generalmente en especies. Unos inquilinos le entregan cebada para elaborar cerveza, otros espelta, otros trigo, otros carneros, o patos, o cerdos, algunos lana para confeccionar los hábitos; otros más, herramientas o aperos; y la mayoría, su propio esfuerzo.
—Así es. Nuestro cabildo funciona de manera semejante.
—Como también conocéis, aquí, en Fulda, la mayor parte de los arrendados se dedica al cultivo del trigo. Pero al no disponer de molino propio, se ven obligados a moler la cosecha en la abadía. Se les devuelve en forma de harina, a cambio de una parte que se queda el monasterio en concepto de pago.
—Continuad.
—El caso es que, de un tiempo a esta parte, decenas de lugareños han enfermado o muerto sin que se conozcan las causas.
—Y creéis que la enfermedad está relacionada con la abadía.
—Es lo que pretendo averiguar. En un principio especulé con algún tipo de pestilencia, pero ahora comienzo a inclinarme por un origen diferente.
—Pues vos diréis en qué puedo ayudaros.
—Gracias, paternidad. Lo cierto es que necesitaría comprobar los polípticos de los últimos tres años.
—¿Los del cabildo?
—En realidad, los de los tres molinos. Los de la abadía ya los tengo en mi celda. Además, precisaría vuestra autorización para que mi auxiliar accediera al
scriptorium
.
—Los polípticos podéis pedírselos a mi secretario Ludovico, pero los de Kohl dudo que los consigáis. Ese hombre no refleja sus cuentas en libros. Lo lleva todo en su cabeza.
Alcuino torció el gesto porque suponía una contrariedad con la que no había contado.
—En cuanto a lo de mi ayudante… —Obvió decirle que se trataba de una mujer.
—¡Oh! ¡Sí! Por supuesto que puede acompañaros. Y ahora, si me perdonáis.
—Una última cosa —se detuvo un instante para pensárselo.
—Decidme. Llevo prisa.
—Esta enfermedad… ¿Recordáis si con anterioridad ya se dio una situación semejante? Quiero decir, hace años…
—Pues no, que yo recuerde. Tal vez en alguna ocasión alguien haya fallecido por gangrena, pero ya sabéis que eso, por desgracia, es algo común.
Alcuino reiteró las gracias algo decepcionado. Luego se dirigió a la salida, donde aguardaba Theresa con la mirada fija en el agujero excavado en el centro de la plaza. Alcuino le indicó que cenarían en el cabildo porque continuarían trabajando durante el resto de la noche. A Theresa le sorprendió la noticia, pero no la discutió. Pidió permiso para regresar a casa de Helga, con el fin de proveerse de ropa de abrigo, y acordaron reencontrarse en el mismo lugar tras las campanadas de
nona
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