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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

La decisión más difícil (35 page)

BOOK: La decisión más difícil
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La imagen de la criatura mítica levantándose de sus cenizas resplandece en mi mente.

—Pero no existen.

Campbell acaricia la cabeza del perro.

—Ella dice que depende de si hay alguien que pueda verlos —dice mirándome—. ¿Cómo la ves, Julia?

El vino que estoy bebiendo sabe amargo de pronto. ¿Todo esto (el encanto, el picnic, el anochecer en el barco) ha sido un truco para ponerme de su lado mañana en el juicio? Cualquier cosa que yo diga en tanto que tutora ad litem pesará mucho en la decisión del juez DeSalvo, y Campbell lo sabe.

Hasta ese momento, no me había dado cuenta de que alguien pudiese romperte el corazón dos veces por el mismo sitio.

—No te voy a decir qué he decidido —digo con firmeza—. Para oírme tendrás que esperar a llamarme como testigo.

Cojo la cadena del ancla e intento subirla.

—Me gustaría volver, por favor.

Campbell me la quita de la mano.

—Ya me has dicho que no crees que lo mejor para Anna sea donar un riñón a su hermana.

—También te he dicho que es incapaz de tomar tal decisión por sí misma.

—Su padre se la ha llevado de casa. Él puede ser su brújula moral.

—¿Y cuánto durará eso? ¿Qué pasará la próxima vez?

Estoy furiosa conmigo misma por picar así. Por acceder a salir a cenar, por creer que Campbell quiera estar conmigo en lugar de usarme. Todo, desde los cumplidos por mi aspecto hasta el vino que está •••• la mesa, lo ha calculado fríamente en su favor.

—Sara Fitzgerald nos ha ofrecido un trato —dice Campbell—. Dijo que si Anna dona un riñón, nunca le volverá a pedir que haga algo por su hermana. Anna declinó la oferta.

—Sabes que podría hacer que el juez te metiese en la cárcel por esto. Es absolutamente inmoral intentar hacerme cambiar de opinión.

—¿Hacerte cambiar? Todo lo que he hecho es poner las cartas boca arriba. Te he hecho el trabajo más fácil.

—Ah, vale. Perdóname —digo sarcásticamente—. Eso no tiene que ver contigo. No tiene que ver con que yo escriba el informe con una inclinación definida hacia la petición de tu cliente. Si fueses un animal, Campbell, ¿sabes qué serías? Un sapo. No, en realidad, serías un parásito en la barriga de un sapo. Algo que coge lo que necesita sin dar nada a cambio.

Una vena azul le late en la sien.

—¿Has terminado?

—En realidad, no. ¿Hay algo honesto que salga de tu boca?

—No te he mentido.

—¿No? ¿Para qué es el perro, Campbell?

—Por Dios, ¿no te vas a callar? —dice Campbell.

Entonces me coge y me besa.

Su boca se mueve como una historia silenciosa. Sabe a sal y vino. No nos hace falta reaprender, ni rebuscar patrones perdidos en los últimos quince años. Nuestros cuerpos recuerdan adonde ir. Él lame mi nombre a lo largo de mi cuello. Me aprieta con tanta fuerza que cualquier herida que tengamos se dispersa, se vuelve un vínculo en lugar de una frontera.

Cuando nos separamos para respirar, Campbell me mira.

—Todavía estoy bien —susurro.

Es lo más natural del mundo que Campbell me saque la sudadera vieja por la cabeza y me desabroche el sujetador. Cuando se arrodilla frente a mí con la cabeza sobre mi corazón, cuando siento el agua meciendo el casco del barco, creo que quizá ése sea nuestro lugar. Quizá haya mundos enteros donde no haya vallas, donde la sensación te lleve como una marea.

L
UNES

¡Un fuego pequeño enciende un bosque muy grande!

Nuevo Testamento

Santiago 3,5

C
AMPBELL

Dormimos en la cabina pequeña, amarrados al puerto. Es un sitio estrecho, pero no importa. Ella pasa la noche pegada a mí. Ronca un poco. Tiene un diente delantero torcido y las pestañas tan largas como la uña de mi pulgar.

Ésas son las minucias que prueban, más que nada, la diferencia existente entre nosotros ahora que han pasado quince años. Cuando tienes diecisiete, no piensas en el apartamento donde quieres dormir. Cuando tienes diecisiete, ni siquiera ves la perla rosa del sujetador, el lazo con forma de flecha entre las piernas. Cuando tienes diecisiete, lo que importa es ahora, no después.

Lo que me gustaba de Julia (o sea, antes) era que no necesitaba a nadie. En Wheeler, incluso cuando se destacaba con su pelo rosa, la chaqueta militar acolchada y botas militares, lo hacía sin disculparse. Era muy irónico que la relación con ella disminuyese su atractivo, que cuando me amaba y dependía de mí tanto como yo de ella, ella ya no fuera un espíritu realmente independiente.

No iba a ser yo quien le quitase esa cualidad.

Tras Julia no hubo más mujeres. Ninguna cuyo nombre me tomase la molestia de recordar. Era demasiado complicado mantener la fachada. Elegí el camino del cobarde con los asuntos de una noche. Por necesidad (médica y emocional} me había vuelto muy dotado en el arte de la huida.

Hay media docena de veces esta noche en que tengo oportunidad de irme. Mientras Julia estaba dormida pensé incluso cómo hacerlo: una nota en la almohada, un mensaje garabateado en la cubierta con su barra de labios. Con todo, la urgencia de hacerlo no era ni de lejos tan fuerte como la necesidad de esperar un minuto más, una hora más.

Juez
levanta la cabeza, enroscado en la mesa de cubierta como un bollo de canela. Aúlla un poco, y entiendo lo que quiere. Desenmarañándome del bosque de pelo de Julia, me deslizo de la cama. Ella ocupa la parte caliente que he dejado atrás.

Juro que eso me vuelve a excitar.

Pero, en lugar de hacer lo que viene de forma natural (o sea, enfermar con alguna variedad latente de viruela y hacer que el oficinista del juzgado posponga la vista para pasar el día tumbado), me pongo los pantalones y subo a cubierta. Quiero asegurarme de que estoy en el juzgado antes que Anna, y necesito ducharme y cambiarme. Dejo a Julia las llaves del coche, ya que prefiero pasear un poco. Sólo cuando
Juez
y yo estamos de camino a casa me doy cuenta de que, a diferencia de otras mañanas en que he dejado a una mujer, no he dejado ninguna señal educada de mi marcha para Julia, algo para disminuir la sensación de abandono al despertar.

Me pregunto si ha sido un descuido. O si he estado esperando todo este tiempo hasta que ella regresase, para que yo pudiera crecer.

Cuando
Juez
y yo llegamos al edificio Garrahy para la vista, tenemos que pasar a través de los periodistas que se han reunido para el Tema Principal. Me ponen micrófonos delante de la cara y pisan sin querer las patas de
Juez
. Cuando Anna se encuentre ante ese desafío echará a correr.

Al pasar la puerta principal, me dirijo a Vern.

—Pon a alguien de seguridad fuera, por favor —le digo—. Se van a comer vivos a los testigos.

Entonces veo a Sara Fitzgerald, ya esperando. Lleva un vestido que probablemente no ha visto la luz en una década y el pelo sujeto atrás con un broche. Carga con una mochila en lugar de un maletín.

—Buenos días —digo con tranquilidad.

La puerta se abre y entra Brian, mirándonos a Sara y a mí.

—¿Dónde está Anna?

Sara da un paso.

—¿No ha venido contigo?

—Ya se había ido cuando he vuelto de un servicio a las cinco de la mañana. Ha dejado una nota diciendo que me vería aquí —dice mirando a la puerta con los chacales al otro lado—. Estoy seguro de que se ha escabullido.

Se vuelve al oír un sonido parecido al de un sello que se abre, y entonces Julia entra en el juzgado perseguida por gritos y preguntas. Se echa el pelo hacia atrás, recobra la compostura, me mira y vuelve a perderlo.

—La encontraré —digo.

—No, yo lo haré —reacciona Sara.

—¿Encontrar a quién? —dice Julia mirándonos a los dos.

—Anna está temporalmente ausente —le explico.

—¿Ausente? —dice Julia—. ¿Ha desaparecido?

—En absoluto.

No es una mentira. Para que hubiese desaparecido debería haber aparecido primero.

Me doy cuenta de que sé adónde voy, al mismo tiempo que Sara también lo entiende. En ese momento me deja llevar la iniciativa. Julia me coge del brazo al acercarme a la puerta. Me mete las llaves del coche en la mano.

—¿Entiendes ahora por qué esto no va a funcionar?

Me quedo mirándola.

—Escucha, Julia. Yo también quiero que hablemos de lo que nos está pasando. Pero ahora no es el momento.

—Estaba hablando de Anna. Campbell, se está escaqueando. Ni siquiera ha podido aparecer en el juicio. ¿Qué te dice eso?

—Que todo el mundo se asusta —le contesto finalmente, también como aviso para todos nosotros.

Las persianas de la habitación del hospital están bajadas, pero eso no me impide ver la palidez angélica de la cara de Kate Fitzgerald, con la red de venas azules trazando la última medicación posible que correrá bajo su piel. Acurrucada al pie de la cama está Anna.

Ordeno a
Juez
que espere en la puerta. Me agacho.

—Anna, tenemos que irnos.

Cuando la puerta de la habitación del hospital se abre, espero ver a Sara Fitzgerald o a un médico con un carro de urgencias. En lugar de eso, para mi sorpresa, veo a Jesse.

—Eh —dice como si fuésemos viejos amigos.

«¿Cómo has llegado aquí?», casi pregunto, pero me doy cuenta de que no quiero oír la respuesta.

—Vamos al juzgado. ¿Te llevo?

—No, gracias. He pensado que, como todo el mundo va a estar allí, es mejor que me quede aquí —dice sin apartar los ojos de Kate—. Está hecha polvo.

—Qué esperabas… —contesta Anna, ya despierta—. Se está muriendo.

Vuelvo a fijarme en mi cliente. Debería saber perfectamente que las motivaciones nunca son lo que parecen, pero aún no me lo puedo imaginar.

—Tenemos que irnos.

Anna se mete corriendo en el coche mientras
Juez
se sienta atrás. Comienza a hablarme de no sé qué precedente que ha encontrado en Internet, en el cual un tipo de Montana, en 1876, tenía prohibido usar el agua del río que nacía en la tierra de su hermano, por más que fuese a perder la cosecha.

—¿Qué estás haciendo? —me pregunta cuando deliberadamente me paso la esquina del juzgado.

Me dirijo a un parque. Una chica de culo grande está corriendo, sosteniendo la correa de uno de esos perros cursis que parecen gatos.

—Vamos a llegar tarde —dice Anna tras un momento.

—Ya llegamos tarde. Mira, Anna, ¿qué está pasando?

Me echa una de esas miradas patentadas de adolescente, como diciendo que no es posible que ella y yo descendamos de la misma cadena evolutiva.

—Vamos al juzgado.

—No estoy preguntando eso. Quiero saber por qué vamos al juzgado.

—Bueno, Campbell, supongo que te perdiste el primer día de la facultad de derecho, pero eso es lo que sucede cuando alguien presenta un pleito.

La miro fijamente, pasando por alto su comentario.

—Anna, ¿por qué vamos al juzgado?

Ella no parpadea.

—¿Por qué tienes un perro de asistencia?

Golpeo los dedos contra el volante y echo un vistazo al parque. Una madre empuja un cochecito por el mismo sitio donde estaba la corredora, sin darse cuenta de que su bebé intenta trepar. Gritos de pájaros se oyen de un árbol.

—No hablo de eso con nadie —le digo.

—No soy nadie.

Respiro profundamente.

—Hace tiempo, me puse enfermo y se me infectó el oído. Por no sé qué razón, el medicamento no funcionó y se me dañó el nervio. No oigo nada por el oído izquierdo. Eso no importa demasiado a la larga, pero hay ciertas situaciones cotidianas que no puedo manejar. Como oír que se acerca un coche, pero ser incapaz de saber por dónde viene. O que en una tienda haya alguien detrás de mí pidiéndome paso, pero que yo no lo oiga.
Juez
y yo estamos compenetrados para que en tales circunstancias él sea mis oídos —digo con intranquilidad—. No me gusta que nadie sienta pena por mí, por eso lo llevo en secreto.

Anna me mira con atención.

—Vine a tu oficina porque, por una vez, quería que se hablase de mí y no de Kate.

Pero esa confesión egoísta no me acaba de encajar. Ese juicio nunca ha significado que Anna quiera que su hermana muera, sino que ella quiere una oportunidad para vivir.

—Estás mintiendo.

Anna se cruza de brazos.

—Bueno, tú has mentido primero. Oyes perfectamente bien.

—Y tú eres una mocosa —digo riendo—. Me recuerdas a mí.

—¿Y eso es bueno? —dice Anna sonriendo.

El parque comienza a llenarse de gente. Un grupo escolar pasa por el camino. Son niños pequeños atados como huskis tirando trineos, con dos maestros por detrás. Alguien pasa a toda velocidad con los colores del Servicio Postal de Estados Unidos.

—Vamos, te invito a desayunar.

—Pero llegamos tarde.

—¿Y qué? —digo encogiéndome de hombros.

El juez DeSalvo no es una persona feliz. El pequeño viaje de Anna al campo nos ha llevado esta mañana una hora y media. Nos observa mientras
Juez
y yo entramos corriendo en la habitación para la reunión previa al juicio.

—Señoría, me disculpo. Hemos tenido una urgencia veterinaria.

Siento, más que veo, que Sara se queda boquiabierta.

—Eso no es lo que el abogado contrario ha indicado —dice el juez.

Miro a DeSalvo a los ojos.

—Bueno, es lo que ha sucedido. Anna ha estado muy atenta ayudándome a mantener al perro tranquilo mientras le quitaba el trocito de cristal de la pata.

El juez duda. Pero hay leyes contra la discriminación de minusválidos, y estoy jugando con eso. Lo último que quiero es que eche la culpa a Anna por el retraso.

—¿Hay alguna posibilidad de resolver esta petición sin la vista? —pregunta.

—Me temo que no.

Quizá Anna no quiera compartir sus secretos, lo que sólo puedo respetar, pero sabe que quiere seguir con esto.

El juez acepta mi respuesta.

—Señora Fitzgerald, ¿entiendo que usted sigue representándose a sí misma?

—Sí, señoría —dice.

—De acuerdo —asiente el juez DeSalvo mirándonos—. Esto es un tribunal de familia, abogados. En un tribunal de familia, y especialmente en vistas como ésta, tiendo a relajar las reglas relativas a las pruebas porque no quiero un juicio agresivo. Separaré lo admisible de lo que no lo es, y si hay algo verdaderamente objetable escucharé la objeción, pero preferiría que terminásemos con la vista rápidamente, sin preocuparnos por la forma.

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