Authors: Antonio Garrido
Izam aguardó a bordo porque aún le molestaba la pierna. Además, se sentía más seguro con Theresa en el navío, que rodeado de extraños en tierra. Meditaba cómo ayudarla cuando se presentó en el muelle un doméstico enviado por Alcuino. El siervo preguntó por la joven hasta localizarla en el barco de Izam, pero habían retirado la pasarela, así que le pidió que descendiera. Izam le aconsejó que aguardara, pero Theresa le besó en la mejilla y, sin darle opción a réplica, dispuso una escala y desembarcó. Una vez en tierra, el doméstico le informó que Alcuino había accedido a sus demandas y le enviaba para escoltarla hasta la ciudadela. Theresa pensó comentárselo a Izam, pero se abstuvo por temor a que él se lo impidiera.
Ya en la fortaleza, el doméstico la guió por las cocinas, donde un hervidero de gente trasegaba las viandas con las que aquella noche agasajarían al
missus dominicus
. A Theresa le pareció estar en otro lugar, ya que por todas partes bullía gente nueva. Dejaron atrás los almacenes y se dirigieron hacia las fresqueras. Una vez allí, el guardia introdujo la escala en el agujero para que Theresa descendiera, cosa que la joven realizó con diligencia. Abajo, Gorgias tiritaba tumbado bajo una manta de piel podrida. Theresa advirtió que el centinela retiraba la escala, pero no le importó. Se agachó junto a su padre y le besó con ternura. Su cara ardía como una tea encendida.
—¿Me oís, padre? Soy Theresa.
Él entreabrió unos ojos cubiertos de legañas. La muchacha comprendió que la miraba pero no la veía. Gorgias alzó su mano temblorosa para acariciar el rostro de aquel ángel que lloraba, y al rozarla pareció reconocerla.
—¿Hija mía? —balbuceó.
Ella sintió cómo su mano le quemaba.
Le humedeció la frente empleando el agua sucia que llenaba una tinaja. Gorgias se lo agradeció con un susurro. Luego forzó una sonrisa.
Theresa le juró que pronto le liberarían. Le habló de Rutgarda; de sus sobrinos, los cuatro pilludos a los que adoraba; inventó una promesa por la que Alcuino le restituiría a su trabajo con toda clase de honores y también le mintió sobre Zenón, de quien aseguró había afirmado que se recuperaría de sus heridas. Lloró cuando comprobó que la vida se le escapaba.
—Mi pequeña —murmuró.
Theresa estrechó su mano. Con los dedos peinó su cabello desmadejado, y Gorgias se lo agradeció. De repente tosió abruptamente. En un instante de lucidez recordó el documento de Constantino. Deseaba contarle a Theresa que lo había ocultado sobre una viga de los barracones de esclavos en la mina. Había trabajado tanto… Las palabras no le salían. La vista se le desvanecía.
—¿Dónde están mis libros? ¿Por qué no traen mis tintas?
Agonizaba.
—Están aquí. Como a ti te gusta —le mintió mientras le acariciaba las arrugas.
Gorgias miró alrededor y su cara se iluminó como si en verdad los contemplara. Luego apretó la mano de Theresa.
—Escribir es bonito, ¿verdad?
—Mucho, padre.
Entonces su mano se aflojó mientras un último suspiro escapaba de su garganta.
Entre dos hombres sacaron a Theresa, porque ella era incapaz de abandonar el agujero. Luego izaron el cadáver de Gorgias con una cuerda y lo trasladaron a la cocina como si fuera un fardo de habas. Allí, mientras lo amortajaban, una sirvienta preparó una infusión de salvia que Theresa derramó al probarla. Cada vez la rodeaba más gente que murmuraba y cuchicheaba sin respetar su terrible dolor. Pasado un rato, unos ladridos anunciaron la llegada del conde Wilfred. Theresa se enjugó las lágrimas con torpeza. Luego se levantó al advertir el aliento de los perros sobre su cara.
—¿Ya ha muerto? —se interesó Wilfred sin hálito de compasión.
Theresa se mordió los labios, con su mirada odiando a aquel tullido que parecía disfrutar del amargor que la embargaba. Por respeto a su padre prefirió callar, pero en ese instante uno de los perros acercó su hocico al cadáver y comenzó a lametearlo. Entonces Theresa se giró y le estampó una patada que resonó en toda la cocina. El perro se revolvió mostrando las fauces, pero Wilfred le retuvo con una mueca de ironía.
—Cuidado, muchacha. La vida de mis molosos vale más que la de muchas personas.
La joven hizo un gesto pero se contuvo. Le habría abofeteado de no ser porque, a buen seguro, los perros la destrozarían. El hombre rio el ademán de la muchacha.
—Llevadla a la fresquera —ordenó mudando de expresión.
Theresa no comprendió, hasta que de repente dos soldados la agarraron y la arrastraron hacia las mazmorras. Ella demandó explicaciones, pero los hombres no sólo no la escucharon, sino que al llegar al borde del agujero la golpearon con una vara para obligarla a descender. Tras retirar la escala, Theresa miró hacia el embocadero. El agujero tenía una profundidad similar a la de tres hombres subidos a hombros, lo que imposibilitaba la huida. Al poco observó cómo los hocicos de los perros asomaban por el brocal, e instantes después hacía lo propio el rostro de Wilfred.
—¿Sabes, muchacha? De veras lamento lo de tu padre, pero no debiste amenazar a Alcuino, y menos aún sustraer su pergamino.
—Pero ¿qué decís? Yo no he robado nada —respondió sorprendida.
—En fin. Como prefieras… Pero debo advertirte: si antes del amanecer no has confesado, se te acusará de expolio y blasfemia. Serás torturada, y morirás en la hoguera.
—¡Maldito tullido! Os repito que no he robado nada. —Y le arrojó un cuenco vacío que se estrelló contra las paredes y volvió a caer sobre ella.
Wilfred no respondió. Restalló su látigo y los perros hicieron retroceder la silla hasta desaparecer de la vista.
Cuando se cercioró de que se había marchado, Theresa se dejó caer sobre el mismo sitio en que momentos antes había expirado su padre. Apenas si podía pensar, pero no le importaba que la acusaran. Había regresado a Würzburg por Gorgias, había luchado por él, e incluso había osado desafiar a Alcuino. Sin embargo, tras su muerte, ya todo le daba lo mismo. Se tumbó sobre los restos de paja, que sintió como agujas, y lloró con amargura. Mientras sollozaba, se preguntó en qué cementerio lo enterrarían.
Maldijo el documento. Por su causa habían fallecido Genserico, Korne, un joven centinela de quien ni siquiera conocía el nombre, el ama de cría… Y Gorgias, un padre por el que cualquier hija habría ofrecido su propia vida. Siguió llorando sin consuelo, y al dolor se sumó un frío que la fue entumeciendo hasta dejarla helada.
Pasada la medianoche, un guijarro le golpeó en la mejilla. Imaginó que se habría desprendido del brocal, pero otro impacto en una pierna hizo que se desperezara. Miraba hacia arriba sin distinguir un alma, cuando otra piedrecilla entró a través del hueco por el que se vertía la nieve desde las caballerizas. Observó el conducto, del diámetro de un tonel pequeño protegido por una reja. Aguzó el oído y escuchó que alguien le chistaba.
—¿Sí? —susurró ella.
—Soy yo, Izam —escuchó en la lejanía—. ¿Te encuentras bien?
Theresa se tumbó y guardó silencio al advertir que un centinela se asomaba a la bocana. El guardia miró un par de veces y se retiró. Ella se incorporó de nuevo, cogió una piedrecita y la arrojó hacia la abertura.
—Escucha —oyó—. Aquí fuera hay vigilancia. —Hubo un silencio—. Te sacaré de ahí, ¿me oyes?
Ella respondió que sí y aguardó a que continuara. Sin embargo, Izam no volvió a hablar.
Ya no logró conciliar el sueño, de modo que esperó despierta a que los gallos anunciaran el comienzo de la alborada. Para entonces, una tenue claridad penetraba por el conducto de la nieve, como si de algún modo le recordara que de él provenía su única esperanza. Miró hacia el hueco deseando que apareciese Izam, pero eso no llegó a suceder. Entonces advirtió unas marcas en la roca que aparentaban representar un conjunto de edificios. Al fijarse, no recordó haberlas visto el día que Zenón atendió a su padre. Le pareció que los simulacros de casas repetían con insistencia una traza horizontal similar a una viga. Al poco bajaron la escala de madera y un par de centinelas la conminaron a que subiera. Theresa olvidó las vigas y obedeció. Cuando alcanzó la bocana, la amordazaron y le vendaron los ojos. Luego, con las manos atadas, la condujeron a través de las cocinas, que reconoció por el olor a pan horneado y tarta de manzana. De allí pasaron al atrio, donde percibió el frío cortante de la mañana, y de éste, al cuarto principal donde Wilfred la aguardaba. Supuso que era él, porque los perros gruñían como si desearan devorarla. De repente recibió un varetazo que le laceró la espalda. Le preguntaron por el paradero del pergamino y ella repitió que lo ignoraba. Continuaron interrogándola hasta que se hartaron de azotarla.
Se despertó sobre un reguero de sangre, despojada ya de la venda que la había cegado. Miró alrededor y comprobó que la habían conducido al
scriptorium
, donde un guardia de sonrisa estúpida no paraba de mirarla. Advirtió que estaba encadenada de pies y manos. En ese instante entró Hóos Larsson, le entregó unas monedas al centinela para que saliera de la estancia y se agachó al lado de Theresa, a quien miró con desdén, como si entre ellos nunca hubiera existido nada.
—Te sientan bien los azotes —le susurró al oído. Su lengua le rozó el lóbulo de la oreja.
Ella le escupió a la cara, y él, tras reírle la gracia, le soltó un bofetón que le dejó la mejilla encarnada.
—Anda, no seas mala —prosiguió—. ¿Ya no recuerdas lo bien que lo pasábamos? —Y volvió a deslizarle la lengua por la cara. Luego le sujetó las manos y la amordazó para que no pudiera hablar. Se acercó de nuevo a su oído—. Por ahí van diciendo que has robado el pergamino. ¿Es cierto eso? —sonrió—. Lo que son las cosas: hace meses hube de apuñalar a tu padre para intentar conseguirlo, y ahora vas tú y lo sustraes como si nada.
Theresa se revolvió como si le mordiera una serpiente, pero él siguió riendo y amagando con rozarla. Le dijo que, según contaban, ni siquiera la juzgarían.
—Se ve que les has jodido bien. Ya te han preparado el patíbulo.
La puerta comenzó a abrirse y Hóos se retiró de inmediato. Al momento ingresaron en la sala Alcuino, Wilfred y Drogo, el
missus dominims
. Wilfred se extrañó de encontrar a Hóos junto a Theresa.
—Deseaba verla a solas por última vez —se excusó el joven—. Ella y yo…
Alcuino dio fe de que la pareja mantenía una relación poco cristiana. Wilfred asintió y ordenó a Hóos que abandonara la sala. Cuando se quedaron solos, azuzó a los perros, que se encaminaron hacia Theresa.
—En el nombre de Dios y en el de su hijo Jesucristo, por última vez te exhorto a que nos reveles dónde se encuentra el documento. Sabemos que conoces de su trascendencia, de modo que confiesa y nuestra generosidad evitará tu pesadumbre. Pero persiste en tu actitud y padecerás en tus carnes el tormento del fuego —la amenazó.
Advirtió que Theresa pretendía hablar pero se lo impedía la mordaza. Solicitó que se la retiraran, pero Alcuino se negó.
—De quererlo, ya habría confesado —le bajó el vestido para mostrar los varetazos en su espalda—. Aguardemos a que las llamas acaricien sus pies y entonces sabremos si su lengua sigue vaga.
Drogo asintió. Alcuino le había informado de todo lo sucedido, así que acordaron quemar a la muchacha tras la cena, justo después del oficio de
vísperas
. Luego salieron de la estancia, dejándola en compañía de un centinela al que instruyeron para que nadie se le acercara.
Izam supo de cuanto acontecía a través de Urginda, un tonel de cocinera que había intimado con Gratz cuando éste la ayudó con las provisiones en las cocinas. Además de preparar el pedido para el barco, la mujer le entregó a Izam un pastel de calabaza. Mientras lo envolvía, le contó que la ejecución tendría lugar en la fortaleza, porque según Alcuino, los lugareños no aprobarían que ajusticiaran a una joven que acababa de resucitar hacía unos días.
—De esto último me enteré escondida tras una cortina —rio ufana, al tiempo que añadía una manzana de propina—. Yo, desde luego, no lo entiendo. Si antes fue un milagro, ¿cómo va a ser ella ahora una arpía? A mí esa joven me cae bien, pero claro, yo sólo entiendo de comidas. Pruebe el pastel. —Y volvió a reír con descaro, orgullosa de cuanto sabía.
Izam mordió el dulce que encontró duro y desabrido. Le pagó por los alimentos antes de calcular la hora. Luego rezó por que su plan resultara mejor que la calabaza de la cocinera.
Dejó los alimentos en el almacén y se dirigió hacia la torre donde, según Urginda, quemarían a la chica. El lugar, una imponente construcción de piedra, coronaba un risco en lo alto de la fortaleza, convirtiéndose de ese modo en su último baluarte. Desde la torre se dominaba no sólo Würzburg, sino también los accesos a la villa, el valle del Main y los desfiladeros de las colinas. Una vez a pie de torre, descubrió que los años, y un deficiente mantenimiento, habían obligado a apuntalar la atalaya con una enorme viga cuyo extremo superior se apoyaba contra el interior de la muralla.
Torció el gesto cuando en el patio de acceso advirtió la presencia de una pira. La zona era de difícil acceso, pues la bordeaba un despeñadero que se precipitaba sobre el foso que antecedía a la muralla. Se agazapó tras el montículo de leña y aguardó a que llegara la comitiva.
Comenzó a llover. Se arrebujó bajo la capa, y se consoló pensando que la humedad dificultaría la combustión de la madera. Poco después resonaron las campanadas. Mientras esperaba, observó el extraño tronco que consolidaba la torre. Se dijo que a través de él se podría salvar el abismo que separaba la torre de la muralla.
Pasado un rato apareció el carromato de Wilfred. Le seguían Drogo, Alcuino y Flavio Diácono ricamente ataviado. Detrás caminaba Theresa custodiada por un par de guardias. Izam se ocultó aún más cuando los perros empujaron el artilugio hasta la pira. Los domésticos que auxiliaban a Wilfred clavaron sus antorchas en el suelo y salieron del patio de armas. La lluvia arreciaba. A una voz del conde, los guardias aferraron a Theresa, quien parecía adormilada. Se disponían a subirla sobre la pira cuando Izam intervino.
—¡Pero qué diablos! —masculló Wilfred al verlo. Los centinelas empuñaron sus armas, pero Drogo les contuvo.
—Izam, ¿eres tú? —preguntó el
missus
extrañado.
El joven se inclinó ante él.
—Magistrado, esa joven es inocente. No podéis permitirlo.