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Authors: Antonio Garrido

La escriba (58 page)

Izam lo cogió del brazo y le pidió que le acompañara. De camino a la sala de armas le confesó que el diablo se había adueñado de la fortaleza.

—No entiendo. ¿Las hijas pequeñas de Wilfred? ¿A qué os referís?

—Desde esta mañana nadie sabe de ellas.

—¡Dios! ¿Y por eso todo este alboroto? Estarán en cualquier rincón, jugando con sus muñecas. ¿Habéis preguntado al ama de cría?

—Tampoco la encuentran —respondió apesadumbrado el joven.

Cuando llegaron a la sala, se toparon con un hervidero de sirvientes, soldados y frailes. La mayoría murmuraba en corrillos, a la caza del último comentario, mientras otros aguardaban desconcertados. Izam y Alcuino se dirigieron a la sala de armas, donde esperaba Wilfred. El hombre se debatía sobre sus muñones en su sillón con ruedas.

—¿Alguna novedad? —le preguntó a Izam.

El joven apretó los dientes. Le informó que sus hombres controlaban todos los accesos y que había organizado batidas por las cuadras, los almacenes, los huertos y las letrinas… Si las niñas estaban en la fortaleza, sin duda las hallarían. Wilfred asintió de mala gana. Luego miró a Alcuino a la espera de alguna noticia.

—Acabo de enterarme —se disculpó éste—. ¿Ya habéis registrado sus habitaciones?

—Hasta detrás de las paredes. ¡Dios todopoderoso! Anoche parecían tan confiadas, tan tranquilas… Comento que las chiquillas dormían siempre con el ama de cría, una solterona que jamás había ocasionado problemas.

—Hasta ahora —añadió, y estrelló el vaso contra la chimenea.

Izam decidió que interrogarían a cuantos se encontraran en la fortaleza, en especial a los sirvientes y los allegados al ama de cría. Alcuino solicitó permiso para registrar las habitaciones y Wilfred ordenó a un doméstico que le acompañara.

Cuando Alcuino entró en la celda la halló completamente revuelta. Le preguntó al doméstico si tal desorden obedecía a la búsqueda de los hombres de Wilfred, hecho que éste confirmó, puntualizándole que el ama de cría era una mujer muy cuidadosa.

—¿Estabas presente cuando registraron la habitación?

—En esta misma puerta.

—¿Y cómo se encontraba antes de que entraran?

—Limpia y pulcra, como cada mañana.

Alcuino pidió al doméstico que le ayudara a recoger algunas de las prendas que yacían desperdigadas, la mayoría procedentes de dos baúles que los hombres de Wilfred habían vaciado buscando a saber qué cosa. El más grande pertenecía a las niñas, y el otro, al ama de cría. Emparejaron calcetines, zapatos y vestidos teniendo en cuenta los que pertenecían a las dos gemelas y los que eran del ama. Luego Alcuino se detuvo en el instrumental que descansaba sobre un aparador basto. Enumeró un plato de metal pulido que hacía las veces de espejo, un peine de hueso, varios cordeles, un par de fíbulas, dos frasquitos que parecían contener afeites, otro más diminuto con perfume de rosas, una pieza de jabón y una pequeña jofaina. Todos lucían perfectamente dispuestos, lo que coincidía con el carácter ordenado de la cuidadora. En la sala se ubicaban dos camas cuadradas de generoso tamaño; la perteneciente a la mujer, situada junto a la ventana, y la de las dos niñas al otro lado de la estancia. Alcuino se entretuvo en la primera, que olió y examinó como si fuera un perro de caza.

—¿Sabes si el ama de cría se relacionaba con alguien? Quiero decir, ¿había algún hombre? —aclaró mientras extraía unos cabellos de entre las mantas.

—No, que yo sepa —contestó el doméstico, extrañado.

—De acuerdo —agradeció—. Ya puedes cerrar la estancia.

De camino al
scriptorium
se dio de bruces con una Theresa tan asustada que ni siquiera lo reconoció. Por lo visto, unos soldados habían entrado en su cuarto y lo habían revuelto todo. Alcuino le informó que las gemelas habían desaparecido y que por ese motivo habían clausurado la fortaleza.

—Pero mi madrastra está fuera.

—Supongo que restablecerán el tráfico en cuanto las niñas aparezcan. Ahora vayamos al
scriptorium
. Necesito que me ayudes en una cosa.

Descubrieron que el
scriptorium
también había sido registrado.

Alcuino ordenó los códices revueltos mientras Theresa trasladaba los muebles a su sitio. Cuando terminaron, el fraile se sentó y pidió a Theresa que le acercara una vela. Le informó de las novedades relativas a su padre.

—No es mucho, pero continúo en ello —se disculpó—. Y tú, ¿has avanzado?

Ella le enseñó el texto con dos párrafos nuevos. Cada noche, antes de dormir, leía el pergamino escondido en la talega de su padre y lo memorizaba.

—No es mucho, pero continúo en ello.

Alcuino refunfuñó. Luego extrajo un paño de su bolso y lo depositó sobre la mesa.

—¿Pelos? —preguntó la muchacha.

—Así es. Con esta luz, mi vista no alcanza a distinguirlos. —Carraspeó como si le apurara reconocerlo—. Pero parecen distintos.

Theresa acercó tanto la vela que una gota de cera cayó sobre los cabellos. Alcuino le exigió cuidado y ella se excusó, atolondrada.

La joven diferenció tres tipos de pelos: unos morenos y finos; otros ligeramente rizados, más cortos y oscuros, y por último otros similares a los segundos, pero de un tono más cano.

—Los cortos son de… —se ruborizó.

—Sí, eso creo —confirmó Alcuino.

Cuando Theresa regresó de lavarse, aún conservaba el asco en su cara. Mientras se secaba las manos, el fraile le trasladó sus conclusiones.

Según parecía, el ama de cría era una mujer ordenada y meticulosa, sin amoríos conocidos y sólo preocupada por las niñas de Wilfred. Esta impresión se vería refrendada por su atuendo austero, su cara lavada y el interés con que atendía a las pequeñas. Sin embargo, en la habitación que compartía con las gemelas, Alcuino había encontrado adornos, afeites y perfumes, además de un vestido caro; algo más propio de muchachas con recursos y en edad casadera. El ama de cría ya era madura y su jornal no le permitiría adquirir aquellos artículos, de modo que tal vez para comprarlos hubiera recurrido a actividades ilícitas.

—Eso, o que fueran regalos —señaló.

En cualquier caso, agregó, se encontrarían ante una mujer no tan entregada a las niñas, máxime considerando que no le importaba compartir habitación y lecho con un hombre cano, seguramente calvo, no muy viejo y miembro de la clerecía.

—Pero ¿cómo podéis asegurarlo?

—Por los cabellos, desde luego. Los oscuros pertenecían al ama de cría, los largos a su cabeza y los rizados puedes imaginarlo. Los blanquecinos los supongo de varón, que sin duda era calvo, puesto que no se hallaron otros más largos. En cuanto a la edad, es obvio que no debe de ser muy viejo para revolcarse con tanta energía.

—¿Y lo de pertenecer al clero?

—Por el olor a incienso de las mantas. Seguramente lo llevaba impregnado en su hábito.

Theresa asintió, sorprendida. Sin embargo, Alcuino no le concedió importancia. Luego continuó hablando de su encuentro con Zenón. Le comentó que, de algún modo, la cripta donde habían trasladado a Gorgias debía de comunicarse con el interior de la fortaleza. También se mostró convencido de que la habían utilizado para retener a su padre, por los platos hallados y los restos de comida.

En aquel instante alguien aporreó la puerta. Cuando Alcuino abrió, se encontró con un soldado que le informó que requerían su presencia.

—¿Qué sucede?

—Han encontrado al ama de cría. Ahogada en el pozo del claustro.

Cuando Alcuino llegó al pozo, varios hombres izaban el cadáver con la ayuda de unas picas. Finalmente, el cuerpo hinchado de la mujer asomó por el pretil para desplomarse como un saco de tocino sobre el empedrado del claustro. Las ropas se le habían desabrochado dejando a la vista unos inmensos senos, fláccidos de dar el pecho a las niñas. Nada más apartarla, Izam se descolgó para inspeccionar el fondo del pozo. Cuando subió, confirmó a Wilfred que allí no estaban sus hijas. Luego trasladaron el cadáver a las cocinas, donde después de un somero examen Alcuino determinó que había muerto estrangulada antes de caer al pozo. Encontró sus uñas desportilladas, pero sin rastros de piel incrustada, lo cual significaba que podía habérselas estropeado durante el traslado. Examinó su sexo, comprobando que el vello coincidía con el encontrado en su jergón. Entre sus ropas no halló nada relevante. Portaba el atuendo propio de sus labores, un hábito oscuro protegido por un delantalón. Su rostro, aunque abotargado, se veía limpio; sin cremas ni afeites. Cuando terminó, autorizó a que la amortajaran. Después solicitó hablar con Wilfred a solas.

Ya en privado, informó al conde de sus hallazgos, los cuales sugerían que un miembro del clero habría seducido a la mujer para poder secuestrar a las niñas. Sin embargo, señaló que en su opinión, el ama de cría desconocía las intenciones de su amante.

—¿Cómo podéis estar seguro?

—Porque de lo contrario ella habría preparado la huida y, sin embargo, sus pertenencias permanecían en su celda.

—Tal vez la atacaron. No sé, por Dios santísimo. ¿Y ese hombre del que habláis? ¿Tenéis alguna pista?

Le contó que era de mediana edad, padecía calvicie y tenía acceso a las capillas.

—Las mantas apestaban a incienso —le explicó.

—Mandaré detener a todos los curas. Como las haya tocado, ahorcaré a ese cabrón con sus propias tripas.

—Tranquilizaos, dignidad. Pensad que de haberlo pretendido, ya las habrían matado. No, vuestras hijas se encuentran a salvo. Y en cuanto a un deseo morboso, también lo descartaría. ¿Acaso no le habría resultado más fácil coger a cualquier otra chiquilla? Las hay a decenas, descarriadas por cualquier esquina.

—¿Que me tranquilice? ¿Con mis hijas a merced de un desalmado?

—Os repito que si desearan causarles daño, ya habríamos tenido noticias.

—¿Desearan? ¿Y por qué habláis en plural?

Alcuino le indicó que un solo hombre difícilmente habría podido cargar y esconder a las dos chiquillas. En cuanto al motivo, excluido el sexo ominoso y descartada la venganza, tan sólo restaría un objeto.

—¿Queréis dejaros de adivinanzas?

—El chantaje, estimado "Wilfred. A cambio de sus vidas, pretenden conseguir algo que vos poseéis: poder… dinero… tierras.

—Voy a hacer que esos malnacidos se traguen sus propios cascabeles —bramó el conde tocándose los testículos. Los dos perros se agitaron y zarandearon la silla.

—De todas formas —reflexionó Alcuino—, bien podría ser que el clérigo del que hablamos tan sólo refocilara con el ama y no participara en el rapto.

—Y entonces qué aconsejáis. ¿Que me quede cruzado de brazos?

—Que aguardéis y os esmeréis en la búsqueda. Poned vigilancia a los sacerdotes y tomadles juramento; impedid el trasiego de personas y mercancías; elaborad una relación con aquellos que gozan de vuestra absoluta confianza y apuntad a quienes consideréis capaces de extorsionaros. Pero sobre todo, esperad a que los captores os comuniquen sus pretensiones, pues una vez que lo hagan, el tiempo correrá deprisa.

Wilfred asintió con la cabeza.

Acordaron comunicarse cualquier novedad en cuanto la conocieran. Luego el conde fustigó los perros y abandonó las cocinas. Solo en la sala de fogones, Alcuino miró a la pobre mujer desnuda. La cubrió con un saco y le hizo la señal de la cruz. Lamentó que sus apetitos carnales le hubieran arrebatado la vida.

Capítulo 27

El día transcurrió lento para Wilfred.

Izam y sus subordinados registraron graneros, pajares, almacenes, torres, pozos, túneles, fosos, pasadizos, altillos, bodegas, carros, fardos, toneles, baúles y armarios. Ningún lugar quedó a salvo. Todos los hombres fueron interrogados y registrados de pies a cabeza. Wilfred ofreció cincuenta arpendes de viñedos a quien le proporcionase algún dato sobre el paradero de sus hijas, y treinta más por las cabezas de sus captores. Se encerró en la sala de armas, desde donde exigió que a cada hora se le suministrasen informes con los resultados de las pesquisas. Mientras, con ayuda de Theodor, elaboró un listado de fieles y otro de adversarios. En el primero inscribió a cuatro, que paulatinamente fue eliminando. En el segundo anotó a tantos que desistió de contárselo a Alcuino.

A la caída del sol, Wilfred envió a sus hombres de batida. Durante la noche se escucharon peleas y gritos. Varios sacerdotes fueron torturados, pero al alba los soldados regresaron con las manos vacías.

El día siguiente resultó un calco del anterior.

A primera hora, Wilfred decretó la interrupción del reparto de grano hasta la resolución del secuestro. Igualmente ordenó el cierre de las murallas exteriores para impedir que ningún habitante abandonara la ciudad sin su conocimiento. Alcuino le desaconsejó las represalias indiscriminadas, pero el conde le aseguró que en cuanto el hambre acuciara al populacho, los captores serían delatados.

Desde el comienzo del secuestro Hóos se había implicado en las labores de rastreo. Había auxiliado a Izam, e incluso, aprovechando la confianza de Wilfred, se había postulado para registrar los graneros reales y los túneles anexos. Wilfred había excluido de entre los sospechosos a todos los recién llegados, pues consideraba que el secuestro de sus hijas llevaba tiempo planificado. De hecho, había aceptado la sugerencia de Alcuino de duplicar la búsqueda mediante grupos distintos, uno formado por sus hombres y el otro por los tripulantes del barco. Hóos encabezaba a los segundos.

Theresa añoraba las caricias de Hóos. Aún conservaba la intensidad de sus besos y el sabor de su piel. De vez en cuando se sorprendía apretándose las piernas, como si de aquella forma pudiera retenerlo. Sin embargo, desde su último encuentro apenas le veía. Él siempre andaba ocupado, y ella se levantaba temprano para acudir al
scriptorium
, del que no salía más que para comer en las cocinas.

Llegó a pensar que tal vez anduviera con otra mujer, y cuando le vio así se lo hizo saber. Él parecía atareado, pero aun así, a ella le molestó que se despidiera sin siquiera besarla.

Mientras Theresa progresaba en el
scriptorium
, Alcuino analizaba las denuncias que llegaban a la fortaleza. De entre todas, no faltaban las que referían haber visto a la difunta ama de cría practicar la hechicería, ni las que responsabilizaban a los lobos de la desaparición de las chiquillas. Algunas parecían bienintencionadas, pero la mayoría procedía de lugareños sin escrúpulos atraídos por la recompensa. Varios hombres habían sido apaleados por inventarse mentiras; sin embargo, una de ellas hacía referencia a la sustracción de unos patucos de la lavandería.

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