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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

La decisión más difícil (33 page)

Brian levanta la cabeza, sobresaltado.

—Es…

—Kate está bien. Bueno, está igual.

Steph, la enfermera, ya le ha dado la primera dosis de arsénico. También le ha hecho dos transfusiones de sangre para paliar la que ha perdido.

—Quizá deberíamos llevarnos a Kate a casa —dice.

—Sí, por supuesto que…

—Quiero decir ahora —dice apretándose las manos—. Creo que le gustaría morir en su propia cama.

Esa palabra, entre nosotros, estalla como una granada.

—Ella no va a…

—Sí, va a morir —dice mirándome con la cara marcada por el dolor—. Se está muriendo, Sara. Morirá esta noche, mañana o quizá en un año si tenemos mucha suerte. Has oído lo que ha dicho el doctor Chance. El arsénico no es una cura. Sólo pospone lo que viene.

Los ojos se me llenan de lágrimas.

—Pero la quiero —digo tan sólo porque es un motivo suficiente para mí.

—Y yo. Demasiado para seguir así.

El papel en que estaba garabateando se le cae de las manos y llega a mis pies. Lo recojo antes que él. Está lleno de manchas de lágrimas y de frases desconectadas. «A ella le gustaba cómo olía en primavera», leo. «Ganaba a cualquiera a las cartas. Bailaba aunque no hubiese música». También hay notas en los lados: «Color favorito: rosa. Momento favorito del día: anochecer». «Solía leer “Donde están las cosas salvajes” una y otra vez, y todavía se lo sabe de memoria».

Se me ponen los pelos de punta.

—¿Es un… panegírico?

Brian también se ha puesto a llorar.

—Si no lo hago ahora, no seré capaz cuando llegue el momento.

—No es el momento —digo sacudiendo la cabeza.

Llamo a mi hermana a las tres y media de la madrugada.

—Te he despertado —le digo, dándome cuenta instantáneamente de que ella, como cualquier persona normal, está durmiendo.

—¿Es por Kate?

Asiento, aunque ella no puede verme.

—¿Zanne?

—¿Sí?

Cierro los ojos al sentir que me saltan las lágrimas.

—Sara, ¿qué pasa? ¿Quieres que vaya adonde estás?

Es difícil hablar con la presión enorme que siento en la garganta. La verdad se extiende hasta que ahoga. De pequeñas, el dormitorio de Zanne y el mío tenían un mismo pasillo, y nos peleábamos para dejar o no la luz encendida de noche. Yo la quería encendida y ella no. «Ponte un cojín en la cabeza», le decía, «Puedes quedarte a oscuras, pero yo no puedo hacer luz».

—Sí —digo sollozando con más libertad—. Por favor.

Contra todo pronóstico, Kate sobrevive diez días con intensas transfusiones y terapia de arsénico. Al undécimo día de su hospitalización, entra en coma. Decido quedarme al lado de su cama hasta que se despierte. Y lo hago exactamente durante cuarenta y cuatro minutos, hasta que recibo una llamada del director de la escuela de Jesse.

Por lo que parece, el metal de sodio se almacena en el laboratorio del instituto en pequeños recipientes de aceite, debido a su reacción volátil con el aire. Por lo que parece, también reacciona con el agua, creando hidrógeno y calor. Por lo que parece, mi hijo de noveno curso ha sido suficientemente listo para darse cuenta de eso, por lo cual ha robado la muestra, la ha tirado por el retrete y ha hecho estallar la fosa séptica del instituto.

Después de que el director lo ha expulsado durante tres semanas (un hombre que tiene la decencia de preguntar por Kate mientras me dice que mi hijo mayor va a ir a la penitenciaría estatal), Jesse y yo volvemos en coche al hospital.

—No hace falta que te diga que estás castigado.

—Como quieras.

—Hasta que cumplas los cuarenta.

Jesse se hunde en el asiento, juntando aún más las cejas si es posible. Me pregunto cuándo me rendí con él exactamente. Me pregunto por qué, cuando la historia de Jesse no es en absoluto tan descorazonadora como la de su hermana.

—El director es un capullo.

—¿Sabes qué, Jess? El mundo está lleno de capullos. Siempre tendrás problemas con alguien. O con algo.

Se me queda mirando con enfado.

—Podrías empezar una conversación sobre los Red Sox y terminar hablando de Kate.

Entramos en el garaje del hospital, pero no apago el motor. La lluvia cae sobre el parabrisas.

—Todos tenemos un talento. ¿O has volado la fosa séptica por otra razón?

—No sabes cómo es ser el niño cuya hermana está muriéndose de cáncer.

—Me lo imagino bastante bien. Porque soy la madre de la niña que se está muriendo de cáncer. Tienes toda la razón, es una mierda. Y a veces también tengo ganas de volar algo, sólo para deshacerme de la sensación de que voy a estallar en cualquier momento.

Bajo los ojos y veo un hematoma del tamaño de medio dólar en el pliegue del brazo. Hay otro simétrico en el otro lado. Mi mente se va de forma inmediata a la heroína en lugar de a la leucemia, como pasaría con sus hermanas.

—¿Qué es eso?

—Nada —dice doblando los brazos.

—¿Qué es?

—No es asunto tuyo.

—Es asunto mío —digo tirándole del brazo—. ¿Es de una aguja?

Entonces levanta la cabeza, con los ojos brillando.

—Sí, mamá. Me pincho cada tres días. Pero no me meto heroína, sino que me sacan sangre en la tercera planta de este hospital —responde mirándome—. ¿No te preguntabas quién más daba plaquetas a Kate?

Sale del coche antes de que lo pueda detener, dejándome con la mirada clavada en el parabrisas, donde ya no se ve nada claramente.

Dos semanas después de que Kate ha ingresado en el hospital, las enfermeras me convencen de que me tome un día libre. Me voy a casa y me ducho en mi bañera, en lugar de en la del personal médico. Pago las deudas atrasadas. Zanne, que todavía está con nosotros, me prepara un café que ya está listo cuando bajo con el pelo húmedo y peinado.

—¿Ha llamado alguien?

—Si con alguien quieres decir el hospital, no —dice pasando la página del libro de cocina que está leyendo—. Esto es una mierda. No hay alegría en la cocina.

La puerta de delante se abre y se cierra con un golpe. Anna entra corriendo en la cocina y se detiene de golpe al verme.

—¿Qué haces aquí?

—Vivo aquí —contesto.

—Aunque no lo parezca —dice Zanne aclarándose la garganta.

Pero Anna no la oye o no quiere oírla. Tiene una sonrisa inmensa en la cara y blande un papel frente a mí.

—Lo ha recibido el entrenador Urlicht. ¡Léelo, ícelo!

Querida Anna Fitzgerald:

Nos alegramos de comunicarte que te hemos aceptado en el Campamento de Verano de Hockey de Chicas en Goal. Este año, el campamento será en Minneapolis del 3 al 17 de julio. Por favor, rellena el formulario adjunto y el historial médico y devuélvelo sobre el 30/04/01. ¡Nos vemos sobre el hielo!

Entrenadora Sarah Teuting

Termino de leer la carta.

—Dejaste ir a Kate a ese campamento cuando tenía mi edad, el campamento para niños con leucemia —dice Anna—. ¿Sabes quién es Sarah Teuting? Es la portera del equipo nacional de Estados Unidos, y no sólo puedo conocerla, sino que me puede dar consejos. El entrenador me ha conseguido una beca, así que no tienes que pagar nada. Me pagarán el avión y me darán un dormitorio y todo lo que necesite. Nadie tiene una oportunidad como ésta…

—Cielo —le digo con suavidad—, no puedes aceptarlo.

Sacude la cabeza, como intentando comprender lo que he dicho.

—Pero no es ahora; es para el próximo verano.

«Y Kate puede estar muerta para entonces».

Que recuerde, es la primera vez que Anna da un indicio de estar viendo el fin de ese período, e! momento en que pueda liberarse de su obligación con su hermana. Hasta ese punto, ir a Minnesota no es una opción. No porque tema lo que le pueda pasar a Anna allí, sino porque temo lo que le pueda suceder a Kate mientras su hermana falte. Si Kate sobrevive a la última recaída, ¿quién sabe cuánto tiempo pasará hasta que sobrevenga otra crisis? Y cuando venga, necesitaremos a Anna (su sangre, sus células madre, su tejido) inmediatamente.

La situación se complica. Zanne se levanta y rodea a Anna con un brazo.

—¿Sabes qué? Quizá debamos hablar de eso con tu madre en otro momento…

—No —dice Anna negándose a ceder—. Quiero saber por qué no puedo ir.

Arruga la carta y sale corriendo de la cocina. Zanne me sonríe vagamente.

—Bienvenida —me dice.

Fuera, Anna coge un palo de hockey y comienza a tirar contra la pared del garaje. Lo hace durante casi una hora, con un golpe rítmico, hasta que olvido que ella sigue fuera y comienzo a pensar que la casa tiene su propio pulso.

Diecisiete días después de ingresar Kate en el hospital, desarrolla una infección. Tiene fiebre. Le hacen análisis de sangre, orina, deposiciones y esputos para aislar el organismo y le dan un antibiótico de amplio espectro inmediatamente con la esperanza que se muestre lo que la enferma.

Steph, nuestra enfermera favorita, se queda hasta tarde algunas noches para que yo no tenga que enfrentarme sola a eso. Me trae revistas
People
birladas de las salas de espera de cirugía y mantiene alegres monólogos con mi hija inconsciente. Es un modelo de resolución y optimismo en la superficie, pero he visto que los ojos se le llenan de lágrimas mientras baña a Kate con la esponja, cuando cree que no la veo.

Una mañana, el doctor Chance viene a visitar a Kate. Se enrolla el estetoscopio alrededor del cuello y se sienta al otro lado de donde estoy yo.

—Quería que me invitara a su boda.

—Lo estará —le digo, pero él niega con la cabeza.

El corazón se me acelera.

—Un tazón de ponche, eso es lo que le puede comprar —continúo—. Un marco de fotos. Podrá hacer un brindis.

—Sara —dice el doctor Chance—, tiene que decirle adiós.

Jesse pasa quince minutos en el lavabo de Kate y sale con aspecto de ser una bomba a punto de explotar. Corre por los vestíbulos de las salas de pediatría.

—Voy yo —dice Brian dirigiéndose hacia Jesse por el corredor.

Anna está sentada de espaldas a la pared. También está enfadada.

—No voy a hacerlo.

Me arrodillo a su lado.

—No hay nada, créeme, que me guste menos que hagas. Pero si no lo haces, Anna, llegará un día en que desearás haberlo hecho.

Anna entra en la habitación de Kate con reluctancia y se sube a una silla. El pecho de Kate sube y baja gracias al respirador. Se calma cuando toca la mejilla de su hermana.

—¿Me oye?

—Desde luego —respondo más para mí que para ella.

—No iré a Minnesota —susurra Anna inclinándose más cerca—. No iré nunca a ninguna parte. Despierta, Kate.

Las dos aguantamos la respiración, pero no sucede nada.

Nunca he entendido por qué se le dice «perder un hijo». Ningún padre es tan descuidado. Todos sabemos exactamente dónde están nuestros hijos e hijas. Lo que pasa es que no queremos necesariamente que estén allí.

Brian, Kate y yo somos una cadena. Estamos sentados en cada lado de la cama y nos sostenemos mutuamente la mano y las de ella.

—Tenías razón —digo a Brian—. Nos la deberíamos haber llevado a casa.

Brian sacude la cabeza.

—SÍ no hubiésemos probado con el arsénico, nos habríamos pasado el resto de la vida preguntándonos por qué no lo hicimos —dice echando atrás el pelo claro que rodea la cara de Kate—. Es muy buena chica. Siempre ha hecho lo que le has pedido.

Asiento, incapaz de hablar.

—Por eso está esperando. Necesita tu permiso para dejarnos.

Brian se inclina sobre Kate, llorando tanto que le cuesta respirar. Le pongo la mano en la cabeza. No somos los primeros padres en perder a una hija. Pero somos los primeros padres en perder a nuestra hija. Y eso lo cambia todo.

Cuando Brian se duerme a los pies de la cama, sostengo la mano escarada de Kate entre las mías. Recorro los óvalos de sus uñas y recuerdo la primera vez que se las pinté, cuando Brian no podía creer que estuviese haciendo eso a una niña de un año. Ahora, diez años después, le vuelvo la mano hacia arriba y deseo saber cómo leerla o, mejor aún, cómo editar esa vida.

Acerco la silla a la cama de Kate.

—¿Recuerdas el verano que te apuntamos al campamento? ¿Y la noche antes de irte, cuando dijiste que habías cambiado de opinión y querías quedarte en casa? Te dije que te sentases en el lado izquierdo del autobús, para que cuando arrancase pudieses mirar atrás y verme —digo apretándole la mano contra mi mejilla con fuerza suficiente para que me deje una marca—. Coge el mismo asiento en el cielo. Uno desde el cual puedas verme mientras te veo.

Entierro la cara en las mantas y le digo a mi hija cuánto la quiero. Aprieto su mano por última vez para sentir su pulso ligero, su débil apretón, sus dedos cogiéndome mientras se abre camino de vuelta hacia este mundo.

A
NNA

Esta es mi pregunta: ¿Qué edad tienes cuando estás en el cielo? Quiero decir que, si es el cielo, deberías estar en tu mejor momento, y dudo de que todos lo que mueren de viejos vaguen por ahí sin dientes y calvos. Eso abre todo un mundo de nuevas preguntas. Si te cuelgas, ¿vas por ahí hinchado y azul, con la lengua colgando de la boca? Si te matan en una guerra, ¿pasas la eternidad sin la pierna que te ha volado una mina?

Imagino que puedes escoger. Llenas el formulario que te pregunta si quieres tener vista a las estrellas o a las nubes, si quieres pollo, pescado o maná para cenar, en qué edad quieres que te vean los demás. Yo, por ejemplo, elegiría los diecisiete, esperando tener tetas ya, de manera que incluso siendo una centenaria arrugada cuando muera, en el cielo sería joven y bonita.

Una vez, en una cena, oí a mi padre decir que a pesar de ser muy viejo, en su corazón tenía diecisiete años. Así que quizá haya un lugar en la vida que te marque como un surco o, incluso mejor, como la mancha tenue del sofá. Y no importa qué más te suceda, porque vuelves allí.

Creo que el problema es que cada uno es diferente. ¿Qué sucede en el cielo cuando toda esa gente intenta reencontrarse tras tanto tiempo de separación? Digamos que mueres y te pones a buscar a tu marido, que murió cinco años atrás. ¿Qué pasa si te lo estás imaginando en los setenta pero ha vuelto a los dieciséis y está vagando por ahí en la flor de la vicia?

¿O qué pasa si eres Kate y mueres a los dieciséis, pero en el cielo eliges tener treinta y cinco, una edad que nunca alcanzaste en la tierra? ¿Cómo podrá alguien encontrarte?

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